– Como he dicho, milord, le deseo buena suerte. -«Es deprimente escuchar de boca del propio Graystone la confirmación de los rumores acerca de esa infame lista», pensó Augusta-. Espero que no lamente haber fijado tan elevadas exigencias. -Apretó más aún el diario de Rosalind Morrissey-. Si me disculpa, quisiera regresar a mi dormitorio.
– Por favor.
Graystone inclinó la cabeza con aire de grave cortesía y se apartó para dejarla pasar.
Aliviada por haber podido escapar, Augusta se apresuró a rodear el escritorio y se alejó del conde con rapidez. Tenía una aguda conciencia de lo íntimo de la situación. Si, vestido con el atuendo formal para una velada, Graystone le resultaba de por sí impresionante, en ropa de dormir era demasiado para sus rebeldes sentidos.
Augusta había cruzado ya la mitad de la biblioteca cuando recapacitó en algo. Se detuvo y se dio la vuelta para mirarlo.
– Necesito hacerle una pregunta.
– ¿Sí?
– ¿Se siente obligado a mencionarle este desagradable incidente a lord Enfield?
– Señorita Ballinger, ¿qué haría usted en mi lugar? -preguntó en tono seco.
– Pues, desde luego sería más caballeroso guardar silencio sobre el asunto -afirmó Augusta de inmediato-. Después de todo, está en juego la reputación de una dama.
– Así es, y no precisamente la de su amiga. En esta ocasión está en peligro la suya, ¿no es así, señorita Ballinger? Ha arriesgado usted la joya más valiosa de una mujer: su reputación.
«¡Maldito individuo: qué arrogante animal! Y además, pomposo.»
– Milord, es cierto que acabo de correr un riesgo -dijo la joven en el tono más helado que fue capaz-. Debe usted recordar que desciendo de los Ballinger de Northumberland, y no de los de Hampshire. Las mujeres de mi familia no observan demasiado las reglas sociales.
– ¿No cree que la mayoría de esas reglas apuntan a su propia protección?
– En absoluto. Están formuladas para conveniencia de los hombres, y nada más.
– Señorita Ballinger, lamento disentir con usted. Existen ocasiones en que las reglas de sociedad son en extremo inconvenientes para un hombre. Y le aseguro que ésta es una de ellas.
Augusta frunció el entrecejo en un gesto dubitativo, pero decidió dejar correr el comentario.
– Según entiendo, está usted en los mejores términos con mi tío, y no querría que fuésemos enemigos.
– Estoy de acuerdo. Le aseguro que no tengo intención de ser su enemigo, señorita Ballinger.
– Gracias. De todos modos, para ser franca debo decirle que usted y yo tenemos muy poco en común. Somos por completo opuestos en lo que se refiere a temperamento e inclinaciones, como sin duda comprende. Es usted un hombre sujeto a los dictados del honor, del buen comportamiento y de todas esas normas engorrosas que rigen la sociedad.
– ¿Y usted, señorita Ballinger? ¿A qué está sujeta?
– A nada, milord -afirmó la joven con candidez-. Quiero vivir la vida en plenitud. A fin de cuentas, soy la última de los Ballinger de Northumberland y como tal, prefiero mil veces correr ciertos riesgos que sepultarme bajo el peso de un montón de aburridas virtudes.
– Me decepciona, señorita Ballinger. ¿Acaso no ha oído decir que la virtud contiene la recompensa en sí misma?
Augusta volvió a mirarlo ceñuda, con la vaga aprensión de que estuviera provocándola, pero luego pensó que aquello era improbable.
– No he tenido demasiadas pruebas en ese sentido. Por favor, responda a mi pregunta. ¿Se siente obligado a comunicarle a lord Enfield mi presencia en la biblioteca esta noche?
La contempló con los ojos casi ocultos tras los párpados, las manos hundidas en los bolsillos de la bata.
– ¿Usted qué cree, señorita Ballinger?
Augusta se tocó el labio inferior con la punta de la lengua y esbozó una sonrisa.
– Milord, creo que está usted atrapado en la maraña de sus propias reglas. No puede contarle a Enfield este incidente sin violar su propio código de honor, ¿no es así?
– Tiene razón. No diré una palabra a Enfield, pero por motivos personales, señorita Ballinger. Y como no está enterada de esos motivos, le sugiero que no saque conclusiones.
Reflexiva, la muchacha inclinó la cabeza a un lado.
– La razón de su silencio sería el respeto a mi tío, ¿no es así? Es su amigo, y no quisiera avergonzarlo a causa de mis acciones.
– Eso se acerca más a la verdad, pero no lo explica todo, de ninguna manera.
– Bueno, cualquiera que sea el motivo, se lo agradezco. -Al comprender de pronto que tanto ella como su amiga Rosalind Morrissey estaban a salvo, sonrió. Pero entonces recordó que quedaba sin responder una pregunta-. Milord, ¿cómo sabía usted que yo pensaba hacer esto?
Esta vez fue Graystone quien sonrió. La peculiar curva de sus labios tuvo el efecto de provocar en Augusta un estremecimiento de alarma.
– Con un poco de suerte, esta cuestión la mantendrá desvelada un buen rato esta noche, señorita Ballinger. Piénselo bien. Quizá le beneficie reflexionar acerca del hecho de que los secretos de una dama están siempre expuestos a las murmuraciones. Por lo tanto, una joven prudente cuidaría de no correr el riesgo que ha asumido usted esta noche.
Abatida, Augusta frunció la nariz.
– No tendría que habérselo preguntado. Es evidente que una persona de temperamento altanero aprovecharía cualquier oportunidad de reprimenda. Sin embargo, lo perdono esta vez porque estoy agradecida por su ayuda tanto como por su silencio.
– Y espero que continúe así.
– Estoy segura. -En un impulso, Augusta volvió hacia el escritorio, se detuvo ante el conde y, poniéndose de puntillas, le estampó un breve beso en el borde de la mandíbula. Bajo la suave caricia, Graystone permaneció inmóvil como una piedra. Augusta supo que lo había desasosegado y no pudo resistir la tentación de reír-. Buenas noches, milord.
Impresionada por su propia audacia y por el éxito de su incursión, giró en redondo y corrió hacia la puerta.
– ¿Señorita Ballinger?
– ¿Qué, milord? -Se detuvo y se dio la vuelta otra vez, esperando que no notara su sonrojo.
– Olvida llevarse la vela. La necesitará para subir las escaleras. -La recogió y se la ofreció.
Augusta vaciló un instante y luego se acercó al hombre. Le arrebató la vela y, sin añadir palabra, se apresuró a salir del estudio.
«Es una suerte que no figure en su lista», se dijo mientras volaba escaleras arriba hacia el pasillo del dormitorio. Era indudable que una Ballinger de Northumberland no podría encadenarse a un hombre tan anticuado e inflexible. Además de las notables diferencias de temperamento, tenían pocos intereses en común. Graystone era consumado lingüista y estudioso de los clásicos, tal como Thomas Ballinger, tío de Augusta. Se dedicaba al estudio de los clásicos y publicaba imponentes tratados siempre bien recibidos por los entendidos.
Si Graystone fuese uno de los nuevos poetas cuyos versos ardientes y ojos llameantes estuvieran de moda, Augusta habría comprendido su inclinación. Pero el conde no era un escritor de esa clase. Más bien producía aburridas obras como Una discusión acerca de algunos elementos en la Historia de Tácito, y Discurso sobre una antología de las Vidas de Plutarco. Ambos habían sido publicados recientemente con gran éxito de crítica. Y por ignotas razones, ella había leído ambas obras de cabo a rabo.
Apagó el candil y entró en silencio en el dormitorio que compartía con Claudia. De puntillas, se acercó a la cama y cogió el camisón. Un rayo de luna que se escurría por una abertura a través de las espesas cortinas iluminaba la silueta de su prima dormida.
Claudia tenía el cabello dorado pálido característico de los Ballinger de Hampshire. La adorable cara de nariz patricia yacía de lado sobre la almohada. Las largas pestañas ocultaban los suaves ojos azules. Su bien ganado apodo de Ángel le había sido conferido por los caballeros de la alta sociedad que la admiraban.