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Nunca olvidaré aquella gira, pues de Lima volé directamente a Santiago, primera etapa de una larga tournée chilena, doblemente intencionada. Quería, por un lado, insistir en la promoción del último compacto hecho «a cuatro manos» con Mía. Pero quería, también, dar con las huellas que me llevaran a donde el gran Enrique, ya que la rápida transformación operada en la vida afectiva de Mía y sus hijos, no dejaba de producirme una gran pena, probándome una vez más lo complejos que pueden ser los sentimientos humanos. Ahora que allá, en El Salvador, de regreso de Menorca y de Londres, desde hacía algún tiempo, a Mía simple y llanamente ya no le importaba nada que Enrique no diera señales de vida, nunca, y ahora que Mariana y Rodrigo ni siquiera lo mencionaban, ya, el hombre que durante tantos años nos alejó, una y otra vez, el que pudo haber sido mi gran rival, el hombre que pude odiar, se iba convirtiendo en mi recuerdo en un amigo entrañable, inolvidable. La vida, sin duda, nos había puesto a cada uno en el lugar del otro, pero resultaba, en el fondo, que la vida nunca nos había opuesto. Todo lo contrario, más bien, y, durante mi gira chilena, la primera en que tuve algún éxito como cantautor «a cuatro manos» de canciones para niños, poco a poco se fue convirtiendo en la búsqueda intensa y perseverante de un ser querido. Y fue en Valdivia donde por fin me informaron que Enrique vivía en Fuerte Castro, Chiloé, algo que en Santiago ni siquiera su madre quiso o supo decirme.

A Fuerte Castro llegué congelado, en un transbordador, y con un verdadero cargamento de música de Frank Sinatra. Pregunté por Enrique en una pequeña librería en la que, me habían asegurado, siempre se sabía de él. Y ahora recuerdo que, de camino del hotel a aquel pequeño establecimiento, tuve la fuerte impresión de andar buscando a un amigo por el polo, a veces, y por alguna de las mil islas que son Suecia, otras, aunque también de vez en cuando uno creía hallarse en Noruega. En todo caso, ahí a cada rato uno se cruzaba con un tipo con aires e indumentaria de lobo de mar polar y un rostro a veces escandinavo y otras medio esquimal.

Entré a la pequeña librería y fui recibido y atendido a cuerpo de rey, porque al amigo peruano del gran Enrique todo el mundo lo conocía como si fuera de toda la vida. Como cantautor apenas sabían de mí, pero como amigo de Enrique, sírvase otra copa de vino, Juan Manuel, que el Enrique no tarda en llegar y la sorpresa que le va a dar usted, ahora que baje del siguiente transbordador y se dé con que usted se ha venido a buscarlo hasta aquí. ¿Que de dónde venía Enrique? Pues del norte, Juan Manuel, tuvo un accidente y se rompió el brazo y viene de que lo operen y lo enyesen.

Por fin llegó un Enrique al que, por poco, no me pongo a cantarle canciones para niños. Porque se había reducido a su mínima expresión, el araucanote, o es que los celos hacen que uno a sus rivales los vea e imagine siempre gigantescos, o es que tengo la peor memoria visual del mundo, o es que, en efecto, el cantautor peruano Juan Manuel Carpio anda medio reblandecido. En todo caso, Enrique se había encogido, había perdido muchísima crin araucana y ya no era un poco cetrino de piel, como antaño, cuando le partía la cabeza a Mía y la adoraba al mismo tiempo. No, ahora se había anoruegado o ensuecado, o algo así, pues llevaba una barba patriarcal y fumaba una pipa de pastor protestante. En fin, todo rarísimo, menos la sonrisa y el abrazote, aunque este último ya sin fuerza, para siempre, por su parte, y además con la gran dificultad que da abrazar cuando se anda enyesado desde el hombro hasta el meñique.

– ¿Qué te pasó, hermano?

– Me caí de una nube, hermanito.

Y, en efecto, ahora Enrique era tan sereno y angelical que cuando se emborrachaba no le pegaba a Socorro, ni nada de esos horrores, sino que intentaba ascender al cielo, casi siempre sin mucho éxito que digamos. Socorro era la chica con que vivía.

– Mi compañerita, hermano.

– Para servirlo, señor.

Esto fue lo primero y lo último que le oí decir a la humilde y santa Socorro en los dos días y sus noches que Enrique, ella, y yo, permanecimos juntos, mirándonos y sonriéndonos, más que nada, y además yo teniendo que acercármele al máximo a él, con la mano encornetada en una oreja, a ver si por fin lograba escuchar algo de lo que me decía en voz bajísima, y además con sordina. Le entendí, entre muy pocas frases, que Mía y los niños siempre iban a estar bien, si es que no estaban ya en el cielo, angelitos los tres. Y muy poco más le entendí, aunque el entorno, digamos, me hizo comprender que Enrique era simple y llanamente adorado en aquel lugar, que había encontrado la paz, que Socorro era y sería su eterna tabla de salvación, y que en ella y sus amigos de la librería el ex araucanote había encontrado un colchón de amor y de afecto donde aterrizar cada vez que se caía de una nube.

No quise incitarlo al trago, o sea que me guardé para el último momento el regalo de los compactos de Sinatra, y, tampoco, sin duda alguna porque aún le dolía su último aterrizaje forzoso, él no quiso incitarse a nada que no fuera el goce de la amistad, ya que también se guardó para la despedida el obsequio de varios cassettes del pianista Roberto Bravo, uno de esos maestros de la música que, como Sinatra, sencillamente dan mucha sed.

No he vuelto a ver a Enrique, aunque alguna vez me ha mandado una foto de regalo, con algunas poéticas palabras escritas por detrás, con alguna nueva dirección, y siempre mencionando a Socorro con amor y gratitud. Definitivamente, mal del todo no le fue, gracias al extraordinario fotógrafo que todos reconocieron siempre en él. Hace dos o tres años, por ejemplo, vi en la revista Ronda Iberia, la de la compañía española de aviación, un precioso reportaje sobre Chiloé y sus alrededores. Y todas las maravillosas fotografías que ilustraban el texto eran de Enrique.

La verdad, me he adelantado mucho a los acontecimientos, porque ni siquiera he mencionado aún la partida de Mía de Menorca, primero, y luego de Londres, a fines de 1985, con su adorable y adorado Rodrigo totalmente destarantulado. Como siempre, las cartas de Mía son las que mejor resumen y transmiten lo que fue ese veraneo en Menorca, y su posterior balance. A ellas me atengo, pues, sobre todo porque pertenecen a la época en que aún me escribía muy a menudo. Época epistolar de oro, aquélla, y que según Mía llega casi a su fin con la muerte de su madre, en El Salvador, en 1992, que la dejó «como despalabrada», según su propia expresión, aunque ni ella ni yo somos tan tontos como para echarle toda la culpa de nuestros largos silencios a la muerte natural de una señora ya bastante mayor. Hay, pues, digamos, «otros factores». Pero bueno, no voy a pegarme otro tremendo salto al futuro como el de Enrique y Chiloé, aunque en ese futuro, a veces, «algunas perspectivas bastante agradables vuelvan a presentárseme ante los ojos», como escribió Swift, a quien cito nuevamente, por ser verdadera autoridad en materia de digresiones. Una sola cosa queda clara, tras la lectura de las cartas de Mía por aquellos años epistolarmente dorados. Yo viajaba mucho, ella seguía luchando día a día, aunque ya a veces daba la impresión de que su amigdalitis empezaba a hacerse crónica, y nuestro éxito tardó bastante en llegar.

Londres, 9 de noviembre de 1985

Mi querido socio,

Las primeras semanas en Londres han sido agitadísimas.

Aparte de llevar a Rodrigo al hospital casi todos los días, pasamos mucho tiempo viendo si había posibilidades de vida, o sea algún trabajo, colegios, casa, etcétera. Pero todo resultó bastante difícil y ya decidimos que no nos queda otra que regresar al Salvador. Ojalá sea una decisión acertada. Aquí los niños como siempre felices con su primo, y en casa de la Andrea María hay bastante espacio. También te cuento que en un par de editoriales también hay un cierto interés por mis libritos. Ojalá que salga adelante la cosa.

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