Arriba, abajo.
Era una idea irracional. La niña no podía haber entrado en aquel sótano sin que él lo hubiese percibido. De hecho, estaba convencido de que la puerta se hallaría cerrada con llave.
Arriba, abajo.
Pese a todo, supuso que no perdía nada con probar. Bajó la pequeña escalera e hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada.
Se trataba, en efecto, del cuarto de los contadores. Un mecanismo repicaba programado para apagar en poco tiempo el alumbrado del vestíbulo. La habitación era minúscula, y, a diferencia del desván, visible en su totalidad debido a la bombilla que colgaba del techo y que Rulfo encendió pulsando una llave en la pared. Un cubo y varios accesorios de limpieza se aglomeraban en una esquina. Olía a lejía y a moho.
La niña no estaba allí.
¿Y a su espalda?
Se volvió, preparado para verla. Pero se había equivocado otra vez. No había nadie. Respiró hondo, empujó la puerta para cerrarla
y descubrió
a la niña de pie
en el cuarto de los contadores, bloqueando con su cuerpecito la visión de las cosas que una fracción de segundo antes había contemplado sin ningún impedimento. Sofocó un grito, como si hubiese sorprendido la presencia de una tarántula en algún rincón familiar. Le pareció que el aire se había coagulado para formar aquella figura menuda.
La niña ya no sonreía.
– ¿Por qué las buscas?
La luz de la bombilla le permita contemplarla mejor que nunca. Era algo mayor de lo que había supuesto, unos once o doce años, con el cabello rubio derramándose en apretados mechones sobre sus hombros y los ojos azul aciano, de escleróticas casi vacuas. El vestido, verde oscuro con esclavina blanca, estaba roto en varios lugares, particularmente en la falda, a través de cuyas aberturas se distinguían unas piernecitas rectas y flacas. El medallón dorado tenía la forma de una rama de laurel. La pelota roja que sostenía formaba un curioso contraste con el verde del vestido y con la piel, blanca como nada que Rulfo hubiese visto antes, de una albura de mineral frío, de ácido bórico, donde los hilos de las venas destacaban como las fisuras de una porcelana rota y vuelta a pegar.
Era inmensamente bella.
– ¿Por qué las buscas? -repitió la voz bien timbrada, sin énfasis.
– Quiero conocerlas -murmuró.
La niña se movió de nuevo. Avanzó hacia él. Rulfo le dejó paso. Recordó un regalo que sus padres le habían hecho cierta vez: una especie de juego de preguntas básicas con una pequeña figura que señalaba con un puntero las respuestas correctas sobre un papel gracias a la presencia de un imán. Pensó en aquel momento que la niña se comportaba igual. No había emoción alguna en sus gestos: él respondía y ella iba de un lugar a otro. La diferencia era que ahora ignoraba si sus respuestas eran correctas.
Baccularia. La que Invita.
La niña salió a la calle y Rulfo la siguió. Hacía frío. La vio detenerse en la acera, abrazando la pelota roja.
– ¿Cómo las buscas? -preguntó cuando él se acercó.
Son preguntas rituales. Es como si valorara si puedo ser «invitado».
– Siguiéndote a ti -dijo Rulfo sin asomo de duda.
En ese instante, la niña atravesó la calzada y empujó una doble puerta de gran tamaño situada frente al edificio. A Rulfo le pareció un viejo garaje, pero, al alzar la vista, pudo leer el letrero de bombillas apagadas que colgaba de la entrada: «Teatro».
Se acercó y se asomó al interior. Contempló un vestíbulo polvoriento. Al fondo vio otra puerta batiente de donde provenía cierta luz. La niña había desaparecido. Avanzó hacia allí, abrió la puerta y penetró en una sala de pequeño aforo con un escenario invadido de andamios y pivotes de metal. Las luces del escenario estaban apagadas, solo brillaban tenuemente las del patio de butacas. Había otra persona en el teatro: un hombre sentado en primera fila, en el extremo de la derecha. El silencio casi parecía un presagio. Rulfo caminó por el pasillo y, al llegar a la primera hilera, observó al desconocido. Era de edad madura, pelo cespitoso y grisáceo, gafas de montura dorada y una semibarba favorecedora. Vestía con elegancia: chaqueta de mezclilla azul, camisa a rayas azules y corbata amarilla.
– Siéntese, señor Rulfo -ofreció el hombre sin mirarle, educadamente, indicándole la butaca contigua.
No le intrigó demasiado que conocieran su nombre y se comportaran como si estuvieran esperándolo. Obedeció. Erguido y rígido contra el respaldo, el hombre siguió hablando sin mirarle, en un tono mecánico.
– ¿Qué desea de ellas?
Rulfo creyó que empezaba a comprender aquel juego de preguntas y respuestas.
– No sé -contestó-. ¿Quizá conocerlas…?
El hombre sacudió la cabeza.
– Oh, no, no, no. Son ellas las que quieren conocerle a usted. Así funcionan las cosas: siempre son ellas las que quieren y nosotros los que obedecemos… Le advierto que es todo un honor. Nadie accede tan pronto. Pero a usted van a abrirle la puerta. Es un gran honor para un ajeno.
– ¿Qué tiene usted que ver con ellas?
– Todos tenemos algo que ver con ellas -replicó el hombre-. Mejor dicho, ellas son parte de todo. Pero, en su caso, no se haga muchas ilusiones: usted tiene algo que les pertenece, y ellas desean recuperarlo. Así de fácil.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó, aunque sospechaba de qué se trataba.
– La imago.
– ¿La figura que sacamos del acuario?
– Claro, qué otra cosa va a ser, me sorprende usted. -Mientras hablaba, el hombre sonreía. Pero, al estudiar mejor su expresión, Rulfo se dio cuenta de que era forzada: como si alguien lo encañonara por la espalda-. ¿Puedo preguntarle qué han hecho usted y esa chica con la imago, señor Rulfo?
Rulfo meditó su respuesta. No quería revelar que la figura se hallaba en casa de Raquel.
– Ya que lo saben todo, ¿por qué no saben también eso?
– La imago debe seguir dentro del saco de tela, bajo el agua -dijo el hombre eludiendo la respuesta-, en completa anulación. Es muy importante. Devuelva la figura, y todo irá bien… Ellas le dirán cuándo y dónde se reunirán con usted. Pero quieren hacerle una advertencia más -continuó, en el mismo tono impersonal-. A la cita solo podrán acudir usted y esa chica con la figura. ¿Me ha comprendido, señor Rulfo? Deje a sus amigos fuera de esto. Este asunto solo concierne a usted, a esa chica y a ellas. ¿Me he explicado con claridad?
– Sí.
Se estremeció. ¿Cómo sabían que acababa de hablar con César y Susana?
Entonces el hombre se volvió hacia Rulfo por primera vez y lo miró.
– Ellas quieren que le diga que yo las traicioné una vez… y mi hija pagó las consecuencias. Mi nombre es Blas Marcano Andrade, soy empresario teatral.
Como si esas palabras fueran la señal acordada, una fastuosa orquesta de músicos invisibles iluminó de metales el escenario al tiempo que estallaban candilejas cegadoras. Entonces una silueta apareció por un lateral. Era una adolescente de pelo castaño y cuerpo delgado. Vestía una ceñida malla color carne y aparentaba unos quince o dieciséis años. Sus facciones mostraban cierta vaga semejanza con las de Marcano. Adoptando una graciosa postura, se inclinó y saludó como si el teatro se hallara repleto.
– Ésa era mi niña -dijo Marcano en un tono distinto, como si por primera vez se le hubiese permitido mostrar sus emociones.
La muchacha saludaba y repartía besos a la platea, entre bellos cimbrados, al ritmo de un vals estridente, pero, mientras la observaba, la mente de Rulfo se anegó con una inusitada y espantosa certidumbre.
Estaba muerta.
Se inclinaba, sonreía, besaba el aire,
pero estaba muerta.
Aquella chica había muerto. Lo supo en ese preciso instante.
La joven terminó de saludar e hizo mutis por el mismo lateral por el que había entrado. Entonces la música finalizó con un golpe abrupto de platillos y el escenario volvió a quedar a oscuras.