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El sonido de un carruaje que pasaba por la calle le llegó a través de la ventana abierta y atrajo su atención durante algún tiempo. Contuvo el aliento mientras escuchaba, atento al menor sonido que indicase peligro, y permaneció así hasta que el ruido se alejó calle abajo, apagándose en la distancia. En otra ocasión le pareció percibir un crujido en la escalera y mantuvo largo rato los ojos clavados en la azulada penumbra del vestíbulo, mientras su mano derecha rozaba la culata del revólver.

Un ratón iba y venía sobre el cielo raso. Levantó los ojos hacia el techo, escuchando el suave roce con que el pequeño animal se movía entre las vigas. Hacia varios días que intentaba darle caza, y a tal efecto había dispuesto un par de trampas en la cocina, junto a un orificio próximo a la chimenea por donde el roedor solfa lanzar nocturnas incursiones contra la despensa. Sin duda se trataba de un ratón astuto, pues siempre aparecía el queso mordisqueado junto al resorte, sin que las trampas de alambre hubiesen llegado a funcionar. Por lo visto se las había con un roedor de talento, factor que establecía la diferencia entre cazar o ser cazado. Y, escuchándolo deslizarse por el techo, el maestro de esgrima se alegró de no haberlo podido atrapar todavía. Su menuda compañía, allá arriba, aliviaba la soledad de la larga espera.

Extrañas imágenes se le agitaban en la mente, instalada en un estado de tensa duermevela. Tres veces creyó ver algo perfilarse en el vestíbulo y se incorporó sobresaltado, y las tres volvió a recostarse en el sillón, tras comprobar que había sido engañado por sus sentidos. En las cercanías, el reloj de San Ginés dio los cuartos y después tres campanadas.

Esta vez no cabía la menor duda. Algo había sonado en la escalera, como un roce contenido. Se inclinó hacia adelante muy despacio, concentrando hasta el último rincón de su ser en escuchar con toda atención. Algo se movía cautelosamente al otro lado de la puerta. Conteniendo el aliento, con la garganta crispada por la tensión, apagó la luz del quinqué. La única claridad, ahora, era la débil penumbra del vestíbulo. Sin levantarse, cogió el revólver en la mano derecha, lo amartilló apagando el sonido del percutor entre las piernas y, con los codos apoyados sobre la mesa, apuntó hacia la puerta. No era tirador de pistola; pero a aquella distancia resultaba difícil errar el blanco. Y en el tambor había cinco balas.

Le sorprendió escuchar unos suaves golpes en la puerta. Era insólito, se dijo, que un asesino pidiera permiso para entrar en casa de su víctima. Permaneció inmóvil y silencioso en la oscuridad, aguardando. Quizás pretendiesen comprobar si dormía.

Volvieron a sonar los golpes, un poco más fuertes, aunque sin excesiva energía. Estaba claro que el misterioso visitante no deseaba despertar a los vecinos. Jaime Astarloa comenzaba a sentirse desconcertado. Esperaba qué intentasen forzar la entrada, pero no que alguien llamase a su puerta a las tres de la madrugada. De todas formas la habla dejado sin cerrojo, y bastaba mover el picaporte para abrirla. Esperó mientras contenía el aire en los pulmones, sosteniendo con firmeza el revólver, el índice rozando el gatillo. Quienquiera que fuese, terminarla por entrar.

Sonó un crujido metálico. Alguien movía el picaporte. Se escuchó un leve chirrido cuando la puerta giró sobre los goznes. El maestro dejó salir suavemente el aire de los pulmones, volvió a respirar hondo y contuvo otra vez el aliento. Su índice se apoyó con mayor presión sobre el gatillo. Dejaría que la primera silueta se enmarcase en mitad del recibidor, y entonces le pegaría un tiro.

– ¿Don Jaime?

La voz había sonado en un susurro, interrogante. Un frío glacial brotó en mitad del corazón del maestro de esgrima y se extendió por sus venas, helándole los miembros. Sintió cómo sus dedos aflojaban la presión, cómo el revólver cata sobre la mesa. Se llevó una mano a la frente mientras se ponía en pie, rígido como un cadáver. Porque aquella voz suavemente ronca, con leve acento extranjero, que venla del vestíbulo, le llegaba desde las brumas del Más Allá. No era otra que la de Adela de Otero.

La silueta femenina se perfiló en la penumbra azulada, deteniéndose ante el umbral del salón. Se escuchó un ligero rumor de faldas y después la voz sonó de nuevo:

– ¿Don Jaime?

Alargó éste una mano, buscando a tientas los fósforos. Rascó uno, y la pequeña llama hizo bailar un siniestro juego de luces y sombras en sus facciones crispadas. Los dedos le temblaban cuando encendió el quinqué y lo levantó en alto para iluminar la aparición que acababa de clavarle la muerte en el alma.

Adela de Otero seguía inmóvil en la puerta, con las manos en el regazo de su vestido negro. Se cubría con un sombrero de paja oscura con cintas también negras, y llevaba el cabello recogido en la nuca. Parecía tímida e insegura, como una chica díscola que pidiera disculpas por regresar a casa a horas intempestivas.

– Creo que le debo una explicación, maestro.

Jaime Astarloa tragó saliva mientras dejaba el quinqué sobre la mesa. Por su mente pasó la imagen de otra mujer mutilada sobre la mesa de mármol de la morgue, y pensó que, en efecto, Adela de Otero le debía bastante más que una explicación.

Abrió por dos veces la boca para hablar, pero las palabras rehusaron asomarse a sus labios. Permaneció as(, apoyado en el borde de la mesa, viendo cómo la joven se acercaba unos pasos hasta que el círculo de luz le llegó a la altura del pecho.

– He venido sola, don Jaime. ¿Puede escucharme?

La voz del maestro de esgrima sonó con un siseo apagado.

– Puedo escuchar.

Ella se movió ligeramente y la luz del quinqué alcanzó su barbilla, la boca y la pequeña cicatriz en la comisura de los labios.

– Es una larga historia…

– ¿Quién era la mujer muerta?

Hubo un silencio. Boca y barbilla se retiraron del circulo de luz.

– Tenga paciencia, don Jaime. Cada cosa a su tiempo -hablaba en tono muy quedo, dulcemente, con aquella modulación algo ronca que tan encontrados sentimientos suscitaba en el viejo maestro de esgrima-. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Jaime Astarloa tragó saliva. Temía despertar de un momento a otro, cerrar los ojos un instante y, al abrirlos de nuevo, comprobar que Adela de Otero ya no estaba allí. Que nunca había estado allí.

Una mano de ella se movió lentamente en la claridad, con los dedos extendidos, como si no tuviera nada que ocultar.

– Para que usted comprenda lo que he venido a decirle, don Jaime, debo remontarme a mucho tiempo atrás. Cosa de diez años, más o menos -ahora la voz sonaba neutra, distante. El maestro de esgrima no poda verle los ojos, pero los imaginó ausentes, fijos en un punto del infinito. O quizás, pensó más tarde, al acecho, estudiando el reflejo en su rostro de los sentimientos suscitados por los recuerdos que narraba-. Por aquella época, cierta jovencita vivía una hermosa historia de amor. Una historia de amor eterno…

Calló un instante, como si valorase la palabra.

– Amor eterno -repitió-. Para simplificar, evitaré detalles que podrían parecerle de mal gusto, diciendo que la hermosa historia de amor terminó seis meses después en un país extranjero, una tarde de invierno, a orillas de un río desde cuyo cauce ascendía la niebla, entre lágrimas y en la más absoluta soledad. Aquellas aguas grises fascinaban a la niña, ¿sabe? La fascinaban tanto que pensó buscar en ellas eso que los poetas llaman la dulce paz del olvido… Como puede ver, la primera parte de mi narración tiene aires de folletín. Un folletín bastante vulgar.

Adela de Otero hizo una pausa, riendo con su risa de contralto, sin alegría. Jaime Astarloa no se había movido una pulgada y seguía escuchando en silencio.

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