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– Usted es muy joven. Se encuentra al comienzo de todo.

Ella lo miró fijamente. Después levantó las cejas y rió sin alegría.

– Yo no existo -dijo, con voz suavemente ronca.

Jaime Astarloa la miró, confuso. La joven se inclinó para dejar la copa de coñac sobre una mesita. Al hacerlo, el maestro de esgrima contempló el fuerte y hermoso cuello desnudo bajo la masa azabache del cabello recogido en la nuca.

Los últimos rayos de sol llegaban sobre la ventana, que enmarcaba un rectángulo de nubes rojizas. El reflejo de un cristal fue menguando en la pared hasta desvanecerse por completo.

– Es curioso -murmuró don Jaime-. Siempre me precié de conocer a un semejante tras haber cruzado los floretes durante un tiempo razonable. No resulta difícil, ejercitando el tacto, calar en la persona. Cada uno se muestra en la esgrima tal y como es.

Ella lo miraba con aire ausente, como si estuviese pensando en cosas remotas.

– Es posible -murmuró inexpresiva.

El maestro cogió un libro al azar, y tras sostenerlo un momento entre las manos lo devolvió distraídamente a su lugar.

– Con usted no ocurre eso -dijo. Ella pareció volver muy despacio en sí; sus ojos mostraron un leve destello de interés.

– Hablo en serio -continuó él-. De usted, doña Adela, sólo he sido capaz de adivinar su vigor, su agresividad. Los movimientos son pausados y seguros; demasiado ágiles para una mujer, demasiado gráciles para un hombre. Emana cierta sensación magnética; energía contenida, disciplinada… A veces un oscuro e inexplicable encono, ignoro contra qué. O contra quién. Tal vez la respuesta se encuentre bajo las cenizas de esa Troya que tan bien parece conocer.

Adela de Otero pareció meditar sobre aquellas palabras.

– Continúe -dijo.

Jaime Astarloa hizo un gesto de impotencia.

– No hay mucho más que decir -confesó, en tono de disculpa-. Soy capaz, como ve, de adivinar todo eso; pero no logro llegar hasta aquello que lo motiva. Sólo soy un viejo maestro de esgrima, sin pretensiones de filósofo, o de moralista.

– No está mal, para tratarse de un viejo maestro de esgrima -observó la joven con sonrisa burlona e indulgente. Algo parecía estremecerse con languidez bajo su piel mate. Al otro lado de la ventana, el cielo se oscurecía sobre los tejados de Madrid. Un gato pasó por el alféizar, taimado y silencioso, echó un vistazo a la habitación que empezaban a cubrir las sombras y siguió su camino.

Ella se movió, con suave rumor de faldas.

– En un momento equivocado -dijo, reflexiva y misteriosa-. En un día equivocado… En una ciudad equivocada -inclinó los hombros, sonriendo de forma fugitiva-. Lástima -añadió.

Don Jaime la miró, desorientado. Al sorprender su gesto, la joven entreabrió los labios con dulzura y, en graciosa mudanza, palmeó la piel del sofá a su lado. -Venga a sentarse aquí, maestro.

De pie junto a la ventana, Jaime Astarloa hizo un gesto de cortés negativa. La habitación ya estaba en penumbra, velada de grises y sombras.

– ¿Amó alguna vez? -preguntó ella. Sus facciones empezaban a difuminarse en la oscuridad creciente.

– Varias -contestó él con melancolía.

– ¿Varias? -la joven pareció sorprendida-. Ya entiendo. No, maestro. Quiero decir si alguna vez amó.

El cielo ya oscurecía rápidamente hacia el oeste. Don Jaime miró el quinqué, sin decidirse a encenderlo. Adela de Otero no parecía incómoda por la paulatina ausencia de luz. -Sí. Una vez, en París. Hace mucho tiempo. -¿Era hermosa?

– Sí. Tanto… como usted. Además, París la embellecía: Quartier Latin, elegantes trastiendas de la rue Saint Germain, bailes de la Chaumiére y Montparnasse…

Los recuerdos llegaron con una punzada de nostalgia que le contrajo el estómago. Miró otra vez el quinqué.

– Creo que deberíamos…

– ¿Quién dejó a quién, don Jaime?

Sonrió dolorosamente el maestro de esgrima, consciente de que Adela de Otero ya no podía ver su gesto.

– Fue algo más complejo. Al cabo de cuatro años, la obligué a escoger. Y lo hizo.

La joven era ahora una sombra inmóvil.

– ¿Casada?

– Era casada. Y usted es una joven inteligente. -¿Qué hizo después?

– Liquidé cuanto tenía, y regresé a España. De eso hace mucho tiempo.

En la calle, pértiga y chuzo, alguien encendía los faroles. Una débil claridad de luz de gas penetró por la ventana abierta. Ella se levantó del sofá y cruzó la oscuridad hasta llegar cerca del maestro. Se quedó allí, inmóvil junto a la ventana.

– Hay un poeta inglés -dijo en voz baja-. Lord Byron.

Don Jaime aguardó, en silencio. Podía sentir el calor que emanaba del cuerpo joven que tenía a su lado, casi rozando el suyo. Tenía la garganta seca, oprimida por el temor de que se escuchasen los latidos de su corazón. La voz de Adela de Otero sonó queda, como una caricia:

The devil speaks truth much oftener than he's deemed He has an ¡gnorant audience…

Se acercó más a él. Desde la calle, el resplandor iluminaba la parte inferior de su rostro, la barbilla y la boca:

El Diablo dice la verdad más a menudo de lo que se cree, pero tiene un auditorio ignorante…

Sobrevino un silencio absoluto, con apariencias de eternidad. Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de ella:

– Siempre hay una historia que contar.

Había hablado en tono tan bajo que don Jaime tuvo que adivinar las palabras. Sentía casi en la piel, muy cerca, el suave aroma de agua de rosas. Comprendió que empezaba a perder la cabeza, y buscó desesperadamente algo que lo anclase a la realidad. Entonces alargó la mano hacia el quinqué y encendió un fósforo. La humeante llama temblaba en sus manos.

Se empeñó en acompañarla hasta la calle Riaño. No eran horas, dijo sin atreverse a mirarla a los ojos, para que anduviese sola en busca de un coche. Así que se puso una levita, tomó bastón y chistera, y bajó los peldaños delante de ella. En el portal se detuvo y, tras un breve titubeo que no pasó inadvertido a Adela de Otero, terminó por ofrecerle un brazo con toda la helada cortesía de que fue capaz. La joven se apoyó en él, y mientras caminaban se volvía de vez en cuando a mirarlo de soslayo, con gesto en el que se adivinaba una oculta burla. Requirió don Jaime un calesín cuyo cochero dormitaba apoyado en el farol, subieron y dio la dirección. Trotó el coche calle Arenal abajo, torciendo a la derecha al llegar frente al palacio de Oriente. Permanecía silencioso el maestro de armas, con las manos apoyadas sobre el pomo del bastón, esforzándose inútilmente por mantener en blanco sus propios pensamientos. Lo que pudo llegar a ocurrir no había ocurrido, pero no estaba seguro de si debía felicitarse o despreciarse por ello. En cuanto a lo que Adela de Otero pensaba en aquel momento, no quería, bajo ningún concepto, averiguarlo. Flotaba, sin embargo, una certeza en el aire: aquella noche, al término de la conversación que, en apariencia, tenia que haberlos acercado más el uno al otro, algo se habla roto entre ambos, definitivamente y para siempre. Ignoraba qué, pero eso era lo de menos; lo inconfundible era el ruido de los pedazos al caer a su alrededor. La joven no iba a perdonarle jamás su cobardía. O su resignación.

Iban en silencio, ocupando cada uno su rincón del asiento tapizado de rojo. A veces, cuando pasaban junto a una farola encendida, un fragmento de claridad recorría el interior, permitiendo a don Jaime atisbar por el rabillo del ojo el perfil de su acompañante, absorta en la contemplación de las sombras que cubrían las calles. El viejo maestro hubiese querido decir cualquier cosa que aliviase la desazón que lo atormentaba; pero temía empeorar las cosas. Todo aquello resultaba endiabladamente absurdo.

Al cabo de un rato, Adela de Otero se volvió hacia él.

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