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– Dime.

– Tengo todo lo que podría desear una mujer del matrimonio, Claudia -afirmó Augusta con una sonrisa radiante-. ¿Qué más podría querer?

Claudia frunció el entrecejo.

– Eso es cierto, el conde es todo lo que se podría desear como esposo. -Se interrumpió, se aclaró la voz con delicadeza y agregó, vacilante-: Me pregunto si habrás tenido oportunidad de hacer algunas observaciones respecto a los maridos en general.

– ¿Observaciones sobre los maridos? ¡Caramba, Claudia! ¿Eso significa que tomas en serio a Sheldrake? ¿Acaso hay boda en puertas?

Aunque era imperceptible en la oscuridad, no cabía duda de que Claudia se había ruborizado. La voz, por lo general fría y serena, parecía alterada.

– No hemos hablado de matrimonio y, desde luego, espero que se dirija a papá si piensa proponerlo.

– ¿Como hizo Graystone cuando se interesó por mí? No cuentes con eso. -Augusta rió con suavidad-. El señor Sheldrake no es tan apegado a las tradiciones. Supongo que hablará primero contigo y luego con tu padre.

– ¿Tú crees?

– Seguramente. Pero quieres que te cuente mis observaciones sobre los esposos, ¿no es así?

– Sí, me gustaría conocer tu opinión -respondió Claudia.

– Lo primero que debes aprender acerca del modo apropiado de tratar a un esposo -dijo Augusta en su tono más formal- es que prefieren creer que son ellos los que mandan y las esposas quienes llevan a cabo las órdenes, ¿entiendes?

– Sí. ¿No es exasperante?

– A veces, sí, sin duda, pero son un poco lentos de entendederas y eso compensa los problemas que provocan.

– ¡Lentos de entendederas! -Claudia se horrorizó-. No hablarás de Graystone, ¿verdad? Es un individuo muy inteligente y estudioso, como todo el mundo sabe.

Augusta hizo un gesto desechando el argumento.

– En lo que se refiere a hechos como podría ser la batalla de Actium, pero no cuesta gran cosa persuadirlo de que es quien manda mientras eres tú quien organiza las cosas a su modo. ¿Acaso eso no significa que, en ciertos aspectos, son un poco lentos?

– Quizá tengas razón. Ahora que lo pienso, a mi padre puede manipulársele también de esa manera. Por lo general está tan concentrado en los estudios que no presta atención a las cuestiones domésticas. Y a pesar de todo, se cree al mando de la casa.

– Podríamos decir que es una característica de los hombres en general. Y he llegado a la conclusión de que las mujeres no los desengañan porque son más fáciles de llevar si creen que manejan incluso los asuntos más insignificantes.

– Augusta, es una observación interesante.

– Sí, ¿verdad? -Augusta comenzó a entusiasmarse-. Otro rasgo de los esposos es su limitado concepto de lo que constituye el comportamiento correcto en la mujer. Suelen preocuparse en exceso por un escote un tanto profundo, porque la mujer salga a cabalgar sin compañía de un mozo de cuadra o por gastos intrascendentes como son sombreros nuevos.

– Augusta…

– Más aún: aconsejaría a cualquier mujer dispuesta a casarse que tuviese en cuenta otra característica general en los hombres, esa inclinación a ser terriblemente obstinados una vez se han formado una opinión. Otra cosa: nunca son reacios a juzgar prematuramente. En consecuencia, una tiene que…

– Eeeh… Augusta…

Augusta no hizo caso de la interrupción.

– … dedicarse a la ardua tarea de hacerlos entrar en razón. ¿Sabes, Claudia?, si tuviese que aconsejar a una mujer qué clase de marido buscar, le diría que tuviese en cuenta las mismas cualidades que querría de un caballo.

– ¡Augusta!

Augusta alzó la mano enguantada y comenzó a enumerar:

– Buena sangre, dientes sanos y extremidades firmes. Evitar la bestia con hábito de patear o morder. Dejar de lado al animal con inclinación a la pereza y al que se mostrara demasiado obstinado. Sería inevitable cierta tozudez, menester esperarla, pero si la hubiera en exceso, quizás indicara pura estupidez. En resumen, habría que buscar un ejemplar bien dispuesto y fácil de domar.

Claudia se llevó las manos a la boca y en sus ojos apareció una expresión que podía ser tanto de horror como de hilaridad.

– ¡Por el amor de Dios, Augusta, detrás de ti!

La aludida sintió la inminencia de un desastre. Se volvió con lentitud y descubrió a Harry y a Peter Sheldrake allí mismo, detrás de ellas, y al segundo, al parecer incapaz de contener la risa.

Harry, con una mano apoyada sobre la rama de un árbol, expresaba gentil curiosidad y, sin embargo, sus ojos refulgían con brillo sospechoso.

– Buenas noches, querida -dijo en tono suave-. Por favor, no paréis mientes en nuestra presencia, no quisiéramos interrumpir vuestra conversación.

– En absoluto -respondió Augusta con un aplomo digno de Cleopatra saludando a César-. Estábamos conversando sobre las cualidades que hay que buscar en un caballo, ¿no es así, Claudia?

– Sí -se apresuró a responder su prima-, hablábamos de caballos. Augusta se ha convertido en una autoridad en la materia. Me enumeraba interesantes detalles acerca de la doma.

Harry asintió.

– Me asombra la amplitud de conocimientos de que hace gala Augusta. -Extendió el brazo a su esposa-. Señora, van a tocar un vals: confío en que me hará el honor de acompañarme.

Era una orden y Augusta la reconoció como tal. Sin agregar palabra, se apoyó en el brazo que le ofrecía su esposo y se dejó guiar al interior de la casa.

CAPÍTULO XV

– Perdóname querida, no sabía que fueras experta en caballos. -Harry ajustó la mano al hueco de la cintura de Augusta y la hizo girar al ritmo del vals.

En una ráfaga, pensó que su esposa se le entregaba en el baile con la misma dulce y sensual disposición con que lo hacía en la cama. También aquí era ligera, graciosa y turbadoramente femenina. Experimentó una oleada de deseo similar a la que había sentido al verla tendida, con los cabellos negros desparramados sobre la almohada blanca y los ojos desbordantes de femenina entrega.

A Harry jamás le había atraído la danza. La consideraba una habilidad necesaria propia de un caballero en sociedad. Pero con Augusta era diferente.

Muchas cosas eran diferentes con Augusta.

– ¡Harry, qué tomadura de pelo! ¿Cuánto rato hacía que estabas escuchando? -Augusta lo miró entre las pestañas, las mejillas sonrosadas. Las luces de los candelabros bailoteaban sobre el bonito collar de piedras falsas.

– Un rato, y cuanto escuché me pareció interesante. ¿Piensas escribir un libro sobre cómo manejar a un marido? -preguntó Harry.

– Me gustaría tener talento para escribir -rezongó la joven-. A mi alrededor, cualquiera se dedica a hacerlo. Imagina lo práctico que sería un manual para manejar al esposo, Harry.

– No dudo que no fuera práctica semejante obra, pero tengo serias reservas con respecto a tu cualificación para escribir acerca del tema.

Al instante, un brillo de rebeldía asomó a los bellos ojos de Augusta.

– He aprendido mucho desde que nos casamos.

– No tanto como para escribir un libro -afirmó Harry en tono pedante-. No es suficiente. A juzgar por lo que he escuchado, tu teoría abriga errores notorios y una lógica confusa. Pero no te aflijas, disfrutaré de reforzar tu instrucción hasta que corrijas esos errores, aunque me cueste años de esfuerzo.

Augusta lo miró sin saber cómo interpretar el comentario. Y luego, para sorpresa de Harry, echó la cabeza atrás y rió encantada.

– Milord, resulta gracioso. Estoy segura de que pocos maestros serían tan pacientes con sus alumnos.

– ¡Ah, cariño, soy un hombre muy paciente! Con casi todo… -Sintió que lo sacudía un ramalazo de placer y apretó la mano sobre la esbelta cintura. Deseó arrastrarla hasta el dormitorio en ese mismo instante. Anhelaba transformar la risa en pasión, y luego, otra vez en risas.

– Hablando de aprendizaje -dijo Augusta cuando recuperó el aliento tras un giro demasiado atrevido de la danza-… ¿has notado lo bien que se lleva tu tía con mi tío? Desde que se han conocido, se han hecho inseparables.

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