Harry miró al otro lado del salón, donde Clarissa, espléndida con un vestido de color vino claro y un tocado del mismo color, insistía en la necesidad de una obra de historia para las jóvenes. Sir Thomas la escuchaba con atención y asentía. Harry pensó que el brillo que asomaba a los ojos del hombre no tenía nada de académico.
– Querida, creo que has logrado unir dos espíritus afines -dijo Harry, sonriente.
– Sí, estoy segura de que se llevarán bien. Si ahora fructificara otro de mis modestos proyectos, quedaría muy satisfecha de la fiesta.
– ¿Otro proyecto? ¿De qué se trata?
– Creo que pronto lo descubrirás. -Augusta le dirigió una sonrisa de superioridad.
– Augusta, si tramas algo, quiero que me lo digas ahora mismo. Me estremece la idea de que estés llevando a cabo otra de tus tropelías.
– Estáte tranquilo. Es inofensiva.
– Nada de lo que emprendes es inofensivo.
– Milord, es gratificante oírte decir eso. -Harry gimió y la condujo fuera, a la terraza.- ¡Harry!, ¿adónde vamos?
– Tengo que hablar contigo, querida, y éste es un momento tan propicio como cualquier otro. -Dejó de bailar, aunque los últimos compases del vals salían flotando aún a través de las puertas que daban al jardín.
– Graystone, ¿pasa algo malo?
– No, no sucede nada malo -le aseguró. Asiéndola de la mano, la llevó a una zona más alejada del jardín en sombras. No estaba ansioso por decirle lo que tenía que decir-. Sólo quería anunciarte que he decidido acompañar a Sheldrake a Londres mañana por la mañana, y quería que lo supieras esta misma noche.
– ¿Londres? -La voz de Augusta adquirió un matiz airado-. ¿Qué significa eso, Graystone? No puedes abandonarme aquí, en el campo. Aún no hace un mes que estamos casados.
El conde ya había supuesto aquélla una tarea difícil.
– He estado hablando con Sheldrake del poema de tu hermano y se nos ha ocurrido un plan que puede llevarnos tras la huella de algunos miembros del Club del Sable.
– Ya sabía que tendría que ver con ese condenado poema. ¿Le has dicho que su autor fuera Richard? -Los ojos de Augusta se agrandaron de enfado y de dolor-. Harry, me juraste que no lo harías, me diste tu palabra.
– ¡Maldición, Augusta, te aseguro que la he cumplido! Sheldrake ignora quién escribió el poema ni cómo lo conseguí. Está habituado a trabajar para mí y sabe que no debe insistir cuando le oculto algún tema.
– ¿Que trabaja para ti? -exclamó Augusta-. ¿Acaso era uno de tus agentes de inteligencia?
Harry se encogió, deseando no haber mencionado el tema. El jardín le había parecido el sitio ideal para tan acalorada discusión.
– Sí, y te agradecería que bajaras la voz. Debe de haber otras personas en el jardín. Por otra parte, es un asunto privado y no quiero que se difunda la noticia de que Sheldrake fuera mi agente. ¿Está claro?
– Sí, por supuesto. -Lo miró, ceñuda-. ¿Me juras que no le has dicho de dónde sacaste el poema?
– Ya te di mi palabra y no me gusta tu desconfianza -dijo el conde con frialdad:
– Pues me parece que ahora estamos parejos. Tampoco tú pareces tener mucha fe en mi honor. Siempre estás persiguiéndome como si se tratase de Némesis.
– ¿Como quién? -A pesar de sí mismo, Harry se sobresaltó. En ocasiones, su esposa era más perspicaz de lo que ella misma suponía.
– Ya me has oído, como si personificaras a Némesis, al acecho de que cometiera alguna falta tarde o temprano. Estoy obsesionada con la perspectiva de tener que probar mi inocencia una y otra vez.
– Augusta, si te atreves a arrojarme otra vez a la cara a tus condenados ancestros, seré drástico y desagradable. ¿Soy claro?
Augusta abrió la boca y lo miró azorada. Se apresuró a cerrarla y le dirigió una mirada rebelde.
– Sí, milord.
Harry hizo un violento esfuerzo por controlarse, más enfadado consigo mismo por haber estallado que con Augusta por haberlo provocado.
– Tienes que disculparme, querida -dijo en tono seco-. Cuando pienso que sería incapaz de alcanzar el nivel de tus ilustres antepasados, en ocasiones me enfurezco.
– Harry, no tenía idea de que te sucediera eso.
– Por lo general, no -le aseguró-, sino en las contadas ocasiones en que señalas mis defectos. Pero nos hemos desviado del tema. Volvamos al que estábamos tratando. ¿Quieres creerme cuando te digo que Shel-drake desconoce la procedencia del poema?
La joven lo observó un largo instante y luego dejó caer las pestañas.
– Claro que te creo. No dudo de tu palabra, te lo aseguro. Pero el tema de Richard me angustia. Cuando surge, no puedo pensar con claridad.
– Lo sé bien, querida. -La acercó hacia él y apoyó la cara de Augusta contra su hombro-. Lo lamento, pero debo hablar sin rodeos. Sería mejor que dejaras descansar a tu hermano en el pasado, al que pertenece, y no te preocuparas de lo que pudo haber pasado.
– Ya me has sermoneado de esta guisa un par de veces -murmuró Augusta contra la chaqueta de Harry-. Está resultando aburrido.
– Muy bien -dijo el conde con dulzura- pero quisiera hallar respuesta al poema. Sheldrake y yo abarcaremos entre los dos más que si trabajáramos por separado. Hay mucho que hacer en la ciudad. Es una cuestión de eficiencia, Augusta. Por eso mañana me iré a Londres.
– De acuerdo, lo comprendo. -Alzó la cabeza-. Ve a Londres si es necesario.
A Harry lo inundó el alivio; a fin de cuentas tenía que aceptar lo inevitable. Muy complacido, el conde sonrió con lentitud.
– Ésa es la manera en que una buena esposa responde a su señor. Te felicito, mi amor.
– Oh, qué disparate. No me has dejado terminar, Harry. Mañana podrás ir a Londres, pero te lo advierto, te acompañaremos Meredith y yo.
«¿Qué?» Harry pensó con rapidez.
– La temporada ha terminado. Será muy aburrido.
– En absoluto. Será un viaje ilustrativo -dijo Augusta, imperturbable-. Llevaré a tu hija a recorrer la ciudad y le enseñaré sus calles. Visitaremos librerías, los jardines Vauxhall y el museo. Será muy divertido.
– Augusta, se trata de un viaje de trabajo.
– No existe un motivo lógico que impida combinarlo con una experiencia educativa, Graystone, en bien de la eficiencia, por supuesto.
– ¡Maldición, Augusta, no tendré tiempo de ocuparme de vosotras!
Augusta sonrió con aire decidido.
– No esperamos que lo hagas, milord. Meredith y yo seremos capaces de entretenernos solas.
– La idea de dejarte sola en Londres con una niña de nueve años que nunca ha salido del campo me inspira dolor de cabeza. No lo acepto y no se discute más. Y ahora, volvamos con los invitados.
Sin esperar respuesta e inquieto por la que recibiría, Harry cogió a Augusta del brazo y emprendió el regreso a la casa.
Mientras el esposo la guiaba hacia las luces, las risas y la música, ella no dijo nada. Permanecía callada. El conde esperaba protestas, lágrimas y discusiones al modo de los sensibles Ballinger de Northumberland, pero sólo reinó un sospechoso silencio.
Harry pensó que al fin Augusta había comprendido cuándo hablaba en serio y se consoló con la idea de que su esposa comenzara a convencerse de que, cuando él daba una orden, esperaba que se obedeciera. Desde luego, debía de estar impresionada, y es que hasta el momento la había consentido en exceso.
Si se sentía desdichada con la situación actual, en cambio le haría bien. Estaría muy atareado en Londres, no tendría tiempo de acompañar a Augusta y a Meredith y no le gustaba la idea de que su esposa saliera sola en la ciudad, en especial, por la noche.
Harry había advertido que Augusta era más peligrosa en el crepúsculo. Recordó algunas escenas que había protagonizado: visitando a algún caballero a medianoche, en la biblioteca; vestida con pantalones de montar, tratando de abrir la cerradura de un cajón que no era suyo; bailando con libertinos como Lovejoy; apostando a la baraja; y en un coche a oscuras, estremecida de pasión.