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(En la partitura: variaciones en acordes dobles, espressivo.)

Antes de comenzar a tocar, y con el talante riguroso y divertido con el que un niño ordena su cuarto, se quitó las gafas metálicas, que dobló cuidadosamente y abandonó sobre la mochila; entonces se inclinó y, con preciosa lentitud, se desabrochó los cordones de los zapatos, se despojó de ellos, descubrió sus pies e introdujo los calcetines doblados en los zapatos. Suspiró profundamente, se llenó de rubor, contempló el teclado sin interés, jadeando, con las manos en la cintura, como si se hallara a punto de sumergirse en el agua y realizara ejercicios para retener aire. N o se me ocurrió pedirle que se apresurara: ni siquiera quise molestarla con mi sombra. Me retiré detrás de ella, me alejé y tosí levemente para indicarle mi segura distancia en el salón, removí algunos libros, la dejé pensar.

En ese instante se incorporó un poco y recogió el borde de su camiseta, tirando de ella con suavidad, como si abriera una flor inmensa: la llevó hasta sus pequeñas caderas, que se desvelaron desnudas; después hasta el espacio más angosto de su cintura, donde la envolvió y ató perfectamente. Hojeé un fajo de partituras y di un breve paseo alrededor del salón mientras lo hacía, lejos de ella. Su rostro seguía herido por huellas rojas.

No me acerco cuando empieza a tocar: su imagen es tan violenta, con las piernas de adolescente desnudas, la impudicia blanca de las bragas tensas en su carne, que parece imposible. Su figura, como los espejismos, pide ser contemplada desde lejos.

Mientras toca todo el primer estudio, muy inclinada hacia las teclas, oigo abrirse y cerrarse la puerta de la calle, y su sorpresa me trastorna un segundo: Elisa, ajena a la interrupción, continúa tocando. «Lázaro», pienso. «Es Lázaro, pero no importa.» Realmente no importa, porque nunca me interrumpe. Apago todas las luces salvo las que crean la penumbra y regreso a mi puesto de observación.

Verla hacer música así es un regalo: sus piernas tensas, los muslos sin rastros, la curva pronunciada de sus perfectas nalgas, la espalda arqueada, los rizos disfrazándola, los pies descalzos que se apoyan indistintamente en los pedales, la respiración apremiante que se refleja en su reducido vientre, su rostro cubierto de rojo, serio y hermoso como el de una princesa enferma. Completa el primer estudio, se detiene, comienza el segundo sin buscar mi aprobación.

Toca. Se equivoca terriblemente al tercer compás. Lo deja.

Recuerdo el juego de las prendas: si fallas, debes pagar. Eso es lo que parece proponerme Elisa en un silencio asombroso.

Deja de tocar y, siempre sin mirarme, fabrica espirales lentas con la cinta de sus bragas, la afina detrás, ayudada por ambas manos, hundiéndola hasta perderla entre las masas tibias que la rodean: ha ensayado su ejercicio y lo realiza rápido y sin errores. De perfil, la prenda se convierte en una cinta cortante que divide su carne. Tira de ella para tensarIa más, aun por delante. Se detiene y parece pensar algo muy desagradable de sí misma.

Entonces, con gesto rápido, alza su camiseta hasta la cabeza: costillas, líneas del sujetador, el cuello donde compiten pequeños músculos, todo se descubre con el gesto. Pero éste ha sido tan adulto que me sorprende más que su desnudez: echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, abrió la boca ligeramente, deslizó la camiseta por ese rostro excitante, por las mejillas inflamadas, por la frente, por el obstáculo leve del cabello.

Ahora sí la veo temblar: continúa el ejercicio con mucha menos pericia pero con extremada lentitud, como si temiera romperlo.

Está desnuda, más desnuda que su cuerpo sin ropa: las bragas son un cordel blanco y tenso, una deliciosa incomodidad que ocupa ya tan sólo el espacio íntimo entre sus piernas; el sujetador también parece irreverente: es grande y apropiadamente casto, pero su propia virginidad ensucia toda contemplación como la mía. Sólo la ocultan ambas prendas, y ésa es precisamente su increíble desnudez. Me acerco: los detalles de su cuerpo se multiplican, su carne se hace más imperfecta, más evidente; toda ella pierde la cualidad de imagen y se vuelve real: una chica de catorce años con su escasa ropa interior blanca. Pero mi mirada es lo terrible.

Se detiene aún más en los pasajes difíciles, reanuda el ritmo con la cautela del que marcha por terreno inseguro. Parece no importarle que me acerque mientras toca. Conoce mi promesa de respetarla y sabe que la cumpliré: extender mi mano hacia su hombro desnudo sería transformarlo todo, convertir su figura en un medio, no en un fin. A partir de entonces sobrevendría la repugnancia, se concretaría la perversión. Lo sé, y es pavoroso que ella también lo sepa.

Pero su juego resulta enervante: vuelve a equivocarse sin remedio y deja de tocar con la rabia acumulada en su rostro. Su gemido al tantear el broche del sostén en la espalda suena fatigoso y grave, como el de una gimnasta al final de un difícil ejercicio. Lo desata y busca quitárselo, aunque sus manos lo mantienen aún sobre los cónicos pechos. Permanece así, en el último gesto, jadeando con fuerza, los ojos cerrados. Me acerco más. Los extremos del sostén se derraman a ambos lados de su cuerpo, me muestra la espalda desnuda por completo, la perfección de los omoplatos, la línea exacta y flexible de la columna. Las nalgas, también desnudas, se separan entre la rigidez de la cincha de seda de las bragas. Por delante está oculta y cierra los ojos: imagen de pudor o lascivia, todo depende de la forma de mirarla.

Su silencio me hace pensar. Se me ocurre algo, o no se me ocurre: es un deseo que reconozco cuando ya existe y empieza a obligarme.

Quise besarla en los labios. Lo expreso así:

– Quiero besarte -dije.

Me inclino hacia ella y percibo su perfume suave, sus invariables jadeos, el temblor de dos diminutas medallitas que lleva colgadas del cuello, y que ahora la proximidad me muestra por completo: dos vírgenes de oro que se estrellan con dulzura sobre la piel débil de sus pechos, como una advertencia celestial. Me acerco a su rostro, percibo toda su piel erizada, preparo los labios entreabiertos y distingo los suyos sin tensión, gruesos, rosados, como un fruto partido: dentro, las blancas semillas. Pero entonces ella abre los ojos sin mirarme, y me detengo.

Sigo la dirección de esa mirada y la revelación me paraliza: contempla el piano, pero no exactamente el piano. Contempla su reflejo en el piano.

De repente este viejo compañero, esta amante negra y pulida que siempre he creído conocer, se me ofrece en su verdadera naturaleza, corno una inspiración bíblica.

El piano, ese espejo negro y sonoro. Elisa, inclinada sobre él, se contempla reflejada en la madera: su vientre terso, las manos cubriendo las semiesferas del pecho, el rostro trémulo y blanco. Pero también descubro mi propio rostro junto al suyo. El piano nos transmuta en ébano precioso, su cuerpo desnudo y mis intenciones, tallados en esa lisura brillante, entre esas maderas nobles donde la luz se mueve como un relámpago constante o un golpe de ondas en el agua tranquila de un estanque. Y es en ese instante cuando nuestras miradas convergen.

Me hallo tan cerca de su rostro cuando ella se vuelve hacia mí que logro comprender el símil: sus pupilas también son de ébano, y me reflejan. Descubrir esta realidad aplaca mi deseo y me obliga a alejarme de su cuerpo con rapidez. Le doy la espalda y medito en el terrible hallazgo: una verdad que desconocía.

Esa verdad es que mientras hacemos música, o hablamos, o pretendemos besar unos labios, algo nos refleja desde una negrura distante. La perversión oscura, curvilínea, de los deseos. El pecado, el pecado quizás: mis propios pecados, reflejos en un instrumento negro, transformados y devueltos en fragmentos de armonías, pero pecados siempre. ¿Qué he querido hacer? ¿Convertir la presencia de esta niña en otro ritual más?

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