Литмир - Электронная Библиотека

– Víctimas… -repitió César-. Lo demás es banal. Existe un solo verso en todo Cavafis que puede producir ampollas de pus y fiebre alta, una estrofa de Keats que confecciona serpientes, un breve Neruda que estalla como una planta nuclear y una línea de Safo que provoca el imperioso e insoslayable deseo de violar a una niña pequeña. Pero ¿qué significan todas esas menudencias frente a esa escarcha? -Golpeó el borde de la fuente, como si se refiriera a ella-. ¿Qué significa todo eso en comparación con ese lago helado y frágil donde puedes hundirte cuando menos te lo esperas…? La realidad es leña, la poesía son llamas y ellas han descubierto cómo hacer fuego. Bien. Pero ¿y qué…? ¡Están en la prehistoria…! Debes abandonar la idea de un dios omnipotente. Son frágiles. Tan débiles como tú, pero con más miedo que tú. Han visto de cerca la cara de la realidad… ¿Y sabes cómo es la cara de la realidad?

César, ahora, hablaba entre gesticulaciones diversas: abría y cerraba las manos, alzaba los brazos, se encorvaba. Las muecas deformaban su rostro como si se tratase de una bolsa de plástico que albergara una rata dentro.

– Sospecho que no como la tuya -insinuó Rulfo.

– Es un cangrejo -dijo César pasando la burla por alto-. La cara de la realidad es un cangrejo: te atrapa, te hace trizas con las pinzas al tiempo que… que tú intentas… desesperadamente… entender qué significa, dónde diablos tiene la boca, los ojos… Solo ves una cosa tetralobulada que se abre y se cierra, pero lo mismo podría ser el ano. ¿Cómo vas a defenderte si ni siquiera sabes por dónde te tragará? ¿Recuerdas el chiste del perro y el ciego? Un ciego le ofrece una golosina a su perro y luego le da una patada en el culo. Un hombre que lo ve, le pregunta: «Oiga, ¿por qué le da usted una golosina al chucho y luego una patada en el culo?». Y el ciego responde: «Si no le diera una golosina, ¿cómo voy a saber dónde tiene el culo…?». ¡Ah, ah, ah, nadie sabe dónde tiene el culo la realidad, y ellas lo único que pueden hacer es ofrecerle golosinas…! Pensamos que son muy poderosas, pero ¿sabes qué es lo peor de todo…? ¡Lo peor de todo es que no hay nadie que sea realmente poderoso! -Su voz se había elevado varios semitonos hasta convertirse en un desagradable chillido de cochinillo en el matarife. De repente se llevó las manos al rostro y pareció sollozar-. ¡No sabes…! ¡Ignoras por completo lo que significa vivir así…! ¡Es preciso acostumbrarse…! ¡Se necesita una jerarquía estricta…! ¡Un orden rígido…! ¡Son como vestales…! ¡No pueden relacionarse con los ajenos, salvo por motivos de inspiración poética! ¡No pueden tener hijos! ¡No puede haber dos con el mismo cargo, pues prevalece la más antigua…! ¡Todo son reglas, reglas, reglas…! ¡O te vuelves completamente idiota o…! -De repente apartó las manos de la cara y se acercó a Rulfo. Sus labios brillaban con un extraño carmín y sus pupilas habían adelgazado hasta hacerse gatunas-. ¿Sabes lo que hizo Akelos…? ¿Sabes cuál fue su traición…? ¡Intentar ocultar a la criatura de esa descastada, de esa meretriz, de esa miserable…!

De repente Rulfo creyó comprender.

– La antigua Saga tuvo un hijo… -murmuró-. Por eso la expulsasteis, ¿no es cierto? Ésa fue la falta que cometió. Y Akelos la ayudó…

Un hijo. Las piezas encajaban. Raquel. El tatuaje.

César había dejado de hablar y permanecía inmóvil mirando a Rulfo, los labios pintados y deformados. Una espumosa columna de baba brotó por sus comisuras.

– ¿No tienes nada más que decir? -balbució.

– Sí, tengo otra cosa que decir. -Rulfo inhaló profundamente-. Quítate esa máscara de una vez, payaso. No te pareces a César ni por asomo.

De repente, de forma tan inmediata que su cerebro apenas lo consignó como un parpadeo, se dio cuenta de que, en lugar de César, tenía enfrente a la mujer obesa que lo había recibido al llegar, con su maquillaje histriónico, sus gafas, su jersey y su falda. Los ojos de la mujer eran dos puntos de luz buriel hendiendo la oscuridad.

– ¡Burro…! ¡Burro y maleducado! ¡No he terminado todavía…! ¡Abandonar a un caballero en mitad de una conversación es malo, pero abandonar a una dama es peor…! ¡Y yo soy ambos…! ¡Doble peor…! ¡Peorísimo…!

– Cuánto lo siento, señora.

Rulfo ya tenía pensada una estrategia y la mutación no le cogió por sorpresa. Arrojó el resto de la copa de champán a la cara de la mujer y se abalanzó sobre ella cerrando las manos en su garganta… Pero entonces escuchó un diminuto y veloz gusano de suaves palabras francesas deslizándose como un soplo por entre los labios pintados. Súbitamente, un dolor como jamás había sentido, erizado, cristalino, purísimo, tajante como un rayo, traspasó su estómago haciéndolo caer de rodillas en el césped, incapaz siquiera de gritar.

– Baudelaire -escuchó la lejana voz de la mujer-. Primer verso de «L'albatros».

La punzada cesó tan rápido como había aparecido y Rulfo pensó -supo con certeza- que, si volvía a repetirse, moriría.

Pero se repitió.

No una, sino dos y tres veces más.

Y ascendió. Comenzó a subir por su esófago azotando los lugares por los que pasaba con chispazos álgicos tan increíblemente intensos que el eco alcanzaba su cabeza y sus piernas, se reflejaba en el interior de sus muelas y sus rodillas, en las oquedades óseas de la frente y la nuca, y le pintaba estallidos de luz en las retinas.

Se retorció sobre la hierba gimiendo. Nunca había experimentado con tanta certidumbre la sensación de que iba a morir. Sus poros se habían abierto y soltaban el sudor a chorros. Pero, más que el dolor, lo que realmente le aterraba era lo otro.

Aquella horripilante percepción

de que algo vivo

subía por su tubo digestivo.

Quiso vomitarlo y no lo logró.

– ¿Conoce el poema, caballero…? Compuesto en 1856, isla Mauricio, inspirado por la hermana Veneficiae… Recitado como acabo de hacerlo produce un efecto divertido, pero, si se recitara como un bustrófedon, al derecho y al revés, ¡entonces sí que íbamos a reírnos…! ¿Me está escuchando, caballero…? ¡A estas alturas ya debería saber que odio que no me escuchen…!

Rulfo recibió la patada sin apenas enterarse. Algo mucho peor atraía completamente su interés. La cosa que le provocaba las espantosas punzadas estaba cruzando su faringe. Dejó de respirar. Se atoró. Por un instante creyó que se asfixiaría. Un enloquecedor segundo después, la sintió saltar como una bola áspera sobre la lengua acompañada de una amarga oleada de bilis y otra campanada de dolor, esta vez en la úvula. Supo de inmediato de qué se trataba: un bicho enorme. Lo arrojó fuera, abriendo la boca todo lo que pudo.

Un escorpión negro, absurdamente grande, cayó a tierra panza arriba, se enderezó y siguió su camino perdiéndose en la hierba. Tras escupir varias veces y lograr un breve vómito, Rulfo empezó a encontrarse mejor. Aún le dolían las picaduras pero intentaba pensar que todo había sido una alucinación. Se repetía una y otra vez que era imposible que un engendro así hubiese caminado por su tubo digestivo.

Un zapato de tacón tamborileaba cerca de su nariz.

– Estoy impaciente por ser escuchada. Reclamo mi derecho a ser escuchada.

Levantó la cabeza. Una montaña de pechos y falda se inclinaba sobre él con semblante indignado, el símbolo del macho cabrío balanceándose del enorme cuello.

– Primero: no vuelva a intentar lo que intentó antes. Segundo, y más importante: escúcheme siempre con atención, con pasión, con deleite… -De repente el rostro de la mujer se distendió. Los labios de carmín sonrieron y los ojos untados en rimel se abrieron desmesuradamente-. Baudelaire dijo una vez que, al beber aguardiente, sentía como si un escorpión le paseara por las entrañas. ¡Pues resulta que era cierto…! -Lanzó una risita cristalina-. ¿Quiere apoyarse en mi brazo…? ¡Qué pálido está…! ¿Un poco de ponche, quizá…? ¿Le apetece…? Vamos, acompáñeme…

47
{"b":"100418","o":1}