Te oprime con un abrazo sostenido, al tiempo que te estruja y apachurra tu ínfimo en Xpo. y capellán.
Juan Manuel
Berkeley, 2 de febrero de 1982
Mi adorado Juan Manuel Carpio,
No sé cuándo te llegará esta carta con tanto ir y venir de Palma a París. Pero me gustaría que te llegara rápido, por dos razones. Una, que pronto tendré que viajar yo también. Parece que la mamá de Enrique sigue grave en Chile y está reclamando a sus nietos. De manera que el viaje se hace ya inevitable. Saldré con los niños a fines de este mes. Con mil temores de que quieran acapararnos allá, pero pensando que es una injusticia saber la gravedad de la pobre señora y tener aquí a sus únicos nietos asoleándose en California. Se supone que estaría en Chile más o menos un mes. Camino al sur, pasaremos dos semanas en San Salvador para ver a mi familia (el peligro directo, para nosotros, ha pasado por completo, y además me interesa ver con mis propios ojos cómo va mi pobre paisito), de manera que estaremos llegando a Chile a mediados de marzo. Me parece bien pronto, y no deja de asustarme. Ojalá sea un buen viaje.
Bueno, no dejes de escribir. Si puedes hacerlo antes de que salga a este horrible viaje, será muy alegre siempre saber de ti. Estaremos aquí todavía todo febrero.
Tu disco sigue y sigue sonando en esta casa de música.
Te quiere cada día más y más,
Tu Fernanda
California, todavía un ratito más. 18.2.82
Mi queridísimo Juan Manuel Carpio,
Tienes razón y así lo he sentido también, que al dejar esta linda, soleada, pacífica tierra, que ha sido buena, tranquila y solitaria para mí, dejo en cierta manera tu casa, tan parecida a la mía, siempre llena de música, de nostalgia y de soledad. No sé cuándo nos encontraremos otra vez. Tampoco sé a lo que voy, ni por qué, para decir la verdad. Pero de alguna manera este reposo tan necesario se ha terminado. Ha sido tan bueno para mí que a veces pienso que esta soledad es mi verdadero aire de vida, y que en este aire estoy bien. Siendo tan torpe con los contactos habituales.
Pero, en fin, a lo habitual volvemos. Cediendo hasta el fin a todas las presiones. Y pienso que por eso no estamos juntos. Los dos lo hemos respetado todo de una manera increíble. Nunca nos hemos permitido presionar al otro. Por temor, por respeto, por amor, por todo lo que tú eres y yo amo en ti, como una presencia tan cercana, como un espejo que sólo conoce mi más bonito yo. Y es por amor también a ese bonito yo que no he hecho presión en tu vida en momentos en que quizás un leve peso hubiera cambiado la balanza a favor nuestro. Ni tú ni yo nos hemos atrevido a ser ese peso.
Sea como sea, te quiero para siempre y eso ya es algo.
No sé si te veré pronto. Créeme, Juan Manuel, que nada en esta vida me gustaría como verte muy pronto, encontrarnos incluso antes de que esta carta llegue a tus manos. Pido imposibles, lo sé, y no voy a insistir para no desesperarme y que los niños lo puedan notar.
Y sin embargo, sigo: creo que por esa cita misteriosa que me gustaría tener contigo sería capaz incluso de retrasar mi llegada a Santiago. ¿Será todo eso pura locura, tú crees? ¿Será posible que los dos nos encontremos siempre con manos más urgidas que las nuestras, más posesivas y más exigentes?
Creo que la vida nos dirá eso. Por suerte, todavía confío en la vida y esa confianza me salva de mucho.
Además, confío en que todo lo que suceda entre nosotros será bueno, y eso me da una gran tranquilidad.
Te abrazo y te beso, buenas noches por hoy y hasta no sé cuándo,
Tu Fernanda María
La suerte nos acompañó y mucho, aquella vez, a Fernanda y a mí, porque justo cuando estaba leyendo su carta sobre el viaje a Chile y la escala en El Salvador, recibí una muy correcta oferta para cantar en un hotel de la ciudad de México. Nada más lógico, pues, que improvisar una pascanita en el Distrito Federal, con niños y todo, para que a Fernanda no se le complicaran aún más las cosas. Linda, Mía creo que lo adivinó todo en el momento mismo en que descolgó el auricular, allá en Berkeley, y escuchó mi voz.
– ¡Genial, Juan Manuel! ¡Genial, genial, y genial! ¡Y lo más alegre que he oído en muchas muchas lunas!
– ¿Sabes que me gustaría que Enrique lo supiera? Preséntaselo, si quieres, como un picnic de unos cuatro o cinco días, con carpas en el Zócalo, con tamales y tacos y Coca colas y huevos duros. Pero me siento mejor sabiendo que está enterado hasta de que los chicos harán esa escala antes de la escala en El Salvador y que todo ello retrasará la llegada del clan del Monte Montes unos días más.
– La verdad, Juan Manuel, tu idea me gusta. Me parece correcta y limpia. Pero no sé cómo va a reaccionar Enrique, sobre todo por aquello de la gravedad de su madre.
– Te juro, Mía, que con todo el cariño y respeto que siento por él, a mí aquello de la gravedad de su señora madre me suena a tongo, a trampa que les ha tendido a ti y a los niños para arrastrarlos hasta Chile y tenerlos a su lado. En fin, no sé qué decirte, Mía, pero digamos que es la gravedad menos grave que he logrado imaginar en mi vida. Pero bueno, el tiempo lo dirá. Yo, en todo caso, los estaré esperando a partir del primero de marzo, en el Gran Hotel del Centro. Creo que queda en una calle llamada 17 de septiembre, pero en todo caso está a pocos metros del Zócalo y cualquier taxista los llevará. Pero avísaselo a Enrique, por favor.
– ¿Tú cómo crees que lo tomará?
– Actuará como los amigos deben actuar con las mujeres que aman o amaron a sus amigos.
– Yo pertenezco a la primera categoría.
– En eso y en todo, Mía. O sea que nos vemos en México lindo y querido antes de que el tren silbe tres veces. Lo tendré todo reservado y listo.
– Y los niños serán felices en el bosque de Chapultepec y en el Museo de Antropología. Y yo escuchándote cantar cada noche.
– Y también yo seré feliz cada noche, pero cuando termine de cantar y los niños ronquen suavecito en la habitación de al lado.
Y así fue todo en la Ciudad de México. Tan perfecto como aquel inolvidable fin de semana con los niños, en Cuernavaca, cantándoles viejas nanas españolas, a veces, volando cometa, otras, hartándonos de tacos y enchiladas, matándonos todos de risa con los payasos de un circo tan pobre que de pronto el prestidigitador negro salía teñido de rubio y era el rey del trapecio alemán, Herr Boetticher, y unos minutos más tarde el domador ruso Vladimir Popov, e incluso al final se dio el lujo de perder raza, sexo y nacionalidad, para convertirse en la abominable mujer con barba del circo y de mentira.
Después, de regreso al Distrito Federal, y camino a otro aeropuerto más, para más adioses, Mía y yo vivimos la única despedida no triste de todas cuantas nos correspondieron en tantos y tantos años de vernos y de tener que dejar de vernos. Y es que los niños estaban encantados conmigo y yo con ellos y ahora el viaje para ellos iba a seguir igual de feliz en El Salvador, donde iban a volver a ver a los abuelos, a los tíos y a las tías, e igual de feliz iba a seguir también cuando llegaran donde papi, a Chile, donde eso sí, desgraciadamente, la abuelita paterna que iban a conocer se hallaba delicada de salud. Todo esto, para qué negarlo, si además es cierto que habla bastante bien de nosotros, hizo que Mía y yo nos despidiéramos, casi diría que encantados de la vida. En fin, el par de imbéciles que fuimos siempre en todo lo de nuestro amor y en lo del debido respeto a los demás, a sus caprichos y sentimientos, a sus virtudes y defectos, a sus exilios y borracheras, a sus portazos y hasta a sus botellazos en la cabeza. Definitivamente, Mister David Herbert Lawrence, los elefantes, esas gigantescas bestias, esos tremendos mastodontes, son lentísimos de domesticar.