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– ¿Cómo lo sabe?

– Lo he visto. Puedo demostrárselo.

Ballesteros se reclinó en el asiento y respiró hondo.

– Escuche, me queda todavía una hora de trabajo. ¿Qué le parece si regresa dentro de, pongamos, una hora y diez minutos y charlamos con tranquilidad?

El hombre permaneció un instante mirándolo. Luego, sin decir nada, dio media vuelta y salió. Una hora y diez minutos después se oyeron golpes en la puerta. Ballesteros, que acababa de despedirse de la enfermera, dijo: «Pase».

– Lamento haber interrumpido su consulta esta tarde -murmuró el hombre al entrar, algo cohibido.

– Es igual. Tiene usted un aspecto deplorable. ¿Ha seguido con la pesadilla?

– No, pero apenas he dormido. He pasado la noche frente al ordenador.

– Siéntese y cuéntemelo todo.

Rulfo depositó una pequeña carpeta sobre la mesa. Ballesteros se preguntó por un momento -solo por un momento- si aquel tipo en el que aún confiaba podía estar mal de la cabeza. A lo largo de su carrera había visto ejemplos más sorprendentes.

– La casa está aquí, en Madrid, en una urbanización de las afueras.

– ¿Cómo sabe que es la misma?

– Es la misma.

los hechos

– ¿Ha ido a ella?

– No, aún no.

– ¿Dónde la ha visto entonces?

los hechos fueron éstos

Rulfo abrió la carpeta y sacó varios papeles impresos. Lo deslizó todo por encima de la mesa hacia Ballesteros.

– He ido coleccionando noticias. Le advierto que los detalles son desagradables.

– Estoy acostumbrado a los detalles desagradables. -Ballesteros se caló sus gafas de lectura.

Los hechos fueron éstos.

La noche del veintinueve de abril, M. R. R., de veintidós años de edad,

Fotos.

tras penetrar en el número tres de Vereda de los Castaños, propiedad de

Una foto de la víctima.

Una sonrisa.

Una casa de columnas blancas.

Casi todos los reportajes habían sido extraídos de páginas web y la calidad de la impresión era mediocre. Pero el texto suplía ampliamente lo que las fotos ocultaban. Incómodo, Ballesteros miró a Rulfo por encima de las gafas.

– Creo recordarlo. Fue un crimen espantoso, como tantos otros. ¿Y qué?

– Es el crimen con el que vengo soñando desde hace dos semanas.

– Pudo haber visto la noticia. Aquí dice que sucedió la noche del veintinueve de abril de este año. No hace ni seis meses todavía. Y la dieron por televisión.

– No me interesan las noticias. Le juro que jamás supe nada sobre esto hasta que empecé a soñar.

Ballesteros se mesó la barba, pensativo. Luego señaló una de las fotos.

– ¿Es ella?

– Sí. Es la mujer con la que sueño. La que me pide ayuda. Se llamaba Lidia Garetti. Era una italiana de treinta y dos años, rica, soltera, que vivía en Madrid desde hacía tiempo. No la conozco. No la había visto nunca antes y jamás había oído hablar de ella.

Rulfo miraba fijamente a Ballesteros, como desafiándolo a mostrarse incrédulo. El repunte de un escalofrío, una ligera bocanada de terror, se abrió paso entre hormigueos por la espalda y la nuca del médico. De nuevo volvió a preguntarse si aquel tipo estaba en sus cabales, si no se trataba todo de una broma o de la obsesión enfermiza de un desequilibrado. Pero algo le impulsaba a confiar: quizá aquella mirada castaña que revelaba mucho más miedo que todo el que él pudiera sentir.

– ¿Y el chico que la asesinó? -Indicó otra foto.

– Tampoco lo había visto nunca. Era un joven drogadicto llamado Miguel Robledo Ruiz, con antecedentes penales por pequeños hurtos.

– A saber por qué se le ocurriría cometer esta atrocidad de repente… -murmuró Ballesteros-. Se volvería loco… ¿Y qué me dice de su acuario de luz verde?

Rulfo negó con la cabeza.

– Nadie lo menciona.

– ¿Cómo ha conseguido tanta información?

– Vi una imagen de la casa en televisión. Fue anoche, por casualidad. Ofrecían un debate sobre el mal y, para ilustrarlo, mostraban noticias de crímenes recientes. llamé a la cadena que emitía el debate y obtuve algunos nombres. Luego busqué en la red. Fue un asesinato bastante morboso y ocurrió hace poco, de modo que había muchos datos disponibles.

– En cualquier caso, el crimen ha sido resuelto y el culpable está tan muerto como las víctimas. Aquí mismo lo dice -Ballesteros depositó un índice grueso sobre los papeles-: Robledo se cortó las venas después de quemar los trozos del cuerpo de esa pobre italiana en el jardín… La policía encontró su cadáver en la casa, junto con los de las criadas y los restos carbonizados de la dueña… No tenía cómplices, no hay nada más que hacer… ¿Por qué…? -Se detuvo de repente al comprender que estaba a punto de preguntar una incoherencia; algo parecido a: «¿Por qué le pediría ayuda a usted esa mujer?»-. No, no, no: estoy seguro de que todo esto tiene una explicación muy sencilla…

Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Por la ventana penetraba una luz grisácea. La puerta de la consulta se abrió en ese momento y un vigilante de seguridad advirtió que el ambulatorio iba a cerrar. El médico se dio por enterado con un gesto. Cuando volvieron a quedarse solos, preguntó:

– ¿Por qué ha venido a contármelo?

Rulfo se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá por una especie de do ut des: tú has hecho aquello, yo hago esto… Puede llamarlo reciprocidad. Usted me ayudó ayer: me dijo que mis pesadillas se debían a malos recuerdos. Yo he querido ayudarle hoy diciéndole que los malos recuerdos no lo explican todo. Y punto. Sé que no me cree, pero no me importa.

Ballesteros lo miró un instante. Entonces golpeó la mesa con el capuchón del bolígrafo, como si hubiese tomado una decisión.

– Debo irme. Pero esta tarde estoy libre. ¿Qué le parece si vemos esa casa de cerca? Aquí figura la dirección…

Comprobó, casi divertido, que por primera vez el sorprendido no era él.

– Yo pensaba ir, pero…

– Pues vamos juntos. Cogeremos mi coche. -La cara de Rulfo le hizo reír. Agregó-: Puede llamarlo reciprocidad.

El viaje fue silencioso. Rulfo solo despegó los labios para pedir permiso para fumar y, a ratos, guiar al médico a través del laberinto de alamedas solitarias con ayuda de un callejero. Ballesteros comprendió que no tenían nada de que hablar aparte del extraño tema que los había unido. Por otra parte, la ausencia de diálogo le permitió entregarse a la reflexión. A diferencia de Rulfo, él se consideraba un hombre cauto. Le asombraba la rapidez con que había empezado a confiar en aquel desconocido, así como lo insólito de su propia y repentina ocurrencia de visitar la casa. En lo relativo al primer punto, sin embargo, toda su experiencia profesional le aseguraba que Rulfo no estaba loco y no mentía. Podía estar engañado, pero no trataba de engañar a nadie: la palidez de su expresión era legítima y parecía encontrarse tan desconcertado, tan arrojado de lleno a lo incomprensible como él. En cuanto a su propia idea de venir a la casa… Bien, sospechaba que, a su edad, aún podía sorprenderse a sí mismo.

Era una urbanización de las afueras. Sus calles tenían nombres que evocaban cuentos de hadas: «Vereda de las Araucarias», «Calle de los Olmos»… Pero el paisaje, pese a la vegetación y el silencio, desmentía de inmediato aquella apariencia: muros enormes, verjas, vigilantes, alarmas y cámaras lo cercaban todo bloqueando la visión de las viviendas. Éstas, a su vez, se hallaban ocultas de forma muy variable, apenas un poco cuando eran pequeñas, casi invisibles en el caso de las grandes, como si el grado de intimidad fuera más lujoso que un sistema domótico completo.

La Vereda de los Castaños era una senda angosta flanqueada, en efecto, por castaños y alfombrada de hojas. La luz del atardecer era mortecina cuando Ballesteros estacionó su Volvo frente al número tres. Era el último número de la calle, de modo que formaba una especie de plazoleta consigo mismo. Un muro de considerable altura y una solemne puerta metálica se encargaban de desalentar a los curiosos. Ráfagas de viento removían las hojas pulsándolas delicadamente, como cuerdas de cítara. En algún lugar ladró un perro grande, quizá un dogo.

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