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Anduvo por casa el resto de la jornada como un león enjaulado, dándose a todos los diablos. En una ocasión se detuvo y contempló su rostro en los espejos de la galería.

– ¿Y qué otra cosa podías esperar? -se interrogó con desprecio.

Desde el reflejo, la imagen encanecida de un anciano le hizo una mueca amarga.

Pasaron varios días. Los periódicos, amordazados por la censura, informaban entre líneas de los avatares políticos. Se decía que don Juan Prim habla obtenido permiso de Napoleón III para tomar las aguas en Vichy. Inquieto por la proximidad del conspirador, el gobierno de González Bravo hacia llegar por diversos conductos su malestar al emperador de Francia. En Londres, mientras preparaba las maletas, el conde de Reus mantenía intensas reuniones con sus correligionarios y se las ingeniaba para que diversas personalidades aflojasen la bolsa por la causa. Una revolución que no gozara del debido respaldo económico corría el riesgo de convertirse en una chapuza, y el héroe de los Castillejos, retorcido el colmillo por los anteriores fracasos, ya no estaba dispuesto más que a jugarse el tipo sobre seguro.

En Madrid, González Bravo repetía con cierto chulesco donaire las palabras pronunciadas el día de su toma de posesión en el Congreso:

– Somos un Gobierno de resistencia a la revolución; tenemos confianza en el país, y los conspiradores nos encontrarán en la brecha. Yo no presido el Consejo de Ministros, sino que está aquí la sombra del general Narváez.

Pero la difunta sombra del Espadón de Loja tenía a los revoltosos sin el menor cuidado. Viéndolas venir, los generales que antaño habían acuchillado al pueblo sin el menor reparo se pasaban ahora en masa al bando de la revolución, si bien no estaban dispuestos a dar el grito hasta que la cosa estuviese hecha. A remojo en Lequeitio, lejos del hervidero madrileño, Isabel II no las tenía todas consigo, y se apoyaba como último recurso en el general Pezuela, conde de Cheste, que acariciaba el pomo del sable mientras hacía fervientes promesas de lealtad isabelina:

– Si hay que morir defendiendo la regia cámara, se muere. Para eso estamos.

Confiando de momento en tan bizarro recurso, la prensa gubernamental procuraba tranquilizar al país con profusas gacetillas sobre la normalidad reinante. Una copla se había puesto de moda en los papeles oficialistas:

Muchos con la esperanza viven alegres, muchos son los borricos que comen verde…

Jaime Astarloa había perdido un cliente: Adela de Otero ya no acudía a las sesiones de esgrima. Se la veía por Madrid indefectiblemente escoltada por el marqués de los Alumbres, paseando por el Retiro, en calesa por el Prado, en el teatro Rossini o en un palco de la Zarzuela. Entre golpes de abanico y discretos codazos cloqueaba la buena sociedad madrileña, preguntándose quién era aquella desconocida que de tal modo le habla puesto los puntos al calavera de Ayala. Nadie supo decir de dónde había caldo, se ignoraba todo sobre su familia y no se le conocía relación social ninguna, exceptuando al de los Alumbres. Las más afiladas lenguas capitalinas pasaron un par de semanas en arduas cábalas e investigaciones, pero terminaron por declararse vencidas. Sólo pudo establecerse que la joven había llegado recientemente del extranjero y que, sin duda debido a ello, algunas de sus costumbres eran impropias de una dama.

Llegaban hasta don Jaime algunos de estos rumores, debidamente amortiguados por la distancia, y él los encajaba con el debido estoicismo. Por otra parte, su exquisita prudencia se imponía en las sesiones diarias que seguía manteniendo con Luis de Ayala. Jamás mostró curiosidad alguna por averiguar cómo transcurría la vida de la joven, y tampoco el marqués parecía inclinado a ponerlo al corriente. Tan sólo una vez, mientras ambos saboreaban la habitual copa de jerez tras un par de asaltos, el aristócrata le puso una mano en el hombro y sonrió, amistoso y confidencial:

– Maestro, le debo a usted mi felicidad.

Acogió don Jaime el comentario con la debida frialdad, y eso fue todo. Pocos días después, el maestro de esgrima recibió la segunda orden de pago firmada por Adela de Otero, en la que se le abonaban sus honorarios por las últimas semanas. Venla acompañada de una escueta esquela:

Lamento no seguir disponiendo de tiempo para continuar con nuestras interesantes sesiones de esgrima. Quiero agradecerle sus deferencias, asegurándole que guardo de usted un recuerdo inolvidable.

De mi más distinguida consideración

ADELA DE OTERO

Leyó el maestro varias veces la carta, pensativo y ceñudo. Después la dejó sobre la mesa y, cogiendo un lápiz, hizo cuentas. Tomó a continuación recado de escribir y mojó la pluma en el tintero:

Estimada señora:

Observo con sorpresa que en la segunda orden de pago por usted remitida, abona nueve sesiones de esgrima como correspondientes al mes en curso, cuando en realidad sólo tuve el placer de dedicarle tres durante esta mensualidad. Sobra, por tanto, la cantidad de 360 reales, que le devuelvo con orden de pago adjunta.

Reciba Vd. mi más atento saludo

JAIME ASTARLOA Maestro de Armas

Firmó y después tiró la pluma sobre la mesa con irritado impulso. Algunas gotas de tinta salpicaron la carta de Adela de Otero. La agitó en el aire para que se secasen los borrones, contemplando la escritura nerviosa y picuda de la joven: los rasgos eran largos y aguzados como puñales. Dudó entre romperla o conservarla, decidiéndose finalmente por la última solución. Cuando el dolor se hubiese atenuado, aquel trozo de papel constituirla un recuerdo más. Mentalmente, don Jaime lo incluyó en el rebosante baúl de sus nostalgias.

Aquella tarde, la tertulia del Progreso se disolvió antes de lo habitual. Agapito Cárceles estaba muy atareado con un artículo que debía entregar por la noche en el Gil Blas, y Carreño aseguraba que tenía sesión extraordinaria en la logia de San Miguel. Don Lucas se había retirado pronto, aquejado de un leve catarro estival, así que Jaime Astarloa se quedó solo con Marcelino Romero, el profesor de piano. Decidieron ambos dar un paseo, aprovechando que el calor del día daba paso a una tibia brisa vespertina. Bajaron por la Carrera de San Jerónimo; don Jaime se quitó la chistera al cruzarse con algún conocido ante el restaurante Lhardy y en la puerta del Ateneo. Romero, apacible y melancólico según su costumbre, caminaba mirándose la punta de los pies, ensimismado en sus pensamientos. Llevaba una arrugada chalina en el cuello y el sombrero descuidadamente echado hacia atrás, sobre el cogote. Las puntas de su camisa no se veían muy limpias.

El paseo del Prado hervía de paseantes bajo los árboles. En los bancos de hierro forjado, soldados y criadas tejían y destejían requiebros y chirigotas mientras gozaban de los últimos rayos de sol. Algunos elegantes caballeros, acompañando a damas o en grupos de amigos, paseaban entre las fuentes de Cibeles y Neptuno, movían los bastones con afectación y se llevaban la mano a la chistera al pasar cerca el frufrú de alguna falda respetable o interesante. Por la enarenada avenida central, sombreros y sombrillas multicolores circulaban en carruajes descubiertos bajo la luz rojiza del atardecer. Un rubicundo coronel de Ingenieros, cruzado el pecho de heroica ferretería, fajín y sable, fumaba plácidamente un veguero mientras conversaba en voz baja con su ayudante, un capitán de rostro conejil que asentía con grave circunspección; era evidente que hablaban de política. Unos pasos más atrás seguía la señora coronela, a duras penas encorsetadas sus jamonas carnes bajo el vestido cuajado de encajes y lacitos, mientras la doncella, delantal y cofia, pastoreaba un rebaño de media docena de niños de ambos sexos, vestidos con puntillas y medias negras. En la glorieta de las Cuatro Fuentes, un par de lechuguinos con brillantina y raya en medio se retorcían los engomados bigotes mientras lanzaban furtivas miradas a una joven que, bajo estrecha vigilancia de su aya, leía un tomito de dolo-ras de Campoamor, ajena a la expectación que su pequeño y fino pie, junto a dos tentadoras pulgadas de delicado tobillo enfundado en media blanca, suscitaba en los mirones.

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