– Mi dulce esposa, creo que nunca me cansaré de nuestra cita a medianoche -dijo Harry en un murmullo ronco.
Casi al instante, sintió su propia liberación, una explosión de sensaciones que lo lanzaron a un torbellino de aturdimiento. Cuando se dejó caer sobre el cuerpo blando y húmedo de Augusta, el ronco grito triunfal todavía resonaba en la habitación.
Harry se removió entre las sábanas arrugadas y estiró la mano buscando a Augusta, pero no encontró más que la ropa de cama y abrió los ojos con desgana.
– ¿Augusta? ¿Dónde diablos estás?
– Estoy aquí.
Volvió la cabeza y la vio de pie junto a la ventana abierta. Advirtió que se había puesto otra vez el camisón. La traslúcida muselina blanca flotaba envolviendo la esbelta silueta y las cintas ondeaban en la suave brisa nocturna.
El conde se incorporó en la cama y apartó las mantas, sintiéndose invadido por una inquietante sensación de apremio. Tenía que atraparla y sujetarla… Comenzaba a levantarse, pero se dio cuenta de que iba a cometer una tontería.
Augusta no era un espectro: acababa de sentirla del modo más íntimo. Se obligó a quedarse quieto y tranquilo apoyado contra las almohadas en lugar de cruzar la habitación. «Es real y mía -se dijo- y se ha entregado a mí por completo.»
Era suya. Ese instante en que había temblado y se convulsionaba entre sus brazos había llegado más allá de lo físico. Le había brindado el don de sí misma, se entregaba para que la cuidara.
«La abrazaré fuerte -juró Harry para sí-. La protegeré aunque no siempre quiera y le haré el amor tan a menudo como sea posible para fortalecer y solidificar el lazo que nos une.»
Pero no necesitaba decirlo, pues para Augusta el acto sexual representaría sin duda un compromiso tan profundo y sagrado como un antiguo voto de fidelidad.
– Augusta, vuelve a la cama.
– Enseguida. He estado pensando en nuestro matrimonio, señor mío. -Escudriñó la oscuridad con los brazos cruzados con fuerza sobre los pechos.
– ¿Qué estabas pensando? -Harry la miró afligido-. Está todo muy claro.
– Sí, supongo que a ti te resultará sencillo, como hombre que eres.
– Ah, con que es una de esas discusiones… ¿verdad? -Hizo una mueca.
– Me alegro que te divierta -murmuró la joven.
– Más que divertido me parece una pérdida de tiempo. Ya has hecho varios intentos de abordar ese tema, si mal no recuerdo. Querida mía, tu razonamiento se obstruye con facilidad.
Augusta volvió la cabeza y lo miró ceñuda.
– En ocasiones eres demasiado pomposo y arrogante, Harry.
El hombre rió.
– Confío en que me adviertas tú del momento.
– En este mismo momento. -Se volvió del todo y lo miró al tiempo que revoloteaban las cintas blancas del camisón-. Tengo algo que decirte y me gustaría que me prestases la mayor atención.
– Muy bien, señora. Puede comenzar con la conferencia.
Cruzó los brazos detrás de la cabeza y compuso una expresión de seria concentración. Pero no fue fácil, pues su esposa estaba muy atractiva allí, de pie, en camisón. Ya comenzaba a excitarse otra vez.
La luz de la luna a espaldas de Augusta diseñaba los contornos de las caderas a través de la delgada muselina. Harry apostó a que en un minuto lograría hacerla regresar a la cama, otra vez con los muslos abiertos. «En dos minutos -se dijo-, estoy seguro de que haré fluir esa tibia miel de entre sus piernas. Es asombroso cómo reacciona.»
– Harry, ¿me estás escuchando?
– Por supuesto, dulzura.
– Entonces, te diré lo que pienso acerca del estado de nuestra relación. Tú y yo provenimos de mundos diferentes. Tú eres un hombre a la antigua, un hombre de letras, un estudioso que no gusta de frivolidades. A mí, como te he dicho a menudo, me interesan más las ideas modernas y tengo un carácter diferente. Asumamos el hecho de que, en ocasiones, disfrute de las diversiones frívolas.
– No veo el problema, siempre que esas diversiones sean ocasionales. -«Sí, en dos minutos estará húmeda -pensó Harry tratando de ser objetivo-. Y luego, necesito otros cinco para que lance esos encantadores gritos de excitación.»
– No cabe duda de que somos muy diferentes, señor mío.
– Varón y hembra: opuestos naturales. -«Entre siete y diez minutos después, la sentiré retorcerse entre mis brazos y arquearse al encuentro de mis caricias.»
Harry decidió que la iniciaría en algunas variaciones sobre el tema básico.
– Sin embargo, ahora estamos ligados para toda la vida. Hemos entablado un compromiso mutuo, tanto en el aspecto legal como en el moral.
Harry gruñó una respuesta distraída mientras pensaba en las posibilidades que se abrían ante él. Podría hacerla acostar boca abajo y ponerla a gatas. Entonces se deslizaría entre sus muslos y exploraría el pasaje femenino tan apretado desde atrás. «Serán precisos entre veinte y treinta minutos -calculó-. No quisiera sobresaltarla sin necesidad. Es muy novata en las artes amatorias.»
– Señor, considero que apresuraras la fecha de la boda porque te sintieras obligado a casarte después de lo sucedido en el coche de lady Arbuthnot. Pero quiero que sepas que…
«Luego, podría tenderme de espaldas y hacerla cabalgar sobre mis muslos -pensó Harry-. En esa posición tendría una visión magnífica de la expresión del rostro de mi esposa cuando alcanzase el orgasmo.»
Augusta aspiró una gran bocanada de aire y continuó:
– Quiero que sepas que, pese a la reputación de los Ballinger de Northumberland de atolondrados e imprudentes, nos ufanamos de un sentido del deber que puede igualarse al de la familia más noble del país. Me atrevería a afirmar que es tan grande como el tuyo. Por lo tanto, te aseguro que aunque no me amases, ni te importase mucho que yo te amara…
A medida que las palabras de Augusta invadían su ensueño erótico, Harry frunció el entrecejo.
– ¿Qué dices, Augusta?
– Lo que iba a decir, señor mío, es que conozco mis deberes de esposa y pienso cumplirlos, del mismo modo que tú piensas cumplir los tuyos como marido. Soy una Ballinger de Northumberland y no eludo mis obligaciones. Si bien el nuestro no es un matrimonio por amor, puedes estar seguro de que acataré mis responsabilidades como esposa. Mi sentido del honor y del deber es tan fuerte como el tuyo y quiero que sepas que puedes confiar en él.
– ¿Eso significa que tienes la intención de ser una buena esposa sólo porque el honor te obligue? -preguntó el conde sintiendo que lo invadía una oleada de furia.
– Eso he dicho, señor mío. -Sonrió vacilante-. Quiero que sepas que los Ballinger de Northumberland somos inflexibles en lo que atañe al cumplimiento del deber.
– ¡Buen Dios! ¿Cómo diablos te enzarzas en un discurso acerca del honor y la responsabilidad en momento semejante? Augusta, vuelve a la cama. Tengo algo mucho más interesante que conversar.
– ¿En serio, Harry? -No se movió. La expresión era extrañamente seria y los ojos de la joven escudriñaban el rostro del conde.
– Sin duda.
Harry apartó las mantas y posó los pies descalzos sobre la alfombra. Con tres largas zancadas cruzó la habitación y cogió a la muchacha por un brazo.
Augusta abrió la boca para hacer algún comentario… sin duda de protesta, pero Harry le cubrió los labios con los suyos y la mantuvo así hasta que la tendió de espaldas sobre la cama una vez más.
Había calculado en exceso el tiempo que tardaría Augusta en estar en condiciones de recibirlo otra vez. No habían pasado cinco minutos cuando hizo tender a la sorprendida joven boca abajo y a gatas.
Luego perdió la noción del tiempo, pero cuando Augusta emitió la dulce canción de la liberación sensual, Harry se convenció de que pensaba en algo más que en el deber y la responsabilidad.
A la mañana siguiente, ataviada con un sencillo vestido de color amarillo y un sombrerito francés de ala muy ancha, salió en busca de su hijastra.