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Fernanda

Pero bueno, las cosas que tiene la vida, también. Porque yo acababa de regresar a París, bronceado, físicamente muy en forma, y con un estado de ánimo francamente vacacional aún, después de las deliciosas semanitas en Mallorca, cuando una gorda tan rubicunda como guapísima me cayó de visita. Me estoy refiriendo a Luisa, por supuesto -y me alegró verla, y me apenó verla-, y todavía puedo comprobar en su cara, en sus ojos, en el esto de sus labios, en fin, en todo, el profundo disgusto que le produjo encontrarme tan vivito y coleando, y además con cara de andar pensando y soñando con Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, noche y día.

Por todas partes había oído yo decir lo bien que le iba a Luisa en sus negocios, pero ahora era ella quien deseaba hacérmelo saber a mí, personalmente, para que de una vez por todas abandonara 'la absurda vida de bohemio que me empeñaba en continuar llevando, para que me dejara de tanto verso y de tanta canción de amor, de protesta y de lo que me echaran, en resumidas cuentas para que abandonara París de una vez por todas, regresara a Lima, sentara cabeza, le diera a ella aquel hijo que aún estábamos a tiempo de tener, y ocupara algún cargo de responsabilidad limitada en una de sus empresas, en vista de que medio irresponsable y hasta irresponsable y medio fuiste siempre, mi querido Juan Manuel, aunque es verdad que yo te he querido desde que te conocí, no sé por qué, realmente, pero esto también es purita verdad, y te sigo queriendo mucho, y qué te parece si esta noche lo festejamos todo en La tour d'argent, invito yo, por supuesto, porque lo que es tú, a juzgar por el departamentito que te gastas…

Lo increíble, claro, es que fuera yo el que soltara los lagrimones de pena y de donde hubo amor siempre quedan cenizas, aquella noche en La tour d'argent, invitadísimo, sí, pero insultadísimo también por las apreciaciones de Luisa acerca de un departamento en el que Fernanda y yo habíamos sido tan felices, y acerca también de lo que aquellas paredes decían de mi éxito o fracaso en el mundo de la canción y en el mundo en general, y punto.

– Pero, Luisa… Yo sin cantar, sin componer, no puedo vivir.

– Siempre tendrás tus horitas libres para eso, Juan Manuel…

– Para mí no se trata de horitas, Luisa. Se trata de una vocación, de una vida…

– No, Juan Manuel. De lo único que se trata ya es de que llegue el día en que por fin madures.

– Luisa…

– Juan Manuel… He venido hasta París a verte y a decirte que ya es hora de que vuelvas a casa.

– ¿A casa? ¿Qué casa?

– Conmigo, tonto. ¿No te basta con que te lo proponga? ¿O tengo que humillarme y decirte que yo también te extraño horrores?

– Luisa, eso no es verdad…

– No es verdad, qué, Juan Manuel. Explícate, por favor.

– Mi explicación más global se llama Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes…

– ¿El espagueti pecoso ese con salsa de tomate?

– No es necesario insultar ni herir a nadie de esa manera, Luisa…

Luisa pidió la cuenta y, aunque el mozo se la hubiera entregado batiendo todos los récords mundiales de velocidad en entrega de cuentas en un restaurante, a mí aquello se me hizo eterno. Interminable fue, en efecto, el tiempo en que, por defenderme de la herida de Luisa, terminé yo hiriéndola a ella con la sola mención del nombre de Mía y con el uso de palabras como mi explicación más global. Fue como si mi mano derecha, que tan sólo me sirve en esta vida para interpretar melodías en una guitarra, de golpe hubiese encontrado toda la violencia y la precisión necesarias para vengar a Fernanda, devolviéndole a Luisa el tremendo cachetadón que recibió de ella casi diez años atrás, en Lima. Y después Luisa se rebajó a un insulto y una herida, pero yo volví a reaccionar con esa pertinencia que le hizo pagar la cuenta en un abrir y cerrar de ojos, largarse del restaurante, dejarme con media botella de un excelente Côtes du Rhône Gigondas, nuevamente abandonado en París, pero tan distinto esta vez a la anterior, porque ahora yo sentía que un par de buenos lagrimones me velaban su patética partida de pésima perdedora, y mentalmente empezaba a escribirle a Mía una larga carta contándoselo todo, más o menos como en aquel tango: Volvió una noche, nunca la olvido, había en sus ojos tanta ansiedad, en fin, así más o menos era el tono que empleaba para contarle a Mía, ante una deliciosa copa de vino tinto, que Luisa, la pobre Luisa, tú no te imaginas qué gorda, qué torpe, y qué horror, Maía Mía…

San Salvador, 3 de diciembre de 1979

Mi siempre queridísimo Juan Manuel Carpio,

Recibí tu carta contándome de la llegada de Luisa a París, con intempestividad, autosuficiencia, con sonrisa conmiserativa y todo. Qué lástima que una persona como ella se envuelva de tanto misterio y autocomplacencia ante ti, que eres el que más podrías hacerle bien. Además, estoy segura de que mantiene ese misterio y esa parquedad con todos sus amigos, igualmente. Y así no se deja abordar ni por una mariposa ni por un portaviones. De manera que tiene que manejárselas sola, y sólo según su propio y orgulloso criterio, que no ha demostrado ser el más claro ni mucho menos el más eficaz. Yo a Luisa la recuerdo con mucho cariño y respeto. Tal vez no debería ser así, pero bueno, así es, mira tú. Aunque en serio y en broma te digo que su bofetada limeña todavía me duele mucho, a veces, sobre todo por lo que hizo de nuestras vidas, sin ganar ella absolutamente nada, al fin y al cabo.

El horror por aquí se acerca a casa, al menos a la casa de los seres que uno más quiere. Fíjate que se han raptado al hermano de Rafael Dulanto, que acaba de aterrizar en San Salvador acompañado de una guapísima novia norteamericana, de nombre Patricia. Y por un momento se complicaron aún más las cosas, porque un tercer hermano se encontraba haciendo las gestiones para el pago del rescate, en el ministerio de Economía, en el momento en que lo tomaron con trescientos rehenes, durante dos semanas. De modo que hubo unos días -largos- en que los dos hermanos estaban privados de libertad, y Rafael tuvo que venirse corriendo de Nueva York, donde anda ahora de representante ante la ONU, con el grave riesgo que eso implica. Ahora, por dicha, ya desalojaron el ministerio y soltaron a los rehenes. Pero no hay todavía noticias del hermano secuestrado. Los secuestradores piensan que la gente tiene millones y millones, listos en la gaveta del velador. Supongo que Charlie Boston siempre hará sus incursiones a París, desde Roma, y a lo mejor estás más al corriente que yo de estos terribles asuntos.

Esta semana tengo la esperanza de tomar una pequeña vacación, para ir al mar unos días con los niños. A todos nos caería muy bien. Rodrigo ha estado con amigdalitis sobre amigdalitis. En cambio la Mariana, que es flaquita como su mamá, se mantiene con una salud de hierro. Ahora está muy contenta con unas clases de ballet. Acaba de comenzar y le gusta mucho, a pesar de que apenas logra tenerse en pie. Pero parece ser que es una buena disciplina de concentración, tanto física como mental, cosa que mi lindo pajarito necesita mucho. Yo también he estado cansada y nerviosa con tanto secuestro, y unos días de respirar mar me vendrían muy bien.

Claro que puedes escribir a la casa, sólo que tendrán que ser cartas generales y expurgadas, ya que Enrique estará curiosísimo de leerlas, porque te quiere muchísimo, lo sabes. Siempre habla de ti. Más bien siempre hablamos de ti. Por aquí andas siempre, debajo del sillón o detrás de las plantas, y apareces en cualquier conversación. En fin, que el matrimonio, bien lo sabemos, es cosa bastante curiosa, cuyas reglas seguirán siendo eternamente un secreto para mí. No sé si Enrique va a ir al mar. En general, no le gusta la playa, y si es por varios días, menos. Bueno, termino repitiéndote que él estaría encantado de recibir carta tuya también. Y yo, por supuesto. Estás perdido: separadamente y conjuntamente te amamos. Mira suerte. ¡Por la madonna!

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