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– Tu padre es un hombre muy apegado al deber.

– Tía Clarissa me dijo también que mi padre «hallaría un ejemplo de mujer que siguiera los pasos de mi ilustre madre».

Augusta ahogó un gemido.

– Una tarea ardua. La otra noche vi el retrato de tu madre en la galería. Era muy bella.

– Ya te lo decía. -Meredith frunció la frente-. Sin embargo, papá dice que la belleza no lo es todo en la mujer y que la mujer virtuosa es más valiosa que los rubíes. ¿No te parece un bonito símil? Mi padre escribe muy bien, ¿sabes?

– No quisiera desilusionarte -murmuró Augusta pero esa observación ya la han hecho antes que tu padre.

Meredith se encogió de hombros.

– Podría haberla hecho él. Papá es muy inteligente. Solía hacer los juegos de palabras más complicados del mundo.

– ¿En serio?

Por fin, Meredith comenzaba a manifestar entusiasmo en la conversación al abordar el tema preferido: su padre.

– Una vez, siendo yo pequeña, estaba trabajando él en la biblioteca y le pregunté qué hacía. Me respondió que estaba resolviendo un enigma muy importante.

Augusta, curiosa, inclinó la cabeza.

– ¿Cómo se llamaba el juego?

Meredith frunció el entrecejo.

– Fue hace tiempo y yo era muy niña. Pero recuerdo que tenía que ver con una telaraña.

Augusta se quedó mirando el sombrerito de Meredith.

– ¿Una telaraña? ¿Estás segura?

– Creo que sí. ¿Por qué? -Meredith levantó la cabeza y la observó bajo el ala-. ¿Conoces el juego?

– No. -Augusta negó lentamente con la cabeza-. Pero mi hermano me dejó un poema que se llama La telaraña. Yo no lo entiendo. Y no sabía que él escribiese poemas.

Recordó el papel que había sido utilizado, manchado de sangre y el poema, extraño y ácido.

Pero Meredith ya estaba interesada en otro tema.

– ¿Tienes un hermano?

– Lo tenía; murió hace dos años.

– Oh, cuánto lo siento. Debe de estar en el cielo, como mi madre.

Augusta esbozó una sonrisa melancólica.

– No sé si el Señor permitirá que los Ballinger de Northumberland vayan al cielo.

Meredith se quedó boquiabierta.

– ¿No crees que tu hermano esté en el cielo?

– Claro que sí: estaba bromeando. No me hagas caso, Meredith. Tengo un sentido del humor muy particular, pregúntale a cualquiera. Vamos, estoy hambrienta y ahí veo un lugar perfecto para almorzar.

Afligida, Meredith observó el sitio propuesto: un espacio cubierto de hierba a orillas de un arroyo.

– Tía Clarissa dijo que tuviese cuidado de no ensuciarme el vestido. Dice que las auténticas damas no suelen mancharse.

– No te preocupes. Cuando yo tenía tu edad, solía hacerlo; a veces todavía me sucede. Pero debes de tener otros muchos vestidos como ése en el guardarropa,¿verdad?

– Sí.

– Entonces, si le sucediera algo a éste, lo tiraríamos y te pondrías otro. ¿Para qué tienes tantos si no los usas?

– No se me había ocurrido. -Meredith miró con renovado interés el lugar que había indicado Augusta para almorzar-. Tal vez tengas razón.

Augusta rió y sacó un mantel de la canasta.

– Mañana mandaremos a buscar a la modista. Necesitas vestidos nuevos.

– ¿Te parece?

– Sin duda.

– Clarissa dice que los que tengo deben durar por lo menos seis meses y hasta un año, al menos.

– Imposible. Mucho antes ya te habrán quedado pequeños. Te quedarán pequeños este mismo fin de semana.

– ¿Esta semana? -Meredith la miró perpleja y luego sonrió vacilante-. Ah, ya entiendo, estás bromeando.

– No, hablo muy en serio.

– Oh. Cuéntame más cosas acerca de tu hermano. En ocasiones, pienso que me habría gustado tener un hermano.

– ¿Sí? Bueno, es interesante tener hermanos.

Augusta comenzó a hablar con fluidez de los buenos tiempos con Richard mientras sacaban de la cesta la apetitosa comida: pastelillos de carne, salchichas, fruta y bizcochos.

Acababan de sentarse cuando una larga sombra cayó sobre el mantel y un par de botas brillantes se detuvieron al borde.

– ¿Habrá suficiente para tres? -preguntó Harry.

– ¡Papá! -Meredith se levantó de un salto con expresión sorprendida, y luego ansiosa-. Augusta me dijo que necesitaba a alguien que la llevara a recorrer las tierras y tú estabas ocupado.

– Una idea excelente. -Harry le sonrió-. Nadie conoce esta propiedad mejor que tú.

Aliviada, Meredith le devolvió la sonrisa.

– Papá, ¿quieres un pastel de carne? La cocinera ha preparado muchos. Y hay un montón de salchichas y bizcochos. Toma, come.

Augusta mostró una expresión feroz.

– Meredith, no regales toda la comida. Tú y yo tenemos prioridad. Tu padre no estaba invitado y le dejaremos sólo las sobras.

– Señora mía, es usted una mujer sin corazón -dijo Harry marcando las palabras.

Meredith sintió que se le congelaban los dedos sobre el pastel. Miró primero a Augusta con ojos perplejos y luego se volvió a su padre.

– Papá, hay mucho para ti, te lo juro. Puedes coger mi parte.

– De ninguna manera -se apresuró a responder Harry-. Cogeré de la de Augusta. Prefiero comer de la suya.

– Pero, papá…

– Basta -dijo Augusta ante la expresión consternada de la niña-. Tu padre estaba tomándonos el pelo y yo le devolvía la broma. No te aflijas, Meredith. Hay suficiente comida para todos.

– Oh. -Mirando al padre con aire dubitativo, Meredith volvió a sentarse. Se acomodó la falda con el mayor cuidado de modo que no cayese sobre la hierba-. Papá, me alegro de que te hayas reunido con nosotras. Es divertido, ¿verdad? Nunca había hecho un almuerzo campestre. Augusta me ha contado que su hermano y ella los hacían a menudo.

– ¿Es cierto eso? -Harry se apoyó sobre el codo y mordisqueó un trozo de pastel de carne mirando a Augusta de soslayo.

Un tanto impresionada, Augusta advirtió que Harry llevaba ropa de montar y el cuello al descubierto. No llevaba el habitual corbatín blanco impecable. Hasta el momento, salvo en la intimidad de sus habitaciones, nunca lo había visto vestido con semejante informalidad. Se ruborizó ante la ocurrencia y dio un mordisco al pastel.

– Sí -dijo Meredith, cada vez más expansiva-. Su hermano era un Ballinger de Northumberland, igual que Augusta. Se los considera audaces y atrevidos. ¿Lo sabías, papá?

– Creo que había oído hablar de ello. -Harry siguió masticando el pastel sin apartar los ojos del rostro sonrojado de Augusta-. Yo mismo puedo dar fe del audaz temperamento de los Ballinger de Northumberland. Es difícil imaginar las cosas de que es capaz un Ballinger de Northumberland. En especial, en plena noche.

Augusta echó una mirada de advertencia a su verdugo.

– Y yo he descubierto que los condes de Graystone también pueden llegar a ser audaces. Casi diría que demasiado.

– Tenemos nuestros arranques. -Harry rió y mordió otro buen bocado de pastel.

Sin advertir el juego, Meredith continuó parloteando.

– El hermano de Augusta era muy valiente. Y un gran jinete. Creo que participó en una carrera, ¿te lo ha contado Augusta?

– No.

– Pues la ganó.

– Sorprendente.

Augusta se aclaró la voz.

– Meredith, ¿quieres fruta?

Prefirió desviar la conversación de la niña hasta que terminaran el almuerzo. Luego propuso a la niña que jugara con ramas en el arroyo a ver cuál llegaba antes a un punto determinado.

Harry se quedó junto a la orilla unos momentos observándola jugar y luego volvió hasta Augusta sentándose otra vez.

– Está divirtiéndose. -Harry se apoyó sobre el codo y flexionó una pierna en un gesto gracioso y masculino-. Estoy pensando que le convendría más actividad al aire libre.

– Me alegra que estés de acuerdo. Los pasatiempos son tan importantes para un niño como la historia y los globos terráqueos. Si me lo permites, me gustaría agregar algunas materias al programa.

Harry se puso ceñudo:

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