San Salvador, 15 de marzo de 1982
Juan Manuel Carpio, mi amor,
¡Qué falta me has hecho en estos días! Fueron tan lindos y llenos de cosas los días de México. Me han dejado en limpio el recuerdo de ti tan fuerte y grande que me sonrío sola al sentirte cerca aún.
Aquí mi familia está bien. Los de la casa siguen tan entrañables [3] y acogedores, el mar tibio, las ostras ricas, el aire delicioso, los collares de Conchitas enternecedores. Mis árboles han crecido. Me ofrecen comprar la casa. No sé. En todo caso, nos quedaremos todo el mes de marzo y se verá. Me harán falta tus cartas en este tiempo. Escribe, si puedes, a: 189 Pasaje Romero. Colonia Flor. San Salvador.
Como siempre, en todo hay algo que se logra y algo que falla. Mi encuentro con la familia, excelente, en cambio mi amiga Charlotte y su marido abandonaron el país la semana pasada y con ellos Fabio, otro de mis más extrañables amigos de infancia. De manera que no veré casi amigos. Además, las bombitas, los disparitos y los muertitos siguen. O sea que salir es difícil. Sin Charlotte, Yves, su marido, Fabio (mi compadre, ¿te acuerdas?) y Clara, mis mejores amigos, salir no tiene gracia.
Pero ha ocurrido algo mucho peor por dentro de mí, al volver aquí, amor mío. Algo que quiero contarte, porque tú siempre me has ayudado a sentirme fuerte como Tarzán, pero de golpe como que se ha producido un descalabro en la selva y Tarzán se encuentra muy solo, totalmente arrinconado, acobardado, no se atreve a colgarse de una liana, ni siquiera a arrojarse al agua del río, por temor a los cocodrilos, que además están en las calles, en las casas, en las miradas de las personas, agazapados en cada esquina de la vida de este país.
Todo pasó así, mi amor, mi Juan Manuel Carpio, mi amado amigo. Llevé a Rodrigo a ver una película de Tarzán, una de las clásicas, de las de Johnny Weissmuller, de las más viejas, de cuando tú y yo éramos niños. Y no sé por qué me dio tanto miedo cuando apagaron la luz. Me dio un miedo muy muy fuerte que parece que no se me va a ir nunca más.
Ni siquiera pude entretenerme con las aventuras para niños de la película. Sólo miedo pude tener, y mucho, demasiado.
Pero lo peor vino a la salida, mi amor. Porque yo estaba tratando de que Rodrigo no se diera cuenta de nada, de que yo temblaba, de que me moría de miedo de estar en mi país, de estar con él en un cine y luego en una calle cualquiera de la ciudad, y en plena luz del día. Sí, yo estaba haciendo un esfuerzo realmente enorme para que Rodrigo no se diera cuenta absolutamente de nada, cuando lo oí preguntarme si Tarzán tenía amígdalas. Y cuanto más no le respondía yo, porque se me habían trabado la lengua y la garganta, porque la vida entera mía luchando por aquí y por allá se me había trabado en la lengua y la garganta, más me preguntaba él si Tarzán tenía amígdalas, por fin sí o no mamá, pero contesta.
Desde entonces me he encerrado en la sala, no como, y sólo oigo tu disco Motel Trinidad, que llevo conmigo por donde voy. Y sólo pienso una cosa, mientras lo escucho. Ir a México a encontrarme contigo, por más que se lo avisara a Enrique, ha sido trampear un poquito. ¿Será entonces ésa la magia? ¿Saber trampear un poquito y saberlo hacer a tiempo? En todo caso, hoy, bajo la enramada que cubre íntegro el gran ventanal de la sala, bajo este sol que adivino afuera, frente a aquel mar al que ya no quiero ni puedo ir sin ti, y con este airecito triste y negro que se me ha metido en la sala, te abrazo y te beso y como en la canción mexicana quisiera ser solecito para entrar por tu ventana.
Mi país, mi horrible y destrozado país. Tú, en todo caso, nunca más me vuelvas a llamar Tarzán, porque no lo soy. Y si me creí, gracias a un tiempo de californiana serenidad, en el que tu amor jamás me faltó, alumna aventajada de un gimnasio de Tarzanes, hoy, como diría tu venerado poeta y compatriota César Vallejo, refiriéndose a sus huesos húmeros, hoy a mí las amígdalas a la mala se me han puesto. Y ya tú sabes todo lo que una amigdalitis puede ocasionarle a Tarzán en plena selva: desde que se lo trague un león, hasta un honor, un orgullo y unas convicciones muy firmes, todo definitivamente perdido para siempre.
En mi nueva vida de mujer débil, me queda una cosa fuerte e inmensa: Te quiero, Juan Manuel Carpio, cantautor y amigo. Compañero. Gracias por México, y perdóname por abandonar el gimnasio, pero fíjate tú que no me preparó para volver a mi país, ni de visita, siquiera, entre tanta bombita, tanto amigo muerto o desaparecido, por la derecha y por la izquierda, y por delante y por detrás y por el norte, el sur, el este y el oeste de mi fragilísima salvadoreñidad.
Rodrigo, que anduvo con amigdalitis no hace mucho, me ha dado una tremenda lección. Un sólo detalle suyo bastó para que yo aprendiera un millón de cosas acerca de mí. La más nimia e infantil de sus preguntas me colocó tamaño espejo de cuerpo entero y me hizo verme tan flaca y demacrada, pero de golpe, porque en México no estuve ni siquiera delgada o pálida y me sentí bien bonita. En fin, todo esto me hace recordar que ese niñito (¡?) pronto va a cumplir ya los diez años.
En esta carta no me despido de ti, Juan Manuel Carpio.
Me encuentro demasiado débil y te tengo además en tu disco, tan fuertemente cuidándome.
Santiago, 12 de abril de 1982
Mi queridísimo Juan Manuel,
Al fin llegamos a Chile, el pasado martes. A pesar de todo, a pesar de tantos pesares, me costó muchísimo irme de El Salvador. Y aunque aún no lo sé a ciencia cierta, en definitiva puede ser que haya hecho mal en venir. Sólo llevamos una semana aquí y ya tengo una depresión enorme y una tremenda sensación de desperdicio. Haber viajado tanto para no querer estar aquí. Me siento muy imbécil.
Tal como lo sospechaste, la mamá de Enrique no está grave para nada. Más bien se pondrá grave cuando nos vayamos.
Y a todo esto recién ha pasado una semana aquí. De mi amiga Gaby Larsen no he sabido nada. Voy a tratar de llamarla por teléfono. Me muero de ganas de ver a alguien que me dé ánimo. Ahora que te escribo estoy con los niños en la Plaza de Armas, en el centro de Santiago, aterrada de la vida que manejo tan mal.
No veo dónde podrás escribirme, con lo bien que me harían tus palabras.
Por dicha, en El Salvador mi relación con la familia, con la poca que me queda en el país, fue excelente. Y tú no puedes imaginarte lo maravillosos que fueron cuando me ocurrió lo de la amigdalitis y me encerré en la sala para morirme escuchando tu último disco. Me entendieron a la perfección, y fueron de una discreción poco común en nuestros países. Simple y llanamente adivinaron que ya yo no sería capaz de lanzar un solo alarido más en la vorágine que es mi vida, que acababa de huir aterrada de la selva y de sus animales, de sus árboles, sus ríos y de sus lianas, y que amaba a ese señor cuya voz salía incesantemente de un disco al que había acudido como un náufrago a una boya.
Y ahora no entiendo por qué demonios tenía la obligación de venir a arreglar no sé qué para lograr una separación decente y amistosa, algo que es tan imposible casi siempre.
Por favor, abrázame en tu pensamiento y ojalá pueda yo sentir tu abrazo, que siempre me hace tanto bien.
En cuanto tenga una dirección posible te escribo las señas. Tal vez Gaby llegue pronto y ella tenga una dirección. En todo caso, a veces creo que soy la mujer más imbécil del mundo.
Te abrazo y te beso,
Fernanda Tuya
PS. ¡Juan Manuel! Me puedes escribir a: Correo Restante. Correo Central. Plaza de Armas. Santiago. Chile.