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El techo era ella. Su cuerpo desnudo se inclinaba sobre él. Hebras de pelo azabache le rozaron la mejilla. Debes irte ahora, le decía. Acariciaba su torso y le hablaba desde tan cerca que él no necesitó incorporarse para volver a probar su boca.

– Debes irte -repitió ella cuando separaron los labios.

No lo rechazaba, no le obligaba a nada, solo le rogaba. Pero en su petición destellaba una ansiedad que él quiso respetar.

– ¿Cuándo podré verte otra vez?

– Cuando quieras.

– Necesito verte -insistió Rulfo-. Necesitamos vernos.

– Sí.

Aún era de noche, pero la tormenta había cesado. Luego de asearse un poco, a tientas, en un minúsculo y gélido cuarto de baño, Rulfo regresó al dormitorio, coleccionó su ropa y se vistió. Ella lo guió de vuelta por el pasillo. Sus alientos derramaban vapor mientras caminaban y él volvió a preguntarse cómo podía soportar la muchacha la desnudez en aquella cueva. Le parecía obvio que también recibía clientes allí, a juzgar por los espejos, pero maldijo en silencio a quien le hubiese facilitado semejante tugurio para vivir. Aparte del comedor, una cocina casi incrustada en la pared y aquel dormitorio, el apartamento disponía de otra habitación, pero su puerta, que daba al pasillo, estaba cerrada. Poco antes de llegar a ella, la muchacha giró y volvió a besarlo. Siguieron besándose mientras caminaban. Al llegar a la entrada principal, ella se apartó.

– Iré hoy mismo a ver a ese amigo que te conté -dijo Rulfo-. Y ya hablaremos.

– Sí.

De pie en el umbral, las manos en los costados, las anillas de los pechos destellando con la respiración, la muchacha lo observaba en silencio.

Rulfo le pidió el teléfono. Hubo un rápido intercambio de números en un papel que ella anotó y dividió por la mitad. Cuando él dejó de verla y salió al patio, fue como si anocheciera en sus ojos. Se dio cuenta de que lloviznaba. Un desagradable hedor se alzaba desde la calle.

Al llegar a Lomontano y hurgar en los bolsillos de la chaqueta, comprobó que llevaba únicamente la foto y el papel: había olvidado la figura y el saquito de tela sobre la mesa del pequeño salón.

La muchacha no lo vio partir. Cerró la puerta al tiempo que los ojos, y permaneció un instante apoyada en la pared.

Se había ido. Por fin.

Nunca se hubiera atrevido a echarlo. Incluso el simple hecho de pedirle que se marchara le había costado un gran esfuerzo, porque no estaba acostumbrada a pedirle nada a nadie, salvo aquello que nunca le concedían. Pero se había ido. Todo había salido bien. Regresó al pasillo y se detuvo ante la puerta cerrada. La abrió.

Se presentó sin avisar. No le importaba que César no estuviera o (muy probable) no quisiera recibirlo. Simplemente, odiaba obtener la respuesta por teléfono. Subió en el estrepitoso ascensor de rejilla, llegó al último piso y llamó al timbre de la única puerta, donde un letrero anunciaba, entre volutas caligráficas, los nombres de César Sauceda Guerín y Susana Blasco Fernández.

Mientras aguardaba, valoró la posibilidad de que fuera Susana quien lo recibiera. Imaginó, al cabo de los años, posibles rostros, no descartó ninguna mirada (odio, tristeza, nostalgia). Luego concluyó que, probablemente, le atendería una criada.

Pero quien le abrió la puerta fue el diablo en persona, con su bata roja, un blazer negro debajo y aquellas grotescas gafitas de cristales azules a medio trayecto de la nariz.

César lo miró sin decir nada.

Mal preparado para la última de las posibilidades imaginables, Rulfo obedeció a su impulso.

– Hola, César. Quería verte.

César Sauceda era el diablo.

Un diablo menor, pero lo bastante maligno como para que sus clases de aburrida literatura siempre estuvieran atestadas. Rulfo lo había conocido cuando aún se dedicaba a capturar almas. El pacto diabólico se llamaba tesis doctoral, y Sauceda añadía cláusulas que atañían, sobre todo, a las alumnas más jóvenes. En verdad, era un hombre sin escrúpulos, pero lo que atrajo a Rulfo de su personalidad era el increíble contraste entre una fantasía inagotable y la gelidez de una mente racional. «Soy un poeta que ama la acción», solía definirse su ex profesor. A él lo definía a la inversa: «Eres un hombre de acción que ama la poesía». La mezcla no fue mal al principio: el impulso del joven estudiante contribuyó a que se conocieran, y la mesurada frialdad del profesor hizo que la amistad se mantuviera sin altibajos. Luego, paradójicamente, ambas características habían servido para agravar la distancia que Susana había impuesto entre ellos.

El ático, próximo a Velázquez, estaba dividido en dos pisos, siendo el superior un amplio dormitorio abuhardillado con hermosas vistas del Retiro. César lo llamaba «su» Retiro. La expresión era correcta, porque César había abandonado la enseñanza y se dedicaba a vivir rodeado de comodidades y de Susana. Como buen diablo (menor), siempre había tenido dinero y compañía femenina, y siempre había sabido cómo obtenerlos cuando escaseaban y utilizarlos cuando disponía de ambos. Años atrás había reunido a varios ex alumnos y fundado un círculo literario-artístico-orgiástico cuyas fiestas se habían hecho célebres durante determinada época en Madrid. Su «querido alumno Rulfo» había pertenecido a aquel círculo.

Todo eso había ocurrido antes de que Susana los distanciara.

– La mediocridad de este mundo es inconcebible, Salomón. La vida comienza a quedarme pequeña. Siempre lo he dicho: los roquedeños somos gente inquieta. ¿Qué podríamos hacer para volver a gozar…? ¿Recuerdas a esa chica…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Pilar Rueda…? Se ha casado, ¿puedes creerlo…? Ahora se dedica a cultivar hijos. La vi hace poco. Lo último que esperaba de ella era el alcachofismo maternal, te lo juro. Le dije: «parece que has olvidado lo que hacías en mi casa, Pilar». Me contestó: «No se puede vivir de eso…». No, su respuesta exacta fue: «No puedo vivir haciendo eso». Porque lo que importa es vivir, claro. -Paladeó el vermut e hizo girar la copa mientras hablaba-. Quizá la solución resida en aniquilar los opuestos. Convertir lo carnal en el máximo goce del espíritu. ¿Sabes quién fue el hombre más sacrílego que conocí…? No sé si te he hablado de él alguna vez. Era un empresario francés que se creía heredero directo de Sade. Una de sus manías, a la hora de celebrar un banquete en casa, era usar hostias consagradas. Ordenaba robarlas. Hablo en serio, ¿no me crees?

– Te creo.

– Tenían que ser de verdad, no valían las imitaciones. Las colocaba en bandejas y las servía como canapés. Las había con paté de foie y anchoa, queso crema y caviar Beluga, trocitos de salmón y alcaparra… Los párrocos de los alrededores denunciaban los robos y la policía sospechaba la existencia de una secta satánica… ¡Una secta satánica…! Se moría de la risa, el cabrón. Espera, no acaba aquí la cosa. Un día le pregunté por qué lo hacía, por qué se comía las hostias así. ¿Sabes lo que me contestó?

– Ni idea.

– «Solas están fade, César.» ¡Ja, ja, ja! En realidad, el muy cabrón era un bromista. Pero de ateo, nada. «Tú no eres ateo», le dije una vez, «tú lo único que quieres es comerte a Dios untado de Diablitos Underwood…» Era un tipo genial. Pasábamos un buen rato discutiendo si el infierno era interminable o inagotable. Ambos coincidíamos en que, si es simplemente interminable, entonces es una tortura. Pero si es inagotable, ¿quién desearía que terminara alguna vez? Y concluíamos que es peor, mucho peor, agotarnos que morirnos. Añadíamos una coletilla a la premisa de Rabelais que luego hizo suya Aleister Crowley: «Haz lo que quieras, pero intenta variar». Buenas conversaciones, sí señor… -Cogió una servilleta de papel y comenzó a chamuscarla con el puro. Luego espantó los alambres de humo-. Ya no hay conversaciones, ni buenas ni malas… Ya no hay nada. Todo está contaminado de vulgaridad. La poesía sigue salvándome, al menos. Y espero que siga salvándote a ti.

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