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Y lo traspasó.

Irónicamente, fue en ese instante cuando Caparrós (el nombre que aparecía en una de las muchas Tarjetas rectangulares que flotaban sobre él) le dijo a Tejera (otro de los nombres) algo parecido a: «Está mejor». Casi se echó a reír al oírlo, porque aquél era el primer día en que se sentía realmente mal.

– Díganos lo último que recuerda.

– Este hospital.

– ¡Y antes de venir aquí?

– Mi casa.

– ¿Dónde vive usted?

– Calle Lomontano, número cuatro, tercero izquierda.

Está bien, le decían, está muy bien. Luego descubrió que todo se desarrollaba de la misma forma absurda: al día siguiente se sintió mucho peor, y Caparrós y Tejera le dijeron que le iban a dar el alta; al otro, su estado había «mejorado del todo» pero él se encontraba sumido en una horrenda pesadilla de recuerdos. Se dio cuenta de que Caparrós y Tejera -que ya no eran Tarjetas sino Rostros, o, mejor dicho, Médicos- veían la llama, y la llama hablaba y respondía preguntas, y eso les hacía pensar que nada malo ocurría. Pero no advertían al hombre que se quemaba dentro.

Se defendió de las preguntas haciendo otras. Le contestaron que se encontraba en un hospital público de Madrid. Le dijeron que era domingo cuatro de noviembre, y que había estado casi setenta y dos horas en coma. Le explicaron quién lo había hallado -un camionero regresando de un reparto-, cómo había visto su cuerpo tirado en la cuneta de una comarcal cerca de aquel almacén abandonado y llamado a la policía, y éstos a una ambulancia. Diagnóstico provisional: coma etílico.

Le dijeron todo eso, salvo lo que más le importaba. Tuvo que preguntarlo también.

Tejera, que era quien estaba de guardia aquel domingo, asintió con la cabeza. Era un médico joven, moreno, de espeso pelo rizado. Tenía cierta tendencia a convertir la boca en un punto rosado cuando asentía.

– Sí, había otra persona junto a usted, también desmayada. Una mujer. Ignoramos su identidad. Carece de documentación y aún se encuentra en coma.

la miró

– ¿Puede describírmela?

– Lo siento, pero no la he visto. Está en la UVI y la llevan otros compañeros. Pensábamos que usted sabría decirnos…

– Necesito verla -dijo él, tragando saliva.

– La verá.

Pensó que existían dos opciones. Le habían asegurado que no estaba herida, pero eso no probaba nada. Quizá todo lo que él creía que le había sucedido a Susana era falso (rogaba por que fuera así). La otra posibilidad se le antojaba más increíble. ¿Por qué iban a dejar a Raquel con vida, si era obvio que deseaban hacerla pedazos?

No, no podía ser Raquel. Era absurdo. Y cruel. Sería mejor que estuviese muerta.

La miró.

Se hallaba inmóvil, clavada con sondas, sueros y cables a la cama. Tenía los ojos cerrados. La reconoció de inmediato.

– ¿La conoce? -preguntó Tejera.

– No.

Y le pareció que, después de todo, no estaba mintiendo.

La mañana del lunes, Merche, la enfermera de largas pestañas (sabía el nombre de pila de todas las enfermeras pero solo el apellido de los médicos), le anunció que iban a trasladarlo a un sitio más tranquilo que la sala de observación. Un celador fornido de rostro plano y redondo como la luna llena manipuló su silla de ruedas con parsimonia de chofer. Su nueva habitación, situada en otra planta, era todo lo agradable que podía ser un lugar de aquellas características, con una pequeña cama, una mesilla y una ventana basculante donde el cielo aparecía enmarcado como un cuadro de tormenta. El cambio de silencio le hizo caer de inmediato en un profundo sopor del que despertó casi gritando, tras haber soñado con una serpiente que escribía con su lengua un verso de Juan de la Cruz sobre su rostro y desplegaba sus anillos aceitosos para deslizarse por la órbita vacía de

Basta. Pedos mentales.

Aquel súbito recuerdo trajo a su memoria un nombre. Habló con el doctor Tejera y le pidió que le telefoneara.

Recibió la visita por sorpresa, esa misma noche. Creyó que volvía a soñar, porque, de improviso, en la oscuridad dorada de su habitación (solo la lámpara de la cama encendida) vio aparecer el blanco cabello, la barbita bien recortada, el rostro amplio y la corpulencia del médico, que lo miraba con misteriosa tranquilidad.

– ¿Entró, por fin?

Comprendió de inmediato a qué se refería, pero no quiso contestar. Ballesteros acercó una silla y acomodó su anatomía con un suspiro de cansancio.

– ¿Por qué ha venido tan pronto? -inquirió Rulfo-. Creí que ni siquiera se acordaría de mí…

– Hoy no tengo nada que hacer, y no suelo dejar para mañana lo que puedo hacer hoy. ¿Cómo se siente?

– He tenido épocas mejores. Pero ahora no me encuentro demasiado mal -mintió-. Lo único que necesito es volver a fumar.

Ballesteros alzó las cejas y sacudió su cabeza nevada.

– Usted y sus vicios -rezongó-. Ya sabe que esto es un hospital. Y, aunque no fuera así, ¿cómo se atreve a decirle eso a un médico…?

– Me alegro de que haya venido -sonrió Rulfo-. De veras. Se lo agradezco, doctor.

– No se haga el tierno y cuénteme lo que ha pasado.

Rulfo quedó un momento en silencio rumiando aquella petición. Entonces se echó a reír. Pero su ronca carcajada no contagió a Ballesteros.

– La verdad, no sabría explicárselo.

Ballesteros se encogió de hombros.

– Si piensa que así será más fácil, le haré preguntas. El doctor Tejera me dijo que un buen samaritano lo había encontrado desmayado en la cuneta de una comarcal, junto a un almacén cerrado por incendio. ¿Cómo llegó hasta allí?

Hubo una pausa. Rulfo volvió a apoyar la cabeza en la almohada y miró al techo.

Había comprendido de repente el grave error que había cometido.

No dejarán testigos.

Aquella tarde había experimentado la necesidad de compartir con alguien su estado de ánimo, y había recordado el nombre del médico que lo había atendido al principio de todo. Pero ahora se daba cuenta de que había sido una metedura de pata, y no precisamente por la razón que aducía (la imposibilidad de explicarse) sino por otra, mucho más importante, más ominosa.

Contempló los cansados y leales ojos grises de Ballesteros rodeados por un rostro enorme de Papá Noel de incógnito, y sintió rencor contra sí mismo. No podía brindarle ni la más leve información, por que, en caso contrario, aquel pobre médico sufriría las consecuencias: como Marcano, como Rauschen…, quizá también como César, que no respondía a sus repetidas llamadas telefónicas…

No dejarán testigos.

A él mismo le sorprendía seguir conservando la vida y la memoria, pero el motivo de aquella excepción -sospechó- debía de ser que aún lo necesitaban: quizá para seguir interrogándolo. Saga lo había dicho: Tenemos mucho tiempo por delante.

No, no podía hablar. Ya había implicado a demasiados inocentes.

– ¿Y bien? -exigió Ballesteros.

– Le diré lo que recuerdo… Me temo que esa noche bebí más de la cuenta. Luego cogí el coche, salí de Madrid y aparqué en algún sitio para dormir la mona. Entonces desperté en este hospital.

Ballesteros lo escrutaba como si fueran los ojos de Rulfo los que dijeran cosas.

– Eso no es tan difícil de explicar -comentó-. Y puedo creerlo perfectamente. De hecho, tenía usted altos niveles de alcohol en sangre cuando lo trajeron. He estado revisando su historia antes de entrar a verle.

– Pues entonces, todo aclarado. Fue una borrachera estúpida.

– ¿Y la mujer?

Rulfo se le quedó mirando.

– Ya veo que ha hecho bien los deberes.

– Siempre los hago -replicó Ballesteros, ojeroso-. Ahora, dígame: ¿quién es la mujer que apareció junto a usted, también inconsciente…? ¿Otra borracha…?

– No la conozco. No la había visto en mi vida.

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