– Diablos, me la traje hasta Cala Galdana, pero resultó que tenía marido. Perdón: García Lorca hubiera dixit, Mía.
– Gra-cio-sí-si-mo, so cojudo.
– Y am-né-si-co, so coju…
– ¿Me puedes explicar qué quieres decir con eso?
– Que ya se me está olvidando la idea genial.
– De acuerdo. No soy una puta, que quede bien claro, pero me acuesto ahorita mismo contigo con tal de que recuperes la memoria.
Dicen que la venganza es un plato que se come frío, y debe ser verdad, porque Mía y yo nos acostamos como toda la vida, pero por primera vez, al menos con ella, el momentáneo hijo de puta en que me había convertido estuvo un mes sin fumar, como en el tango, o sea cero, cero y nada, y eso que los psiquiatras llaman fiasco.
Y, o sea, también -porque Mía y yo siempre tuvimos un lado francamente positivo y optimista, aun en los peores momentos desconocidos-, que pasamos a la sala como si nada hubiera sucedido, y pusimos manos a la obra, desde el instante mismo en que Mía dijo que eso era lo más alegre que le habían propuesto en su vida, y que no sólo podía resultar una idea genial, si ella no me fallaba, claro, porque, a nivel artístico, aunque con dos libros de relatos infantiles publicados, y en México, nada menos, eso sí, y siete inéditos, esto también, claro, pero porque me debe faltar un agente o algo, y porque en El Salvador las editoriales ni existen, y en California sólo traducen lo que ya se publicó, y en Londres con lo de Rodrigo no he tenido tiempo ni para averiguar qué editoriales existen que publiquen libros para niños…
– Te estás yendo por las ramas, Mía.
– Será el miedo. Y es que, a nivel artístico, aunque con dos libros publicados, y en México, nada menos, eso sí…
– El árbol te está impidiendo ver el bosque, Mía…
– ¡Carajo!, con tu perdón, Juan Manuel Carpio, esto es lo más alegre que me han propuesto en mi vida, pero, a nivel artístico, me siento una enana a tu lado y me muero de miedo de fallarnos a ti y a mí.
– Mía…
– Pero ¡carajo!, Juan Manuel Carpio, qué alegre y qué alegre, y qué alegre y qué alegre… Y realmente es una idea genial.
– Manos a la obra, entonces. Y empecemos con las letras de esta canción, mira, léelas. Compuesta por mí, es y será, por más que me esfuerce, todo menos una canción que pueda interesarle a un niño.
– Yo te infantilizo esto, mi amor.
– De eso se trata. Me muero de ganas de tener entre mis discos, siquiera uno, para niños. Pero jamás me saldría. Entonces te voy a dar temas, esbozos, versos y estrofas enteros, y ya tú verás si, en vez de un dictador, me pones en acción a un lobo feroz, por ejemplo, si en vez de una madre Teresa de Calcuta, me pones en acción a una Caperucita Roja, y así… Pero ¿de qué te ríes, me puedes explicar?
– De que, en efecto, mi querido Juan Manuel Carpio, en tu vida lograrías componer una canción para niños. Tú los has creído idiotas, o qué.
– Lo sé, y, una vez más, de eso se trata. Yo te doy cualquier tema, esbozo, idea, poema, y, como bien dices, tú me lo infantilizas y yo le pongo la música.
– Trato hecho, mi adorado socio.
– Ojo. Una advertencia, para que las cosas queden claras desde el primer momento.
– Soy toda oídos…
– Que más de una vez tendrá que haber una niña llamada Luisa, todavía, y otra llamada Flor a Secas, y hasta algún Enrique…
– Trato hecho, adorado hijo de puta.
Triunfamos. Nos costó bastante trabajo y nos tomó algunos años, pero triunfamos. Y, en el urbi et orbi hispanohablante, al menos, medio mundo sabe hasta qué punto son conocidos los compactos que llevan nuestra foto, y debajo dicen: Idea, música, e interpretación de Juan Manuel Carpio y su guitarra. Letra: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes.
Claro que no ha habido productor ni diseñador de portadas de disco que no le haya explicado una y mil veces a Mía que mucho nombre para tan poco espacio, y que hasta anticomercial puede resultar su capricho, señora, yo le rogaría abreviar tanto nombre y tamaño apellido, doña Fernanda, y por qué no lo dejamos, por ejemplo, en un muy artístico María Trinidad, y, claro, más de una bronca hemos tenido ella y yo al respecto, también, pero digamos que Mía es totalmente incapaz de no honrar hasta la muerte el nombre de su fallecido padre, y de amar sobre todas las cosas de este mundo a su adorable madre, o sea que la letra será siempre de María de la Trinidad y etcétera, como la conocen hasta sus propias hermanas, comercial y bromistamente hablando, y aunque alguna bronca sí que han tenido por el asunto, pero como la propia Mía me escribe hasta hoy, en sus cada vez más escasas y adorables cartas: «Mis hermanas a veces bien y a veces peleadas conmigo como Dios manda, y yo en medio trato por lo menos de guardar alguna compostura. A veces lo logro». Y bueno, como siempre fuimos mejores por carta -en todo caso yo sí que lo fui-, Mía también me escribe, ya casi treinta años después de adorarnos por primera vez para siempre, cosas como ésta: «Tal vez vaya a San Salvador en julio o agosto. Me cuesta trabajo ir desde que murió mi mamá, sin duda la persona en el mundo que más gozaba con mis cartas. Sin duda también por eso he dejado de escribir últimamente. O sea que perdóname, mi adorado socio, mi adorado amigo, mi adorado tú, Juan Manuel Carpio, realmente te pido mil perdones por este silencio de segunda mano que te ha tocado».
En Cala Galdana, aquel verano, Mía y yo terminamos trabajando día y noche en nuestro primer proyecto. Y por supuesto que nos reíamos a mares, un día, y al siguiente peleábamos a muerte, por un quítame allá estas pajas, o porque ella intentaba parar, al menos unas horas, nuestra sesión de trabajo, y yo la acusaba de falta de seriedad y ella a mí me soltaba que yo era un esclavista, a lo cual yo le respondía que yo lo que sabía era ganarme la vida con el sudor de mi frente, mientras que tú, oligarca de mierda, hasta cuando andas medio muerta de hambre sigues nacida para millonaria y terrateniente podrida, todo lo cual nos hacía recordar nuestra juventud parisina, allá en su departamento de la rue Colombe, cuando todo era para mí mucho frío en invierno y hasta hambre, en verano, pobre cantautor de izquierda y estación de metro, café y restaurante, más la eterna gorra, y el Dios se lo pague, monsieur, y todo era para ella le tout Paris y la Unesco con un Alfa Romeo verde, último modelo y chillandé, y yo amaba a la desaparecida Luisa, oh abandonado, con mi complejo de limeño medio andahuaylino y medio puneño y mi altivez Che Guevara y medio, que fue también cuando Mía me acogió en su seno, limpia, sana, maravillosa, y después sucedió lo que tuvo que suceder, pero aquí estamos para celebrarlo, socios, vejancones amantes de Verona, amigos antes que nada, en la cama riquísimo, y cuates, mi cuate, que sólo la muerte separará, aunque claro, tal como llevamos lo de nuestro Estimated time of arrival, o sea pésimo, a lo mejor lo que necesitamos es estar muertos para terminar de juntarnos del todo, por fin, y que la loca y malvada realidad nos deje en paz, ¿o no, mi adorado Juan Manuel Carpio?, tú qué piensas, a lo mejor sólo así, pero déjame darte un beso y abrazarte como te abrazaba inútilmente en la rue Colombe, y sin embargo qué lindo fue todo aquello, hasta haberse peleado así ahora da gusto, mi amor, pero bueno, volvamos al trabajo y no nos peleemos más, porque ya he notado que, un rato un pleito y otro una amistada, deliciosa, por cierto, pero el pobre Rodrigo anda que se rasca un día sí y otro no.
Y mucho trabajo nos costó triunfar, eso sí, porque hasta hubo quien dijo que Juan Manuel Carpio se había secado para siempre, que desde cuándo y para qué canciones para niños, que si el artista peruano andaba medio reblandecido, que de cuándo aquí tanta canción de cuna y tanto arrorró, mi niño, y también, por supuesto, como nadie es profeta en su tierra, mi primer concierto para niños, en Lima, hizo que alguno de esos perversos y envidiosos críticos, que nunca faltan, se mandara todo un texto titulado nada menos que «Juan Manuel Carpio o el nuevo Demonio de los Andes», en el que me comparaba con Francisco de Carvajal, aquel bárbaro conquistador español que, a los ochenta y tres años, aún le daba mucha guerra a media conquista del Perú, y que atravesaba, como si nada, codicioso siempre de más gloria y de todo el oro del Perú, si es posible, pendenciero y octogenario, una y otra vez atravesaba a caballo las heladas cumbres de los Andes. Claro: hasta que por fin lo chaparon, pistola en mano le cayeron de a montón, como a Juan Charrasqueado en la ranchera que lleva su nombre, y lo redujeron a bulto, a fuerza de atarlo y atarlo y doblarlo todito, para que cupiera en una canasta, y ahí metidito despeñarlo de una vez por todas al otro mundo. Pues con él me comparaba aquel pérfido crítico, ya que las últimas palabras del Demonio de los Andes, doblado para siempre jamás en el fondo de su canastita, fueron, feroz y altanero, aun en su calidad de bulto: «Niño en cuna, viejo en cuna, qué fortuna». «Pues algo semejante le ocurre actualmente a Juan Manuel Carpio», concluía aquel maldito escribidor, sin duda llevado por el odio y la envidia que le provocó que, a pesar de estar yo reblandecido y hasta acabado, la inmensa carpa en que canté estuviese repleta de niños.