Un pensamiento quería tomar forma en su cabeza. Era la pieza que faltaba. Pero no daba con ella.
Sentado en el césped oscuro y mirando el firmamento, advirtió de repente una nube con aspecto de león de fauces abiertas engullendo la luna. Especuló con la fantasía de que los restos de aquella luna excretados por el león formaran las estrellas. La Vía Láctea era fácilmente reconocible en la gélida negrura. La contempló un instante. Un herpes pacífico de luz remota. No había ruidos a su alrededor. Los insectos hibernaban con el intenso frío. La muchacha no parecía siquiera respirar, como si también hibernara: se sentaba sobre los talones sin apoyarse en ningún árbol, contemplando fijamente el claro. Ahora que la luna estaba oculta, su hermoso rostro se hallaba velado. El amplio cabello negro se agitaba con los golpes de viento.
¿Y Ballesteros? Parecía sumergido en su propio miedo, sosteniendo la escopeta sobre las piernas. Su aliento era tan blanco como su pelo o su semblante. Rulfo le deseó suerte en silencio. Volvió a acariciar el mango y la plateada superficie del cuchillo de caza que el médico le había dejado. Por un momento sonrió al pensar en el singular equipo que llevaban: un verso, una escopeta y un cuchillo. Sin embargo, el enemigo al que se enfrentaban también era singular. Si ninguna de esas tres cosas lograba nada, tanto daría que llevaran dinamita.
¿Qué era lo que no encajaba?, se preguntó otra vez.
Akelos. Su minucioso plan extendiéndose a través del tiempo: la forma en que había utilizado a Alejandro Guerín para transmitir a César el secreto de las damas; que después se completaría con las revelaciones de Rauschen; cómo había dejado el retrato y el papel para que él los encontrara y César recordara la leyenda; los sueños, las filacterias en la casa de Lidia Garetti y en el centro psicológico, la imago. Todas esas piezas rodaban por su mente desafiándolo a que construyera con ellas una figura que tuviera sentido.
Una imagen.
Estaban allí para… ¿para qué? Para impedir que Akelos fuese destruida. No. ¿Qué diablos les importaba eso…? ¿Qué diablos les había importado nunca…? En realidad, estaban allí para destruir a Saga. Para vengarse.
Akelos había sido muy astuta. Los había elegido tiempo atrás convirtiéndolos en protagonistas involuntarios de una trama desconocida: él era el receptáculo, Raquel la antigua Saga y Ballesteros los había ayudado a llegar a donde estaban. Un plan muy hábil. Pero ¿cuál era su finalidad?
Arriba estaban las constelaciones. De niño, su padre había intentado enseñarle las más comunes. Cada una tenía un nombre, y así se distinguía de las demás. En realidad, él había terminado pensando que las constelaciones se parecían mucho entre sí, y solo los nombres les otorgaban una personalidad independiente…
¿Qué era? Por Dios, ¿qué?
Intentó recapitular lo que sabía, retroceder, encontrar una clave, una palabra. Estaba seguro de que había algo en lo que no habían reparado.
Las constelaciones… Los nombres…
Sintió de repente que la muchacha se movía. Un poco. Como si quisiera cambiar de postura sin que nadie lo notara. Entonces la mano de ella le tocó.
– Ahí están.
Giró la cabeza hacia el claro. No vio nada extraño. El silencio era enorme.
– ¿Qué pasa? -susurró Ballesteros.
– Están ahí -repitió la muchacha, tensa.
Pero solo había bosque y tinieblas. Sopló el viento. Las nubes que velaban la luna se apartaron. Una claridad de plata dibujó el contorno de los árboles y proyectó sombras en la tierra. Sombras de troncos.
– ¿Dónde? -preguntó Rulfo.
– Ahí.
Sombras delgadas de troncos. Sombras
con forma
de mujer. Sombras de mujeres inmóviles. Mujeres en hilera frente a ellos, de pie en la inveterada frialdad, de ojos como calcedonias fosforescentes, cabelleras erizadas o lacias encendidas por la luna, piel lustrosa y carnal con brillo de nácar. Doce cuerpos desnudos. Doce figuras femeninas. El aire estaba lleno de un inconfundible olor a sangre, como si sus bocas fueran heridas abiertas. El silencio era hondo. Nada se movía dentro del claro: hojas, hierba y aire parecían formar parte de un decorado. En medio de aquel espacio sin vida, el muro de desnudeces irisadas destacaba como un muguet contra el fondo negro de la noche.
– No pueden vernos -oyeron decir a Raquel-. Tenemos el acceso. Es imposible que nos vean.
Su voz sonaba convincente, pero ni Rulfo ni Ballesteros se tranquilizaron.
En ellas todo era ritual, observó, perplejo. Incluso la furia, incluso la obscenidad. Había imaginado un aquelarre desconcertado y salvaje, pero encontraba un oficio terso y parsimonioso donde cada gesto parecía ensayado durante siglos.
Las cuatro primeras se situaron a catorce pasos, se arrodillaron en las cuatro esquinas de un imaginario rectángulo que encerrase a las demás e inclinaron la cabeza. Las cuatro siguientes se alejaron once pasos e hicieron lo mismo. Las dos siguientes se apartaron ocho pasos. La número once caminó cuatro y se arrodilló. Saga quedó en el centro y alzó la mano derecha con la palma hacia arriba. Algo brillaba en ella. Rulfo lo reconoció. Era la imago de Akelos.
– Se preparan para iniciar el rito de Activación -murmuró Raquel. Era evidente la tensión de su cuerpo. Parecía estar calculando el momento preciso de saltar. Ballesteros, asomado tras un tronco, apretaba la escopeta con fuerza, pero había perdido toda noción de lo que debía hacer y contemplaba con ojos incrédulos el grupo de criaturas inmóviles.
Un coro casi musical de doce gargantas distintas se alzó como el viento.
L’aura nera si gastiga
Saga depositó la figura en un lugar del aire a la altura de su cabeza, donde quedó como colgada de un clavo invisible. Hubo una pausa mientras las damas se levantaban y volvían a reunirse, esta vez alrededor de la figura, en un amplio círculo de manos entrelazadas.
– Van a recitar la filacteria al revés para Activarla -susurró Raquel.
La formación del círculo tampoco era azarosa: seguía el estricto orden jerárquico del grupo, desde la niña Baccularia hasta Saga. Cada dama, por turno, se agregaba a la rueda albergando la mano de la compañera y extendiendo la otra para recibir a la siguiente. Todo se realizaba con la monótona perfección con que un poeta ciñe y perfila el acabado de sus versos. No hacían ruido al moverse: eran cuerpos de mujeres, pero parecían ángeles. Ni siquiera sus desnudeces evocaban nada en Rulfo, salvo palabras.
– ¿Cuándo intervendrás? -susurró hacia Raquel mientras el círculo se completaba.
– Ahora En cuanto todas queden unidas, pero antes de que comiencen a recitar. Es el momento en que más daño puedo hacerles…
Tomaba aire, abría y cerraba la boca, erguía los hombros, enjugaba los labios con la lengua. El sudor iluminaba su frente y sus mejillas, pero a Rulfo no le pareció que estuviera dominada por el miedo.
Va a hacerlo. Va a intentarlo. Si fracasa, nada vamos a poder hacer nosotros.
Retornó a observar el claro. Strix y Akelos, la diez y la once, ya se habían agregado. Faltaba Saga. La vio dar dos pasos, sonriente, al otro lado de la hilera de cuerpos, extender los delgados brazos y entrelazar sus dedos con Akelos y Baccularia.
Ya está. Círculo completo.
En ese instante Raquel se incorporó.
Era consciente de que no había tiempo que perder. El acceso le había facilitado un túnel, una diana hacia la cual apuntar. Se concentró en el cuerpo menudo de Saga y pronunció su arma, Viento y agua, hizo vibrar la aliteración en el aire, Muelen pan, apuntó con el mortífero extremo, Viento y agua, le dio impulso. La daga de la estrofa salió despedida de sus labios y voló, ardiente, rapidísima, como una mirada de amor.