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– ¿Dónde está Susana? -preguntó Rulfo, luchando por aclarar sus pensamientos.

La mujer se detuvo y lo miró con expresión azorada, casi cómica.

– No diga esas cosas, por favor. Seamos discretos. Esta noche podremos hablar con calma. Mientras tanto… -Se puso un dedo en los labios. La uña tenía color de fresa-. Chitón. Lo mejor es reservarse. Aquí, las paredes oyen. De hecho, a veces hasta. responden. -Rió mostrando una dentadura teñida de carmín-. ¿Puedo apoyarme en su brazo…? Gracias. Me duelen los pies una barbaridad. Estos zapatos me están matando… Ah, mire, un rapsodomo. -Indicó el interior de una cámara sin ventanas cuya única puerta se abría a la galería. Dentro había oscuridad, pero podían distinguirse densos cortinajes y suelo alfombrado. Rulfo pensó que era una réplica bastante fiel de la habitación azul de Lidia Garetti. Las mariposas entraban y salían de ella como confeti policromo-. En el interior de los rapsodomos el recitado sale mucho mejor, porque el sonido es más puro… Esta casa es un panal de habitaciones vacías… ¿Sabe que me gusta su barba, caballero…? A mí me habría encantado tener una barba así, pero también unas tetas más pequeñas. Lamentablemente, lo único que he conseguido es un trasero más o menos digno. Es bonito pasear con usted. Deberá prepararse para la fiesta. Y espero que me pida el primer baile, ¿prometido…?

– ¿Qué fiesta?

– ¿No se lo dije ya? -La mujer parecía repentinamente irritada-. ¿O es que no me escucha…? ¡Odio que no me escuchen…! ¡La fiesta de esta noche…!

– ¿Raquel también está aquí?

– Es usted un burro. Muy guapo, pero muy burro. Le suplico que no insista más.

La mujer dobló la esquina en el recodo final tirando del brazo de Rulfo. El jardín y la galería proseguían, pero su guía se detuvo ante una puerta cerrada, sacó una llave y la abrió, revelando una reducida cámara con hedor a aseo público. Parecía, en verdad, un cuarto de baño que no hubiera sido limpiado durante meses. En las tinieblas del fondo se removía una sombra.

Era Susana.

Rulfo se apartó de la extravagante mujer obesa, entró en la cámara y se arrodilló junto a ella.

– ¿Te han hecho daño?

Susana negó con la cabeza. Se mordía las uñas. Su ropa estaba sucia y el abrigo rojo había sido arrojado a un lado, pero ella parecía indemne.

– Me sabe mal tener que abandonarles -dijo la mujer en tono cantarín, de pie en el umbral-, pero… ah, el deber es el deber. Y yo soy la encargada de prepararlo todo. Qué calor dan estas enaguas… Les veré por la noche, en la fiesta. Recuerde que me ha prometido el primer baile -agregó, y se marchó cerrando la puerta con dos vueltas de llave.

Existían hendijas en las paredes que dejaban pasar la luz, de modo que la oscuridad no era completa, pero el aire viciado de la reducida cámara resultaba agobiante. Rulfo se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo, junto a Susana.

– ¡Es asquerosa…! -murmuró ella, mordiéndose los dedos-. ¡Me… Me da náuseas esa tía…!

– Y a mí.

– ¡Es una babosa! ¡Es repulsiva! ¡Es…! -Cambió de dedo y eligió el meñique. Mordió desesperadamente.

– No van a hacernos nada, Susana, tranquilízate. Solo quieren la figura… Esa figura que sacamos del acuario, ¿recuerdas lo que os conté…? Solo quieren eso. Luego nos dejarán libres.

Se preguntaba por qué Raquel le había mentido. Estaba seguro de que había sido ella la que había fabricado la imago falsa con uno de los muñequitos de plástico de su hijo y cera derretida. Recordó las velas consumidas que había visto en su casa y la frase del niño refiriéndose a sus figuritas: Falta una. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Y por qué no le había dicho nada?

Se volvió hacia Susana pensando que en aquel momento lo que importaba era tranquilizarla.

– No te muerdas más los dedos,. te vas a hacer daño…

– Nnnno…

– ¡Tienes que controlarte! -Se enfadó Rulfo, quitándole la mano de la boca.

La reacción de ella le sorprendió: se soltó con un violento tirón y llevó de nuevo los dedos de la mano derecha a los dientes, como un depredador hambriento al que hubiesen intentado apartar de la comida.

– Me han hechhhho algggggo -masculló mientras mordía, señalando su vientre con la otra mano.

Rulfo sintió un golpe de hielo en las entrañas. Alzó el borde inferior del jersey de Susana y se inclinó. Pese a la relativa oscuridad, la alimaña del verso, negra y brillante, aferrada a la piel blanca, era legible.

0 rose thou art sick

William Blake. A César le apasionaba Blake, el misterioso poeta y grabador inglés. ¿No había sido inspirado por Maleficiae, la número seis, la dama andrógina del símbolo del macho cabrío? ¿Era ése el símbolo que había visto colgando del cuello de la mujer pintarrajeada? Pero en aquel momento tales datos no le preocuparon.

– ¿Cuándo te lo escribieron?

Ella contestó entre gañidos, clavando los dientes en las uñas de los dos dedos centrales.

– … despertarmmmme… Aquí…

– ¿Y, desde entonces, no puedes… parar… de morderte? -Rulfo le palpó el resto de los dedos de aquella mano y se estremeció: el pulpejo bajo las uñas, hinchado y carnoso, estaba casi descubierto y sangraba; los dedos se agitaban como pequeños animales ciegos.

Intentó pensar con rapidez. Solo Dios sabía hasta dónde podía llegar el poder de aquella filacteria. Solo Dios sabía cuándo cesaría. Un reguero de sudor helado le corría por la espalda.

– Escúchame atentamente, Susana… Tranquilízate y escúchame. -Ella asintió con la cabeza sin abandonar su minuciosa tarea-. Los versos producen cosas. ¿Recuerdas lo que César nos contó sobre el poder de la poesía…? Te han escrito un verso y eso te obliga a… a que hagas lo que estás haciendo. ¿Me has entendido…? -Ignoraba si lo estaba explicando bien y tampoco sabía por qué debía explicarlo. Pero le parecía vital que ella razonara lo que le sucedía. Susana asintió de nuevo-. Bien, entonces vamos a hacer algo: te ataré las manos a la espalda, ¿de acuerdo…? No te haré daño, te lo juro.

Mientras hablaba, Rulfo cogió su chaqueta. Pero las mangas no eran muy largas. Entonces observó el abrigo de ella en el suelo. Tenía cinturón. Eso serviría. Se volvió hacia ella.

– Vamos, dame las manos… Susana, ¿me oyes…? Dame las manos…

Ella asentía sin obedecerle. Comprendió que tendría que emplear la fuerza. Le apartó a duras penas los dedos de los dientes. La escasa luz de la celda bastó para mostrarle que los destrozos habían llegado ya hasta la piel de las falanges. Susana debía de estar sintiendo un dolor atroz, pero, pese a todo, se opuso desesperadamente a su intento. Forcejeó, persiguiendo la mano con la boca abierta. Él le sujetó los brazos y la hizo girar hasta colocarla bocabajo. Entonces cogió el cinturón y le ató las muñecas a la espalda apretando bien el nudo, aunque se aseguró de que no le impedía la circulación de la sangre. Cuando todo terminó, le acarició el rostro sudoroso y despejó el cabello de su frente.

– ¿Estás mejor?

– Suéltame.

– Susana…

– ¡Suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame.…!

Un repentino llanto la interrumpió.

– Susana, escúchame: vamos a hablar, hablemos un rato, ¿de acuerdo? -Volvió a subirle el jersey, empapó la mano en saliva y la frotó sobre el verso. Sabía que era un intento inútil, pero no se le ocurría otra cosa-. Vamos, háblame, dime algo…

– No quiero mordeeeerme… -sollozó ella.

– Claro que no. Y no lo harás. Confía en mí.

– Salomón, eres el mejor hombre del mundo -la oyó murmurar-. El mejor de todos. Eres… ¡Por Dios, Salomón, déjame una sola mano libre! ¡Por favor, voy a volverme loca! ¡Una sola mano…!

– Ssshh, calma. Sigamos hablando. No estoy de acuerdo contigo: soy un egoísta… -El verso estaba casi borrado, pero seguía sin creer que ello sirviera de algo. Supuso que lo importante a partir de aquel momento era distraerla-. Y tú ni siquiera eres egoísta. Te lo demostraré. ¿Sabes por qué estás aquí? Porque te preocupaste por mí. Escuchaste lo que dije en aquella pesadilla y decidiste… -La voz se le quebró en mitad de una palabra. Reprimió un sollozo-. Decidiste seguirme… Estabas preocupada por mí…

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