La cita sería dentro de tres días, pero no se lo había dicho. Incluso le había dado a entender, al separarse de él en el aeropuerto, que quizá no volvieran a interesarse por ellos. Pero sabía que César no le había creído.
Pasó el resto del sábado encerrado en su apartamento. Por la tarde se acostó en la cama con la botella de whisky en la mano, aunque se levantó varias veces, tambaleante, para revisar el bolsillo de su chaqueta y cerciorarse de que la figura seguía allí. Nunca se separaba de ella: pensaba que era lo único que podía salvarle.
Solo podrán recuperarla si se la entregamos.
¿Y si no lo hacía? ¿Y si la usaba como moneda de canje para conseguir que aquellas criaturas lo dejaran en paz? Más aún: ¿y si no acudía a la cita?
Nos matarán. Pero no lo harán con rapidez
Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite.
¿Y si se reunía con Raquel y huían juntos llevándose la imago con ellos? ¿Y si las amenazaba con destruir la figura? Pero ¿cuánto tiempo podría resistir de ese modo…?
No son seres humanos. Son brujas.
Volvió a llevarse la botella a los labios. El mundo se estaba volviendo de un agradable color ámbar.
Si acudes a esa cita, te matarán.
¿Y si luchaba? ¿Y si les oponía resistencia? ¿Y si se enfrentaba a ellas? Pero, por Dios, ¿de qué forma? Un verso cualquiera podría dejarlo indefenso. ¿Por qué Lidia Garetti no lo ayudaba ahora?
Rauschen. Sus investigaciones. Aquello que, quizá, había descubierto, la razón por la que había sido condenado a aquel tormento… César se lo había dicho: la única oportunidad que tenían era hallar lo mismo que Rauschen, pero usarlo mejor. Ahora todo dependía de que su viejo profesor pudiera encontrar una pista en aquellos archivos.
Cerró los ojos con esa esperanza.
Se trataba, sin duda, de una clínica privada. Sus puertas de cristal estaban flanqueadas por dos pequeños abetos de aspecto navideño, y se abrían ante la silenciosa orden de una célula fotoeléctrica. Rulfo las cruzó y entró en el vestíbulo. Otra figura entró con él. Miró en esa dirección y se vio a sí mismo reflejado en un gran espejo. Comprobó que se hallaba completamente desnudo, pero no le extrañó en absoluto. Estoy soñando, se dijo.
Llegó al fondo del vestíbulo y escogió un pasillo. Se detuvo ante la puerta de la habitación número trece (tenía el número escrito sobre ella). La abrió.
Era un cuarto pequeño. Su luz procedía de algún lugar indeterminado del cielorraso. No había muebles ni decoración alguna. Hacía frío. Un frío extraño: una gelidez que se incrementó cuando dio algunos pasos por el interior. ¿Por qué aquella habitación, desnuda como él mismo, le provocaba tanta aprensión? Sospechó que no era solo por la baja temperatura, pero no pudo advertir otra causa evidente. Se hallaba vacía y no parecía amenazadora.
Otro espejo en la pared del fondo duplicaba su figura. Se frotó los brazos, y el Rulfo del azogue lo imitó. Nubes gemelas de vapor manaron de sus bocas.
Se aproximó al espejo y se situó tan cerca del cristal que, en un momento dado, su aliento borró sus propios rasgos con un vaho de platino puro. Contuvo la respiración, y la mancha de niebla fue empequeñeciéndose, pero, tras ella, no volvió a aparecer su rostro sino el de Lidia Garetti. Vestía el traje de noche tubular de solapas fucsias de su retrato y la araña dorada brillaba entre la suave ondulación de sus senos menudos.
– El paciente de la habitación número trece lo sabe -dijo, mirando a Rulfo con fijeza. Sus ojos azules despedían tanta luz que parecían formar parte del cristal.
– Lidia… -Rulfo tendió una mano, pero sus dedos no palparon piel sino el obstáculo impenetrable de una superficie vidriada.
– El paciente de la habitación número trece -repitió ella, retrocediendo-. Búscalo.
– ¡Espera…! ¿Qué quieres decir…?
Lidia Garetti se alejaba en la oscuridad, al fondo del reflejo.
De repente Rulfo comprendió que ella hubiera deseado quedarse y explicarle más cosas, pero algo se lo había impedido. Otra presencia que se encontraba allí, a su espalda, dentro de la habitación.
El temor se aferró a sus músculos. Tenía tanto miedo que no podía volver la cabeza. Se sentía incapaz de mirar atrás. Hay alguien. El paciente de la habitación número trece. Detrás de mí.
un sollozo
Entonces sintió como si una mano le tocara el hombro con dedos helados.
un sollozo violento
Se volvió y vio lo que había tras él.
Un sollozo violento.
Se encontraba en su habitación. La botella de whisky medio vacía había rodado por el suelo.
No albergó duda alguna acerca de que aquello no había sido solo un sueño, de la misma forma que no lo habían sido los de la casa del peristilo.
Lidia Garetti le había enviado un nuevo mensaje.
Se vistió frente al espejo. La ropa que habían comprado le sentaba muy bien. Esa mañana se puso un jersey de lana violeta y unos vaqueros. Para el niño eligió un polo marrón oscuro y pantalones de pana. Luego se peinó el largo pelo negro. No se lo recogería: eso le recordaba malos momentos. Ahora todo había cambiado.
El espejo le devolvía la imagen de una muchacha alta y hermosa. La imagen de siempre. Pero ella ya no vivía encerrada en esa apariencia.
Asomaba a los ojos.
En ellos podía contemplar su verdadero aspecto. Nada ni nadie volvería a hacerle daño, a humillarla. Patricio estaba muerto. Su hijo y ella se hallaban libres.
Contempló al niño. Jugaba con las figuritas de plástico en el suelo de la habitación, de espaldas a la aún incierta luz de la ventana. Nunca sonreía, pero ella no necesitaba que lo hiciera. A su modo, él era otro espejo: en aquella mirada azul y aquellas facciones que no se parecían en nada a las suyas podía verse reflejada. Y se percataba de que el pequeño también la veía así. Ya no se limitaba a mirarla en silencio como si fuera una extraña. A ratos, le hablaba con ternura. Parecía haber percibido su transformación con la misma intensidad que ella.
Ahora lo que más le preocupaba era que Lidia le dijera, a través de los sueños, qué otra cosa debía hacer. Estaba segura de que formaba parte de un plan, y quería saber cuál era. Había mentido al hombre para evitar su interrogatorio: en realidad, no había soñado nada más. Sin embargo, tenía la convicción de que sus intuiciones eran ciertas, de igual forma que la habría tenido de poseer un rostro aunque hubiese carecido de espejos que se lo confirmaran. Y había mentido también en otra cosa, más importante. Esperaba que su arriesgado engaño surtiera efecto.
Se contempló una vez más, cerciorándose de que no parecía distinta a cualquier otra chica. No quería resultar llamativa. Tras ella, reflejados en el cristal, podía distinguir la ventana abierta, el aparcamiento y la carretera a la luz del amanecer, con la silueta de un pequeño pueblo subrayando el horizonte. La habitación se hallaba en la primera planta del motel y era muy modesta, pero a ella le parecía palaciega en comparación con el lugar donde habían vivido hasta entonces. Llevaban allí cinco días y aún no se habían atrevido a salir. O casi. Siguiendo el consejo de Rulfo, ella siempre daba un breve paseo antes del anochecer, aunque regresaba pronto. Sin embargo, esa mañana pensó que quizá saldría con el niño. Los ojos del pequeño se estaban habituando cada vez más a la claridad, y las horas tenues del alba serían ideales. Sí, disfrutaría paseando con su hijo mientras el sol despuntaba sobre los campos. Sin duda, constituiría para ambos una maravillosa experiencia.
Estaba a punto de sugerírselo cuando