Литмир - Электронная Библиотека

Sus hijos. Aquel cabrón tenía razón. Sus hijos.

Volvió a ver la horrible imagen de Julia burlándose de todo lo que él consideraba sagrado: su dolor, sus recuerdos… En efecto: fueran brujas o no, era preciso hacer algo, devolverles el golpe, acabar con ellas. La furia que sentía le impedía detener a Rulfo, pero jamás había tomado una decisión tan difícil en toda su vida.

La muchacha repasó la línea con una nueva capa. Era importante, le dijo, no dejar resquicios. Luego se levantó y miró a Ballesteros. En sus ojos el médico creyó distinguir la misma ciega desesperación que había advertido en los de Rulfo. De repente comprendió el abismo que lo separaba de ambos: ellos peleaban para morir; él, para seguir vivo. Han perdido lo que más amaban. Ya no les importa lo que suceda. Pero no quieren dejar de dar la última dentellada.

– Dijo que le avisáramos -murmuró ella, y Ballesteros la vio dirigirse hacia el baño.

Se preguntó si aquello sería igual que viajar. Quizá la muerte fuera una especie de migración, como la de las cigüeñas. Miró a su alrededor y le pareció que todo se estaba volviendo sagrado para él: la jabonera, los azulejos blancos, la cortina de plástico, el cuadrito de los arlequines, los arabescos de luz en el agua… Las cosas adquirían cierta inmortalidad al tiempo que él perdía la suya.

Era un lugar ridículo para una muerte ridícula, pero supuso que Ballesteros tenía razón cuando le dijo, cierta vez, que ninguna muerte era romántica. Además, consideraba que el escenario -la bañera era una buena forma de justicia recíproca: si ella le había engañado matando su cuerpo allí, él la obligaría a regresar a la vida allí.

Mantenía la muñeca izquierda desnuda contra el picudo acero de la hoja de afeitar que había extraído de su maquinilla. La bañera estaba llena de agua casi hasta el borde y él se había metido con la ropa puesta, encogiendo las piernas en el pequeño espacio. Había encendido un cigarrillo y tenía los ojos empañados, como si su humor acuoso se hubiera vuelto turbio.

Estaba seguro de una cosa: disfrutaría matándola matándose.

Las otras damas, incluyendo a Saga, habían destrozado su presente y su futuro, pero la criatura que había ocupado el cuerpo de Beatriz Dagger y se había infiltrado en su casa durante aquella fiesta (la culpa la tuvo cupido, soy la amiga de una amiga de uno de tus) había hecho trizas su pasado (estás pachucho, vendré enseguida, soy la amiga de una amiga de uno de). Y Rulfo había llegado a una inusitada conclusión: él era únicamente pasado. Nada tenía dentro, nada delante, solo aquello que había tenido. Quizá todos los seres humanos eran iguales. Solo se posee lo que se ha poseído: si te arrebatan eso, dejas de existir. Es eso lo que vas a pagar. Eso es lo que voy a hacerte pagar, si es que puedo.

Apretó los dientes y aproximó la hoja de la cuchilla al lazo azul y pulsátil.

En ese momento, casi como si se tratara de una revelación, cayó en la cuenta de la fecha. Aquel día de noviembre se cumplían cuatro años exactos desde que había visto a Beatriz por primera vez y dos años exactos de su muerte.

Es hora de que te busques una nueva guarida.

Cerró los ojos.

Los ojos de Raquel brillaban en la oscuridad del comedor como piedras preciosas.

– ¿Y ahora? -preguntó Ballesteros.

– Esperaremos un poco e iremos a por ella. Si logramos traerla al círculo, no podrá escapar.

«Ir a por ella» era una expresión que Ballesteros no lograba asimilar. ¿Ir a por quién? ¿Qué o quién se suponía que iba a «aparecer» en aquel cuarto de baño?

– Quizá nos dé alguna sorpresa desagradable -advirtió la muchacha-. Se vuelve muy peligrosa cuando se encuentra indefensa… Intentará escapar, y cuando compruebe que no puede, se enfurecerá… Voy a necesitar tu ayuda.

Ballesteros asintió con un gesto, pero su inquietud aumentó. No le gustaba el hondo silencio que había envuelto todo el apartamento. De repente se le ocurrió algo horrible. ¿Y si se habían equivocado? ¿Y si todo era falso? ¿Y si Rulfo y Raquel habían enloquecido y ahora él iba a ser responsable del suicidio de un perturbado mental? ¿Qué era lo que esperaban ver cuando entraran en ese baño? Casi perdió por completo el control de sus nervios al pensar todo eso. Miró a la muchacha como implorando ayuda.

En ese momento se escucharon golpes recios y una agitación del agua. Raquel se puso en pie de un salto.

– Ya -dijo.

sal

Rulfo supo que se estaba muriendo.

La bañera se había convertido en algo enorme y globoso, como un caucho sometido a la presión creciente de una bomba de aire. Sentado dentro de ella, las manos dadivosas y rojas en actitud de despilfarrar la vida, observaba su propia sombra erguida sobre la sangre: un área de medusa turbia, un tul de bailarina acostada. De improviso aquella sombra se desprendió de la superficie ensangrentada con la inercia silenciosa de un rodaballo en el fondo del mar y penetró en sus ojos. Supo que la muerte era eso: que tu propia sombra penetre en tus ojos.

Pensó en sus padres y hermanas. No creyó que fuera a encontrárselos en otro mundo.

sal de ahí

Ballesteros apenas podía creer lo que veía.

Rulfo estaba muerto, desangrado, en la bañera. Pero el agua a su alrededor se agitaba y saltaba por los aires salpicándolo todo, como si algún animal de gran tamaño rebullera dentro.

– Ahí está -murmuró la muchacha.

– Sal de ahí.

Ante la orden, la cosa se aquietó. El cadáver de Rulfo se mecía exánime, como si yaciera junto a un tiburón al acecho. Raquel se aproximó a la bañera y, en ese momento, los coletazos se reanudaron y el agua volvió a saltar. Su ropa y su cabello quedaron empapados, pero ella no se apartó: repitió una vez más la orden, al tiempo que hacía señas a Ballesteros para que se acercara.

Ballesteros obligó a su propio cuerpo a moverse. Le aterraba la simple idea de mirar dentro de aquella bañera. Pero antes de que hubiese podido llegar a dar un solo paso, contempló algo que casi le hizo perder la razón. Una especie de tubo flexible, negro y lustroso, del grosor de los muslos de un hombre, emergió por el borde de cerámica y saltó hacia las baldosas derramando agua con cada contorsión. Al principio pensó, horrorizado, en la serpiente más grande y repugnante que había visto jamás. Pero no podía estar seguro: todo sucedía muy rápido.

– ¡Ayúdame! -gritó Raquel y se arrojó sobre aquella cosa monstruosa, sujetándola por un extremo.

Venciendo sus náuseas, Ballesteros atrapó una parte de la resbaladiza y aleteante criatura. Se agitaba entre sus manos como un martillo neumático. Tuvo que emplear toda su energía para no soltarla. Pero no era una serpiente. Parecía más bien un pez, quizá una morena, una robusta anguila negra. O no: un felino. La piel era aterciopelada y firme y tenía extremidades, con músculos y rebordes óseos.

Salieron del baño con aquella frenética carga entre los brazos.

– ¡Dentro del círculo! -gritó Raquel.

La dejaron caer al suelo y Ballesteros comprendió que se había equivocado: eran piernas lo que había creído la gruesa cola de una anaconda; manos y pies, no patas de cuadrúpedo; rostro, no el hocico de un depredador; una cabellera desordenada y negra, no el pelaje de un felino…

Cuando despertó, el médico estaba tomándole el pulso.

– ¿Cómo te encuentras?

Rulfo alzó la cabeza sin contestar, confuso, y reconoció su propio dormitorio, la puerta del baño abierta y un retrato sobre una silla con el cristal rajado. Entonces lo recordó todo. Su ropa chorreante se le había pegado a la piel. Alzó las manos. Estaban húmedas de sangre y agua, pero no advirtió ni rastro de los cortes en las muñecas. Raquel se hallaba al otro lado de la cama.

71
{"b":"100418","o":1}