La encontró en la sala de estudio del segundo piso de la mansión. Meredith, con un austero vestido blanco carente de todo adorno, se sentaba ante un pupitre manchado de tinta. Tenía un libro abierto ante ella y al entrar Augusta, la miró con curiosidad.
Clarissa Fleming, sentada tras un enorme escritorio en el frente de la habitación, la miró a su vez interrogante y frunció el entrecejo ante la interrupción de su rutina.
– Buenos días -dijo Augusta, alegre.
Observó la habitación, contemplando la variedad de globos terráqueos, mapas, plumas y libros. «Parece que todas las salas de estudio tengan el mismo aspecto -pensó-, independientemente de los recursos económicos de la familia.»
– Buenos días, señora. -Clarissa hizo un gesto hacia su pupila-. Meredith, saluda a tu madre.
Obediente, Meredith se levantó para saludar a Augusta. La mirada sombría de la niña mostraba un matiz de desasosiego y hasta cierta incertidumbre. -Buenos días, señora.
– Meredith -dijo Clarissa con severidad-, su señoría ha dado indicación específica de que la llames «mamá».
– Sí, tía Clarissa. Pero no puedo hacerlo, no es mi madre.
Augusta se crispó e hizo un gesto pidiendo silencio a Clarissa Fleming.
– Meredith, creía que había quedado claro que podías llamarme como quisieras. Si lo deseas, puedes llamarme Augusta. No tienes obligación de llamarme mamá.
– Papá dice que debo hacerlo.
– Sí, en ocasiones tu padre es muy autoritario.
Los ojos de Clarissa chispearon de reproche.
– ¡Señora!
– ¿Qué significa «autoritario»? -preguntó Meredith, intrigada.
– Significa que a tu padre le gusta demasiado dar órdenes -explicó Augusta.
En un parpadeo, la expresión de Clarissa pasó del reproche a la furia.
– Señora, no puedo permitir que critique a su señoría ante su hija.
– No me atrevería. Sólo señalaba un aspecto indiscutible del carácter de su señoría. Si él mismo estuviese aquí, dudo que lo negara.
Augusta hizo girar el sombrero engalanado con cintas y comenzó a pasearse por la habitación.
– Por favor, Meredith, descríbeme tu programa.
– Esta mañana, matemáticas, estudios clásicos, filosofía y cómo utilizar el globo -dijo Meredith con cortesía-. Por la tarde, francés, italiano e historia.
Augusta asintió.
– Desde luego, es una selección completa para una niña de nueve años. ¿Es obra de tu padre?
– Sí, señora.
– Su señoría tiene un interés personal en los estudios de su hija -dijo Clarissa con aire adusto-. Supongo que no le gustará que se lo critique.
– Supongo que no -dijo Augusta deteniéndose ante un ejemplar conocido-. Vaya, ¿qué tenemos aquí?
– Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes, de lady Prudence Ballinger -respondió Clarissa con tono amenazador-. El instructivo trabajo de su estimada tía, uno de los textos preferidos de Meredith, ¿no es así, Meredith?
– Sí, tía Clarissa. -Sin embargo, Meredith no parecía demasiado entusiasmada.
– Yo creo que es bastante aburrido -afirmó Augusta.
– ¡Señora! -exclamó Clarissa con voz estrangulada-. Le ruego que se abstenga de inculcar a mi pupila ideas equivocadas.
– Tonterías. Cualquier niña normal hallaría tedioso el libro de mi tía. Son deprimentes las reglas acerca de cómo tomar el té y comer un trozo de pastel y ridícula la lista de temas apropiados para la conversación… Sin duda, tendrá por aquí algo más interesante. ¿Qué es esto? -Augusta observó otra pila de tomos encuadernados en cuero.
– Historia antigua de Grecia y Roma -respondió Clarissa, preparándose a defender la presencia de los volúmenes en la clase con el último aliento.
– Claro. Era de esperar que contase con una buena colección del tema, teniendo en cuenta el interés personal de Graystone. ¿Y este librito? -Levantó otro libro de aspecto aburrido.
– Preguntas históricas y misceláneas para los jóvenes, de Magnall, por supuesto -respondió Clarissa con aspereza-. Supongo que incluso usted lo hallará en extremo apropiado para el estudio. Sin duda, deben de haberle enseñado también con él. Meredith ya es capaz de responder a la mayoría de las preguntas.
– Estoy segura. -Augusta sonrió a la niña-. Por mi parte, yo apenas recuerdo las respuestas, salvo las referidas a dónde crece la nuez moscada. Claro que a mí se me considera un tanto frívola.
– Estoy segura de que no es así, señora -dijo Clarissa con aire rígido-. Su señoría jamás habría… -se interrumpió, sonrojándose intensamente.
– Su señoría jamás se habría casado con una mujer frívola, ¿no es eso? -Augusta lanzó a la otra una mirada inquisitiva y brillante-. ¿Era lo que iba a decir, señorita Fleming?
– No iba a decir, nada semejante. No me atrevería a opinar acerca de los asuntos personales de su señoría.
– No se preocupe por esas sutilezas. Yo hago comentarios sobre sus asuntos personales con frecuencia. Y le aseguro que, a veces, soy irresponsable y frívola. Esta mañana, por ejemplo, es una de esas ocasiones. He venido a buscar a Meredith para llevármela a un almuerzo campestre.
Meredith la contempló atónita:
– ¿Un almuerzo campestre?
– ¿Te gustaría? -Augusta le sonrió.
Clarissa apretó con tanta fuerza una de las plumas que los nudillos se le pusieron blancos.
– Es imposible, señora. Su señoría es muy estricto en lo que se refiere a los estudios de Meredith. No deberán interrumpirse por ninguna insignificancia.
Augusta alzó las cejas con expresión de suave reproche.
– Señorita Fleming, le ruego que me disculpe. Necesito a alguien que me guíe por las tierras de la propiedad. Ya que su señoría está en la biblioteca con el administrador, he pensado en pedirle a Meredith que me acompañase, y como el paseo puede alargarse, le he pedido al cocinero que preparase un almuerzo.
Si bien Clarissa parecía vacilante y resentida, no podía impedirlo, pues no estaba el conde para respaldarla. Y de acuerdo con lo que aseguraba Augusta, en esos momentos estaba ocupado.
– De acuerdo, señora -soltó Clarissa a desgana-. Meredith podrá servirle de guía esta mañana, pero en el futuro espero que se respete la rutina de las clases. -Los ojos lanzaron destellos de advertencia-. Y sé que su señoría me apoyará en este aspecto.
– No lo dudo -murmuró Augusta. Miró a Meredith. La expresión de la niña era tan inescrutable como solía ser la del padre en ocasiones-. ¿Vamos, Meredith?
– Sí, señora, quiero decir, Augusta.
– Meredith, tu casa es encantadora.
– Sí, lo sé. -Meredith caminaba tranquilamente por el prado junto a Augusta. Llevaba un tocado tan sencillo como el vestido.
No era fácil adivinar lo que pensaba. Era indudable que había heredado de su padre la habilidad de mantener una expresión inescrutable.
Hasta el momento, la niña había sido amable pero parca. Augusta costaba con que el día fresco y agradable y el ejercicio la animaran a conversar. «Si eso no la anima -pensó-, podría pedirle que recitase las respuestas a las Preguntas históricas y misceláneas para los jóvenes de Magnall.»
– Yo vivía en una hermosa casa, en Northumberland -dijo Augusta, balanceando la canasta que llevaba al brazo.
– ¿Y qué te sucedió?
– Se vendió cuando murieron mis padres.
Meredith miró de soslayo a Augusta.
– ¿Han muerto su padre y su madre?
– Sí. Los perdí cuando tenía dieciocho años, y a veces los echo mucho de menos.
– Cuando mi padre se va, como sucedió durante la guerra, yo lo echo mucho de menos. Me alegra que
esté ahora en casa.
– Sí, me lo imagino.
– Espero que se quede.
– Estoy segura de que se quedará. Tu padre prefiere vivir en el campo.
– Cuando fue a Londres a buscar esposa, dijo que era por «necesidad».
– Como si fuese a tomar una purga.
Meredith asintió con seriedad.
– La tía Clarissa me contó que por fin había hallado esposa que pudiera darle un heredero.