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Lejos de ellas, los ojos de Rulfo se cerraban. Le agradó despedirse con una última imagen: la mujer obesa, apartada de las demás, pálida, temblorosa, buscando ayuda inútilmente, sabiendo que el destino ya la había sentenciado, al igual que a Saga…

Pero mientras los cuerpos de las damas y la hierba sobre la que se hallaba tendido empezaban a convertirse en un mismo crepúsculo para él, y la oscuridad, como una pieza final, encajaba en sus pupilas, un nuevo sentimiento le asaltó, extraño, inexplicable: le pareció que vivía una alucinación. Que había enloquecido tras la muerte de Beatriz y que todo aquello («brujas», «Versos de poder», «Venganzas sobrenaturales») no era sino el resultado,

la conclusión última

de

su

locura.

Se hundió en las tinieblas con aquella certeza.

Emma lo visitó durante las vacaciones de Navidad y lo encontró desmejorado. Había perdido el apetito y parecía sumergido en una gélida apatía. Sin embargo, también había dejado de beber. Era como si se hubiese vaciado de vicios y virtudes en algún momento del año anterior y ahora estuviera esperando volver a llenarse con nuevas cosas.

– ¿Desde cuándo llevas así? -Él se encogió de hombros sin responder.

Creía conocerlo bien: su hermano era muy apasionado, quizá en exceso, pero tras la muerte de aquella chica a la que amaba, hacía más de dos años, toda su energía parecía haberse precipitado en un pozo muy profundo del que ya ni siquiera intentaba salir. Comprendió que necesitaba algún tipo de ayuda, se puso en contacto con sus amigos de Madrid y le dijo que pensaba pagarle una terapia psicológica en un gabinete especializado. Para su sorpresa, él aceptó.

El martes de la semana siguiente, a la salida del trabajo (había logrado encontrar un pequeño empleo de limpieza en una escuela. Su hermana había puesto el grito en el cielo, pero él le había asegurado que así era feliz. No quería trabajar de profesor. No quería enseñar literatura. Ahora limpiaba los suelos, y le agradaba el esfuerzo físico), cayó en la cuenta de que tenía la primera cita en el gabinete. No deseaba disgustar a Emma faltando el primer día, de modo que cogió el coche y se dirigió allí.

Nada más cruzar las puertas correderas de cristal flanqueadas por dos pequeños abetos se quedó inmóvil contemplando el vestíbulo. Un instante después se acercó a la recepción poseído por una viva sensación de inquietud. «Centro Mondragón», se leía en la placa sujeta con un imperdible en la blusa de la recepcionista. Dio su nombre y la chica tecleó en el ordenador.

– Tiene cita con la doctora Jiménez Pazo en la primera planta. Sala E1.

Se disponía a agradecerle la información, pero, de improviso, volvió a quedar paralizado.

– ¿Qué sala ha dicho?

Ella se lo repitió. Si la expresión del hombre le extrañó, no dio muestras de ello. Sin duda pensaba que era precisamente la gente extraña la que acudía a sitios así.

Avanzó por el pasillo como en un sueño. No sabía lo que le ocurría, se encontraba muy nervioso, las palmas de las manos le sudaban. Se tranquilizó un poco cuando subió en el ascensor, pero al llegar a la primera planta volvió a detenerse ante la fila de espejos que decoraban el corredor. La puerta E1 se reflejaba en el primero. Llamó suavemente con los nudillos y una voz lo invitó a pasar.

La doctora Sofía Jiménez estaba sentada tras el escritorio. Era una mujer de rostro alegre y ojos brillantes. Pero cuando Rulfo se sentó frente a ella no la miró: clavó la vista en la pared que tenía detrás, como buscando algo.

– Perdone, ¿han quitado… una orla de esa pared?

La psicóloga enarcó una ceja. De todas las formas sorprendentes que sus pacientes tenían de comenzar una terapia, la de aquel sujeto, sin duda, se llevaba el premio.

– ¿Una orla?

– Sí… Algo así… Un diploma o…

– ¿Ha estado antes aquí?

Rulfo se quedó callado. Luego dijo:

– No. Me habré confundido.

– Podría ser, perfectamente -le ayudó ella, sonriendo-. Yo soy nueva. Hace un mes esta consulta estaba ocupada por otro compañero. Tenía, por supuesto, sus propios diplomas en la pared. Por eso se lo he preguntado.

Rulfo asintió. Comenzó la terapia.

Pronto descubrió que le agradaba aquella mujer. No era bella, no tenía una mirada profunda o especialmente hermosa, pero era una extraordinaria conversadora, su sonrisa iluminaba todo su rostro y sus respuestas eran atinadas e inteligentes. Sin embargo, a él le gustaba, sobre todo, su sonrisa. A veces le daba la impresión de que contestaba agudezas solo por verla fabricar una vez más aquel gesto.

– Es usted un hombre muy silencioso -la oyó sentenciar durante la segunda sesión.

– Todos lo somos por dentro -replicó.

– Pero, por fuera, pocos lo son como usted.

Rulfo no quiso responder a eso. Se le había ocurrido pensar que en el interior de los cuerpos no había luz y apenas sonido: solo los latidos del corazón. Las palabras, sin embargo, no venían del cuerpo. Las palabras provenían de regiones remotas y visitaban la mente de los hombres.

Y en aquel momento, palabras e imágenes nuevas lo estaban visitando.

Pero no quiso decírselo.

Otra de sus costumbres era dar un paseo hasta el ambulatorio de Chamberí y esperar a que el doctor Ballesteros terminara su consulta. Al principio, esto lo hacía un par de tardes por semana; luego limitó sus visitas a una cada mes o dos meses. Pero siempre era bien recibido. El médico y él se marchaban juntos, se sentaban en alguna cafetería a beber cualquier cosa menos alcohol y charlaban. A Ballesteros le agradaba aquel joven reservado y culto de mirada oscura. Eran amigos desde que Rulfo se había presentado por primera vez en su consulta, a mediados de octubre del año anterior, a causa de unas extrañas pesadillas que ya no habían vuelto a repetirse, de lo cual Ballesteros se congratulaba.

Aquella tarde, Ballesteros le mostró las fotografías de su primera nieta. Tenía en el rostro la sonrisa orgullosa del abuelo debutante, era un hombre repleto de felicidad y quería compartirla con Rulfo. Tras celebrar la belleza de la pequeña, Rulfo dijo:

– Mi hermana me está pagando unas sesiones de terapia psicológica en un centro privado. Dice que me encuentra deprimido.

– Ha hecho bien. ¿Y cómo te va?

– Me siento mucho mejor. He asumido ya lo de Beatriz.

El médico enarcó las blancas cejas en un gesto de admiración. Pocas veces su amigo había logrado mencionar el nombre de aquella chica sin echarse a llorar. Interpretó el paso como un elemento de mejoría.

– Eso es estupendo -dijo.

– Pero hay algo mas. -Rulfo lo miraba con fijeza-. Asistir a esa clínica me ha hecho recordar cosas… Datos olvidados. No me mires así, no estoy loco. Me he encontrado con una especie de cabo suelto, he tirado de él y ahora lo sé todo…-De repente se acodó sobre la mesa del café y habló en otro tono-. Eugenio, ¿recuerdas las pesadillas que tuviste en noviembre pasado? ¿Esas que me contabas…?

Ballesteros frunció el ceño.

– Lo único que tuve en noviembre pasado fueron unas jaquecas muy fuertes. Pero ya estoy bien, y lo sabes.

– Pero también unas pesadillas… Soñabas con un bosque lleno de sangre, unos ojos brillantes, una niña rubia que vivía bajo tu cama…

– Ah, ya -Ballesteros se echó a reír-. Eran sueños referidos a Julia. Pero se terminaron. Yo también he empezado a asumir lo mío.

No parecía ser ésa la respuesta que su amigo esperaba. Se inclinó más hacia él.

– ¿No recuerdas a una chica de pelo negro y largo, muy hermosa…? Oh, bueno, ya sé que no. -Hizo un gesto, interrumpiendo la réplica de Ballesteros-. Yo tampoco recordaba nada hasta hace unos días. ¿Sabes lo que creo…? -Titubeó como si no se atreviera a añadir nada más. Pero dijo-: Creo que nos borró la memoria. Por completo. Y lo hizo para salvarnos.

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