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A su llegada se produjo un vértigo de actividad. Los sirvientes se apresuraron a ocuparse de los caballos después de saludar a su nueva señora.

Ansiosa, Augusta miró en derredor al tiempo que Harry la ayudaba a apearse. «Éste es mi nuevo hogar», se dijo una y otra vez. No acababa de comprender el cambio que se había producido en su vida. Era la condesa de Graystone, la esposa de Harry y aquéllos, sus criados. Por fin tenía un hogar propio.

En el mismo momento que ese pensamiento comenzaba a penetrarla, una niña de cabello oscuro salió corriendo por la puerta abierta y se precipitó escalones abajo. Llevaba un austero y sencillo vestido de muselina blanca sin un frunce, ni una cinta.

– ¡Papá! ¡Papá, ya has llegado! Qué contenta estoy…

La expresión de Harry manifestó un genuino afecto al inclinarse a saludar a su hija.

– Meredith, me preguntaba dónde estarías. Ven a conocer a tu nueva madre.

Conteniendo el aliento, Augusta se preguntó cómo la recibiría la niña.

– Hola, Meredith. Es un placer conocerte.

Meredith se volvió hacia Augusta y la miró con un par de inteligentes y cristalinos ojos grises, casi idénticos a los de su padre. Era una hermosa niña.

– Es imposible que seas mi madre, ella está en el cielo -dijo la niña con innegable lógica.

– Esta señora ocupará su lugar -afirmó Harry-. Debes llamarla mamá.

Meredith observó a Augusta con atención y se volvió otra vez hacia su padre.

– No es tan bella como mamá, en el retrato en la galería. Ella tenía cabellos dorados y hermosos ojos azules. A esta mujer no la llamaré mamá.

A Augusta se le encogió el corazón, pero forzó una sonrisa al ver que Harry comenzaba a enfadarse.

– Meredith, estoy segura de que tu madre era la mujer más bonita del mundo. Si era tan hermosa como tú, debió de ser muy bella. Pero quizá te gusten otras cosas de mí. Entretanto, llámame como prefieras. No es necesario que me digas «mamá».

Harry la miró ceñudo.

– Meredith tiene que respetarte y así lo hará.

– Estoy convencida de que lo hará. -Augusta sonrió a la pequeña que, de súbito, parecía abatida-. Hay muchas maneras respetuosas de llamar, ¿verdad Meredith?

– Sí, señora. -La niña lanzó a su padre una mirada inquieta.

Harry alzó las cejas en gesto de reprimenda.

– Te llamará mamá, y se acabó la discusión. Bien, Meredith, ¿dónde está tía Clarissa?

Una mujer alta y enjuta, con un vestido sobrio y sin adornos, de color pizarra, apareció en lo alto de la escalera.

– Aquí estoy, Graystone. Bienvenido a casa.

Clarissa Fleming descendió las escaleras con paso majestuoso. Era una mujer agradable, de unos cuarenta y cinco años, que adoptaba un porte digno y rígido. Contemplaba el mundo con observadores ojos grises, como si quisiera fortalecerse contra la desilusión. El cabello encanecido se recogía severo sobre su nuca.

– Augusta, ésta es la señorita Clarissa Fleming -dijo Harry, haciendo rápidamente las presentaciones-. Ya te he hablado de ella. Es una familiar que me hizo el favor de convertirse en institutriz de Meredith.

– Claro que sí. -Augusta dirigió una sonrisa a la mujer pero en lo profundo suspiró desdichada pues tampoco recibía por ese lado una bienvenida demasiado cálida.

– Esta mañana se nos ha dado la noticia de la boda -dijo Clarissa con mordacidad-, algo apresurada. Pensábamos que se celebraría dentro de cuatro meses.

– Las circunstancias cambiaron de súbito -dijo Harry, sin extenderse en disculpas ni explicaciones, componiendo una sonrisa fría y remota-. Es algo sorprendente pero, aun así, estoy seguro de que le darás la bienvenida a mi mujer, ¿verdad, Clarissa?

Clarissa inspeccionó a Augusta de pies a cabeza.

– Por supuesto -dijo-. Si me sigue, le mostraré su dormitorio. Supongo que después del viaje querrá refrescarse.

– Gracias. -Augusta miró de soslayo a Harry que se dedicaba a impartir órdenes a los criados. Meredith estaba a su lado, la manecita pequeña en la del padre. Ninguno de los dos le prestaba ya la menor atención.

– Tengo entendido -recitó Clarissa mientras subían los escalones y entraban en el amplio vestíbulo de mármol- que está usted emparentada con lady Prudence Ballinger, autora de varios libros de estudio muy útiles para las jóvenes.

– Lady Prudence era mi tía.

– Ah, entonces, ¿es usted una de los Ballinger de Hampshire? -preguntó Clarissa con entusiasmo naciente-. Una familia de categoría, destacada por sus intelectuales.

– En realidad -dijo Augusta alzando orgullosa la barbilla- desciendo de la rama de Northumberland.

– Entiendo -dijo Clarissa, pero el entusiasmo se había extinguido en su mirada.

Esa noche, ya tarde, Harry estaba sentado solo en su recámara con una copa de coñac en una mano y un ejemplar de Las guerras del Peloponeso, de Tucídides, en la otra. Pero hacía largo rato que no leía una palabra, pensando en su preciosa esposa, que permanecía en la cama, en la habitación contigua. Ya hacía un buen rato que no llegaba el menor ruido.

Bebió otro sorbo de coñac e intentó concentrarse en el libro, pero fue en vano. Cerró el volumen de golpe y lo arrojó sobre la mesa próxima.

Durante el viaje se había prometido demostrarle a Augusta que podría ejercer un sutil control sobre sí, pero ahora se preguntaba si no sería una sutileza excesiva. La joven le había arrojado el guante echándole en cara la precipitación con que le había hecho el amor en el coche de Sally. Según Harry, aquello representaba el desafío de demostrarle que no era un esclavo de sus deseos. No estaba dispuesto a ser el Antonio de Cleopatra.

Con todo, no podía culpar a Augusta por pensar así. Después de la manera como la había seducido en el coche, la joven tenía derecho a suponer que no sería capaz de quitarle las manos de encima. No existía mujer capaz de resistirse a emplear ese poder que, en manos de una chica atrevida, audaz como Augusta, podía resultar peligroso. Había decidido mantenerse firme desde el comienzo del matrimonio y demostrar que no carecía de continencia. «Comienza del mismo modo en que piensas continuar», se dijo.

Había dado las buenas noches a Augusta a la entrada de la habitación con suma cortesía, pero le resultó un feroz tormento. Se preguntó si estaría despierta esperándolo. «La duda le hará bien -pensó-. Esta mujer es demasiado cabezota y muy dada al desafío, como lo demostró el asunto con Lovejoy, justamente tratando de demostrarme que no tenía la obligación de rendirse a mis deseos.»

Harry se levantó y cruzó con pasos largos la habitación para servirse otra copa. Hasta el momento había sido demasiado complaciente con Augusta: ése era el problema, un exceso de indulgencia. ¿No era acaso una Ballinger de Northumberland? Necesitaba una mano firme que le sujetara las riendas. Si querían un futuro feliz, tenía que doblegar las inclinaciones temerarias del temperamento de su esposa.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, se preguntaba con más insistencia si hacía bien al retardar su presencia. Bebió otro trago y sintió que una suerte de calor se le agitaba en la ingle.

De pronto, con una clarividencia otorgada por el licor, comprendió que había otro modo de encarar la situación. Siguiendo la lógica -y el conde se ufanaba de su propio sentido lógico- podía concluirse que podía ser conveniente afirmar sus derechos como esposo desde el principio. Sí, ese razonamiento era mucho más sensato que el anterior. A fin de cuentas, no tenía que demostrar control sobre sí mismo sino su papel dominante en el matrimonio; que era el dueño y señor de su casa.

Bastante más complacido con esta nueva corriente de ideas, dejó la copa en la mesa y se decidió a abrir la puerta del dormitorio. De pie en el umbral, escudriñó entre las sombras que rodeaban la cama:

– Augusta.

No hubo respuesta. Entró en la habitación y vio que nadie ocupaba la cama adoselada.

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