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– ¡Maldición, Augusta!, ¿dónde estás?

Al no recibir respuesta, dio media vuelta y vio abierta la puerta que daba al pasillo. Algo se oprimió en su pecho al comprender que su mujer no estaba en el dormitorio. «¿Qué treta se le habrá ocurrido?», se preguntó saliendo al pasillo. «Si es otro truco para hacerme dar vueltas, le pondré punto final sin dejar lugar a dudas.»

Llegó hasta el vestíbulo y distinguió una figura fantasmal. Ataviada con una bata de color pálido que flotaba alrededor y una vela en la mano, Augusta se encaminaba hacia la galería que ocupaba el frente de la casa. Harry, curioso, decidió seguirla.

Mientras la perseguía sigilosamente, se dio cuenta de que lo inundaba el alivio. Comprendió que había temido que Augusta hubiese metido sus cosas en un bolso y huido en plena noche. «Tendría que haberlo imaginado -pensó-. Augusta no es de las que escapan a nada.»

La siguió a través de la galería y se detuvo a observarla, mientras la muchacha recorría lentamente la fila de retratos. Se detenía ante cada uno y levantaba la palmatoria para examinar cada rostro en su marco dorado. La luz de la luna que se filtraba por las altas ventanas alineadas al frente de la galería la bañaba con un resplandor plateado que le confería un aspecto más espectral aún.

Antes de acercarse, Harry esperó a que llegara junto al retrato de su padre.

– Dicen que nos parecemos -dijo con calma-. Nunca me ha parecido un cumplido.

– ¡Harry! -La llama titubeó cuando Augusta se volvió, llevándose la mano a la garganta-. ¡Por todos los santos! No sabía que estuvieras ahí… me has dado un susto terrible.

– Discúlpame. ¿Qué hace aquí, en plena noche, señora?

– Sentí curiosidad, milord.

– ¿Con respecto a mis ancestros?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Bueno, milord, estaba acostada en la cama cuando pensé que ahora son también los míos y que no conocía a ninguno de ellos.

Harry cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó un hombro contra la pared, bajo el rostro adusto de su padre.

– En tu lugar, yo no me preocuparía por proclamarme descendiente de esta gente. Según me han contado, no hubo entre ellos una sola alma buena.

– ¿Y tu padre? Tiene un semblante fuerte y noble. -Observó el retrato.

– Tal vez cuando posó lo poseía. Yo sólo lo recuerdo como un hombre amargo y enfadado que nunca superó el hecho de que mi madre huyera con un conde italiano a poco de mi nacimiento.

– Por todos los cielos, qué terrible. ¿Qué sucedió?

– Murió en Italia. Al enterarse, mi padre se encerró en la biblioteca durante una semana y se emborrachó hasta quedar inconsciente. Cuando salió, prohibió que volviera a mencionársela en esta casa.

– Entiendo. -Augusta lo miró tratando de descubrir qué sentía-. Al parecer, los condes de Graystone no tuvieron demasiada fortuna con sus esposas.

Harry se encogió de hombros.

– Las distintas condesas de Graystone fueron famosas por su carencia de virtud. Mi abuela tuvo más aventuras de las que pueden contarse.

– Bueno, es la lacra de la sociedad, Harry. Como la mayoría de los matrimonios se hacen por dinero y prestigio más que por amor, se explica que ocurran estas cosas. Yo creo que por instinto las personas buscan el amor y si no lo encuentran en el matrimonio, lo buscan fuera de él.

– Augusta, no pienses nunca en buscar fuera del matrimonio cualquier cosa que sientas que te falte.

Despejándose el cabello oscuro del rostro, Augusta lo miró enfadada.

– Con toda sinceridad, milord, ¿acaso los distintos condes de Graystone fueron más virtuosos que sus respectivas mujeres?

– Tal vez no -admitió Harry, recordando la serie de aventuras apasionadas del abuelo y el interminable desfile de costosas amantes del padre-. No obstante, es más notable la falta de virtud en la mujer que en el hombre, ¿no lo crees?

De inmediato, Augusta se enfureció, tal como Harry imaginaba. Observó el brillo apasionado de la lucha que surgía en los ojos de la muchacha al lanzarse de lleno a la refriega. Blandió la palmatoria ante ella como si fuese una espada. El resplandor de la llama bailaba sobre su rostro, realzando los pómulos altos y confiriéndole un singular atractivo.

«Parece una pequeña diosa griega -pensó Harry-. Quizás una Atenea joven, vestida para la guerra.» Sonrió ante la imagen, y el fuego en la entrepierna que estaba molestándolo desde hacía rato ardió con más fuerza.

– ¡Qué odiosa afirmación! -estalló Augusta-. Es la clase de declaración que sólo un hombre demasiado arrogante es capaz de hacer. Debería darte vergüenza, Graystone. Esperaba que tuvieras un juicio más equitativo y razonable. Después de todo, eres un estudioso de los clásicos. Te disculparás por ese comentario tonto, vacío e injusto.

– ¿Sí?

– Sí.

– Quizá más tarde.

– Ahora -replicó-. Te disculparás ahora.

– Señora, después de haberla llevado a la recámara, dudo que me quede aliento para decir nada, y menos aún para disculparme.

Desplegó los brazos y se acercó con movimiento fluido y veloz.

– Harry…, ¿qué estás haciendo? Déjame.

Se debatió unos instantes mientras su esposo la alzaba en brazos. Pero después de que Harry cruzara la antecámara, entrara en el dormitorio y la dejara sobre la cama adoselada, Augusta no ejercía ya más que una leve resistencia.

– ¡Oh, Harry! -murmuró en tono anhelante. Le rodeó el cuello con los brazos al tiempo que el hombre se tendía junto a ella-. ¿Vas a hacerme el amor?

– Sí, querida mía, eso voy a hacer. Y esta vez -le dijo con dulzura- trataré de hacerlo mejor. De Atenea, la bella guerrera, te convertiré en Afrodita, la diosa de la pasión.

CAPÍTULO X

– ¡Harry! ¡Por Dios, Harry! No es posible. Es algo indescriptible.

Harry alzó la cabeza para contemplar a Augusta disfrutando deliciosa, estremecidamente. El cuerpo de la muchacha se tensaba como un arco, el cabello se esparcía sobre la almohada como una nube oscura. Tenía los ojos cerrados con fuerza y sus manos se crispaban sobre las sábanas blancas.

Harry estaba tendido boca abajo entre los muslos levantados de Augusta. El aroma ardiente de la mujer le llenaba la nariz y aún saboreaba en la lengua aquel gusto.

– Sí, mi amor: así es como te quiero. -Deslizó un dedo dentro de ella y lo retiró con lentitud. Sintió que los diminutos músculos de la entrada del estrecho canal se apretaban suavemente. Volvió a introducir el dedo en aquel calor abrasante, acariciando incitante el pequeño y sensible capullo con el pulgar.

– ¡Harry!

– ¡Eres tan hermosa! -suspiró Harry-. ¡Tan dulce y cálida! Querida, déjate llevar, entrégate a la sensación. -Con suma lentitud, Harry retiró el dedo y sintió que el interior de Augusta se apretaba con desesperación-. Sí, mi amor, aprieta una vez más. Aprieta, mi amor.

Otra vez, rozó el capullito con el pulgar mientras la penetraba con el dedo; luego inclinó la cabeza y besó la inflamada carne femenina.

– ¡Dios mío, Harry! ¡Harry!

Los puños de Augusta aferraron los cabellos de Harry y separó las caderas de la cama, pegándose al dedo invasor y a la lengua provocativa. Los muslos de la joven temblaron y sus pies se retorcieron.

Harry levantó la cabeza. Al tenue resplandor de la vela vio que los labios entreabiertos de Augusta y los túmidos pétalos que custodiaban los secretos femeninos eran ambos rosados y húmedos.

Augusta se estremeció y lanzó un grito tan agudo que debió de oírse en el vestíbulo. Oleada tras oleada de espasmos la sacudieron entre los brazos de Harry.

Harry sintió, oyó, inhaló, percibió cada matiz de la reacción de Augusta. Contemplándola rendida a su primer orgasmo, supo que nunca había visto nada tan femenino, apasionado y sensual en toda su vida.

Aquella reacción fue el combustible que terminó de encender el fuego que lo consumía: ya no podía esperar un momento más. Se cernió sobre el cuerpo estremecido de Augusta y se sumergió en el tenso canal antes de que se extinguiese la última ola de placer.

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