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Rulfo movía la cabeza, asintiendo. Todo le parecía correcto. Se encontraba en un estado no demasiado feliz pero sí adormecedor, esa clase de letargo que sucede al orgasmo. Le hubiese gustado sentarse, ya que llevaba mucho tiempo atado y de pie, pero hasta eso parecía a punto de tener remedio: los gentiles mayordomos habían anunciado que le quitarían las ligaduras.

Por otro lado, era satisfactorio comprobar que Raquel había dejado de gritar y llorar. Una «tranquilidad», como decía la mujer obesa de las gafas. Ahora todo transcurría con placidez: la infinita variedad de polillas y mariposas nocturnas hechizaba la vista, la temperatura era excelente, se escuchaban valses, conversaciones y carcajadas provenientes de la casa y canto de cigarras en el jardín. Por si fuera poco, los mayordomos habían empezado a desatarle. ¿Qué más podía pedir?

Agachada junta a él, la señora de las gafas dibujaba o escribía algo en el pecho del niño desnudo. Rulfo los contempló con divertida curiosidad.

– Estás delgaducho. -Al tiempo que hablaba, la señora se aplicaba en trazar las pequeñas letras con una caligrafía sorprendentemente buena mediante la uña de su dedo índice-. Te aseguro que si vivieras conmigo no ibas a estar así… Hago una bouillabaise que te chuparías los dedos. Pero los buñuelos de viento son mi especialidad…

Rulfo reconoció el verso incluso antes de que estuviera completo y lo aprobó con un movimiento de cabeza. Era uno de los poemas más hermosos que conocía.

Amada en el amado transfor

– Qué piel más blanca, qué fácil escribir sobre ti… ¿Sabes qué es esto…? Una bellísima línea de san Juan de la Cruz… ¿Te suena ese nombre…? Oh, era un señor muy bueno y muy santo que componía poemas entre deliquios místicos… Te contaré un secreto: cuando se inspiraba, sus ojos se convertían en rombos, en losanges negras, y se sentía arrebatado como por las garras de un neblí… ¿Puedes creerlo? Fue muy santo, desde luego, pero también algo pendón, aunque solo en su juventud…

Los amables mayordomos habían terminado de desatarlo. No sentía ni el más leve hormigueo, lo cual le resultaba sorprendente, ya que recordaba haber permanecido inmóvil varias horas seguidas. Lo cogieron de los brazos y se dejó llevar: sabía que se dirigían a la casa y estaba deseando participar en la fiesta. Solo se detuvo para invitar a Raquel a acompañarle, pero cuando se volvió hacia ella quedó asombrado: la muchacha tenía los ojos desmesuradamente abiertos y miraba al niño con extraña y perturbadora expresión. Pese a su estado de absoluto bienestar, Rulfo se sintió un poco inquieto.

– Perdddón -murmuró con lengua pastosa, e hizo amago de acercarse a ella, pero los mayordomos se lo impidieron entre sonrisas.

– Venga con nosotros y veremos qué se puede hacer -sugirió uno de ellos.

Le pareció buena idea buscar ayuda en el interior de la casa. Se dejó conducir. A su espalda escuchó la voz de la señora declamando: Amada en el amado transformada. Quiso volverse para indicarle que así no se acentuaban esas palabras, pero ya habían llegado a la luminosa terraza.

La fiesta se encontraba en todo su apogeo. Rulfo cogió una fina copa de champán y deambuló con parsimonia de un salón a otro. Nunca había presenciado un acontecimiento de aquellas características, y lo más sorprendente era que nunca había deseado hacerlo. Pero, ahora que por fin participaba en uno, lo encontraba muy agradable, incluso sensual. Todo, desde los dibujos de las alfombras hasta el brillo satinado de los vestidos de las mujeres, le atraía. Temió al principio que alguien se burlara de él o adivinara que no estaba a la altura de las circunstancias, pero no sucedió nada de eso. Pronto se dio cuenta de que no solo lo admitían sino que, por sus expresiones y gestos, cabía deducir, incluso, que se preocupaban de su comodidad.

En uno de los salones sonaban valses en un piano de pared aporreado hábilmente por un tipo cuyo esmoquin resultaba algo grande. Los invitados dejaban las copas donde podían para lograr aplaudir. Otro hombre contaba chistes en francés coreado por carcajadas de placer. Rulfo se detuvo a escuchar, y de repente alguien se le acercó. Era una adolescente de pelo caoba ondulado y vestido de lentejuelas abierto por un costado. Sostenía una copa.

– ¿Se divierte?

Contempló aquellos ojos alegres, aquellos parpadeos aleteantes, aquel pequeño busto respirando en el borde del escote. Sonrió.

– Muchhho. -Aún se sentía un poco torpe, y eso le hizo enrojecer.

Pero a la adolescente no parecía importarle un rábano su forma de hablar. Se acercó más y, para su sorpresa, hundió los carnosos labios en los suyos. El beso fue más que agradable: despertó en él un inmediato deseo sexual. Le devolvió el juego de lenguas y de repente le pareció que podía hacerle el amor allí mismo, sobre la alfombra, delante de los invitados. La cogió del talle, pero la muchacha se alejó riéndose en un tono cantarín, ligeramente burlón, haciendo oscilar su delicada pedrería. A él no le ofendió aquel comportamiento. Pensó que era el más adecuado, teniendo en cuenta las circunstancias. Se trataba de una fiesta, no una bacanal. La gente se divertía pero no hacía nada incorrecto. Sin embargo, el contacto con la chica le había excitado. Decidió seguirla.

Se deslizó por la puerta y accedió a otro salón con mesas de bufé. Pero había demasiada gente y no lograba ver a la joven. Paseó junto a las mesas. Le ardían las mejillas. Le escocían. Recordó vagamente que alguien había dibujado o escrito algo sobre ellas, pero no recordaba qué. Le pareció gracioso.

De improviso descubrió a la adolescente al otro lado de las mesas, tras un zigurat de canapés. Ella le sonreía. Decidió que era muy bella. Algo estrábica, quizá, pero sus ojos destellaban como luceros y sus labios parecían peonías de sangre. Estaba llevándose a estos últimos una especie de bayonesa donde la cidra se derramaba por el borde. Mientras masticaba se alejó sin dejar de mirar a Rulfo, tamborileando sobre la mesa con sus pequeños dedos, como si estuviera dudando acerca de qué otra vianda elegir, y desapareció por una puerta remota. Esta vez no irá muy lejos, pensó él, divertido.

Alguien había empezado a recitar algo en el salón: La elipse de un grito /va de monte /a monte. Creyó reconocer un poema de Lorca pero no le prestó atención. Llegó a la puerta y descubrió un pasillo alfombrado. Al fondo, otra puerta se cerraba con un centelleo de lentejuelas. Sonrió y se dirigió hacia allí. Al abrirla encontró algo inesperado.

Oscuridad absoluta, densa, impenetrable.

Balbució algunas palabras, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, desde algún lugar le llegó un ajetreo de sedas arrojadas al suelo. Aquella simple percepción le hizo jadear. Sin importarle la enorme tiniebla, entró y cerró la puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de una habitación pequeña. No descubrió interruptores. Dio un paso, luego otro. Tuvo la certeza de que la muchacha lo aguardaba allí dentro, desnuda. Sintió moverse algo a sus pies. Acercó la punta del zapato y tropezó con un objeto recio. Se agachó y lo tocó: textura de ropaje, dureza de lentejuelas. Sin embargo, la muchacha no se lo había quitado, obviamente, porque el vestido se movía. Pensó que podía ser la zona de la cintura, pero resultaba demasiado estrecha, larga y fría, y se deslizaba bajo la palma de sus manos.

Todo aquello le inquietó. Se levantó y retrocedió buscando la salida. A su espalda escuchó, inesperadamente, la voz de la chica, al tiempo que una risita:

– ¿Adónde vas…?

Pero él ya había abierto la puerta y salía, tambaleante, a la claridad. No comprendía lo que había ocurrido y no le importaba. Deseaba vivir otras experiencias. Aquella fiesta resultaba, en conjunto, ciertamente inusual, pero muy agradable.

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