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– Filha…

Por el tacto de las manos y la frente de su padre, supo que no le quedaba mucho tiempo. La fiebre lo había abandonado, dejando fría su piel.

«Su alma se debate por liberarse.»

– Ayúdame… a sentarme -consiguió decir.

Con la ayuda de Rixenda, Alaïs logró levantarlo. La enfermedad lo había envejecido en el transcurso de una sola noche.

– No habléis -le dijo-. Reservad las fuerzas.

– Alaïs -replicó él, en tono de suave amonestación-, sabes muy bien que me ha llegado la hora.

En su pecho bullían chasquidos y chapoteos, mientras se debatía por recuperar el aliento. Tenía los ojos hundidos, en medio de sendos círculos amarillentos, y en manos y cuello se le estaban formando pálidas manchas marrones.

– ¿Mandarás llamar a un parfait? -preguntó, forzándose a abrir los ojos de mirada vacía-. Quiero una buena muerte.

– ¿Deseáis recibir el consuelo, paire? -preguntó ella a su vez cautamente.

Pelletier logró esbozar una vaga sonrisa y, por un instante, volvió a brillar en su rostro el hombre que siempre había sido.

– He escuchado con atención las palabras de los bons chrétiens. He aprendido las palabras del melhorer y del consolament… -Se interrumpió-. Nací cristiano y moriré cristiano, pero no en las manos corruptas de quienes libran una guerra a nuestras puertas en nombre de Dios. Si he vivido con suficiente rectitud, me uniré por Su gracia a la gloriosa compañía de los espíritus en el cielo.

Sufrió un acceso de tos. Alaïs, desesperada, recorrió la habitación con la vista y envió a un criado a informar al vizconde Trencavel de que el estado de su padre había empeorado. En cuanto el sirviente se hubo marchado, llamó a Rixenda.

– Necesito que vayas a buscar a los parfaits. Estaban en la plaza de armas hace un momento. Diles que aquí hay un hombre que desea recibir el consolament.

Rixenda la miró aterrorizada.

– No se te pegará ninguna culpa por transmitir un mensaje -añadió Alaïs, tratando de tranquilizar a la doncella-. No es preciso que regreses con ellos, si no quieres.

Un movimiento de su padre hizo que volviera la vista otra vez hacia la cama.

– ¡Rápido, Rixenda! ¡Date prisa!

Alaïs se inclinó.

– ¿Qué queréis, paire? Estoy aquí, a vuestro lado.

Él estaba intentando hablar, pero era como si las palabras se le marchitaran en la garganta antes de pronunciarlas. Alaïs vertió unas gotas de vino en su boca y le humedeció con un paño los labios resecos.

– El Grial es la palabra de Dios, Alaïs. Es lo que Harif intentó enseñarme sin que yo lo comprendiera. -Se le entrecortó la voz-. Pero sin el merel… sin la verdad… el laberinto es un camino falso.

– ¿Qué decís del merel? -susurró ella en tono perentorio, sin entender.

– Tenías razón, Alaïs. He sido demasiado obstinado. Debí dejar que partieras cuando todavía había una oportunidad.

Alaïs se debatía por encontrar sentido a sus erráticos comentarios.

– ¿Qué camino?

– Nunca la he visto -estaba murmurando él-, ni la veré. La cueva… Muy pocos la han visto.

Alaïs se volvió hacia la puerta, desesperada.

«¿Dónde está Rixenda?»

Fuera, en el pasillo, se oyó el ruido de unos pasos corriendo. En seguida apareció Rixenda, acompañada por dos parfaits. Alaïs reconoció al mayor, un hombre de tez morena, barba espesa y expresión amable, que ya había visto en una ocasión en casa de Esclarmonda. Los dos vestían túnicas de color azul oscuro y cinturones de cordón trenzado, con hebillas de metal en forma de pez.

– Dòmna Alaïs. Se inclinó el que conocía. -Y mirando por encima de ella, fijó la vista en la cama-. ¿Es vuestro padre, el senescal Pelletier, quien necesita consuelo?

La joven asintió.

– ¿Tiene aliento para hablar?

– Encontrará la fuerza para hacerlo.

Hubo otro revuelo en el pasillo, cuando el vizconde Trencavel apareció en el umbral.

– Messer -dijo Alaïs alarmada-. Él mismo ha querido llamar a los parfaits… Mi padre desea tener un buen final, messer.

Un destello de sorpresa apareció en los ojos del vizconde, que mandó cerrar la puerta.

– Aun así -dijo-, me quedaré.

Alaïs se lo quedó mirando un momento y se volvió hacia su padre, cuando el parfait oficiante la llamó.

– El senescal Pelletier padece intenso dolor, pero está lúcido y conserva el coraje.

Alaïs asintió.

– ¿Alguna vez ha hecho algo -prosiguió el parfait- que perjudicara a nuestra Iglesia o lo dejara en deuda con ella?

– Mi padre es un protector de todos los amigos de Dios.

Alaïs y Raymond-Roger retrocedieron, mientras el parfait se acercaba a la cama y se inclinaba sobre el moribundo. Los ojos de Bertran resplandecieron, mientras el sacerdote susurraba el melhorer, la bendición.

– ¿Aceptas acatar la norma de la justicia y la verdad, y entregarte a Dios y a la Iglesia de los bons chrétiens?

Pelletier tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

– Acepto.

El parfait colocó sobre su cabeza una copia sobre pergamino del Nuevo Testamento.

– Que Dios te bendiga, haga de ti un buen cristiano y te guíe hacia un buen final.

El sacerdote recitó el benedicte y después el adoremus, tres veces.

Alaïs estaba conmovida por la sencillez del ritual. El vizconde Trencavel miraba recto hacia delante. Parecía controlarse con un enorme esfuerzo de voluntad.

– Bertran Pelletier, ¿estás listo para recibir el don de la oración del Señor?

El senescal murmuró su asentimiento.

Con voz clara y potente, el parfait recitó siete veces el padrenuestro, interrumpiéndose únicamente para que Pelletier diera sus réplicas.

– Es la oración que Jesucristo trajo al mundo y enseñó a los bons homes. No volváis nunca a comer ni a beber sin antes repetir esta plegaria, y si no cumplís este deber, habréis de hacer penitencia.

Pelletier intentó asentir. Los huecos estertores de su pecho se habían vuelto más sonoros, como el viento entre los árboles otoñales.

El parfait empezó a leer el Evangelio de San Juan.

– En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios…

La mano de Pelletier se sacudió sobre las sábanas, mientras el parfait proseguía su lectura.

– …y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

De pronto, se abrieron sus ojos.

– La vertat -susurró el senescal-. Sí, la verdad.

Alaïs le cogió la mano, alarmada, pero ya se estaba yendo. Se había apagado la luz de sus ojos. La joven se dio cuenta de que el parfait hablaba más de prisa, como si temiera no tener tiempo para completar el ritual.

– Tiene que decir las últimas palabras -urgió a Alaïs-. Ayudadlo.

– Paire, debéis…

El pesar le ahogó la voz.

– Por cada pecado… que he cometido… de palabra o de hecho -jadeó el senescal-… yo… pido perdón a Dios, a la Iglesia… y a todos los aquí presentes.

Con evidente alivio, el parfait impuso sus manos sobre la cabeza de Pelletier y le dio el beso de la paz. Alaïs contuvo el aliento. Una expresión de serenidad transformó el rostro de su padre, cuando la gracia del consolament descendió sobre él. Fue un momento de trascendencia, de comprensión. Su espíritu ya estaba listo para abandonar el cuerpo enfermo y el mundo que lo aprisionaba.

– Su alma está preparada -dijo el parfait.

Alaïs asintió con la cabeza. Se sentó en la cama, sosteniendo entre las suyas la mano de su padre. El vizconde Trencavel permanecía al otro lado del lecho. Pelletier estaba apenas consciente, aunque parecía sentir su presencia.

– Messer?

– Aquí estoy, Bertran.

– Carcassona no debe caer.

– Te doy mi palabra, en nombre del afecto y la lealtad que ha habido entre nosotros durante todos estos años, de que haré cuanto pueda

Pelletier intentó levantar la mano de la sábana.

– Ha sido un honor serviros.

Alaïs vio que los ojos del vizconde se llenaban de lágrimas.

– Soy yo quien debe agradecéroslo, mi viejo amigo.

Pelletier intentó levantar la cabeza.

– ¿Alaïs?

– Aquí estoy, padre -dijo ella en seguida. El color se había borrado del rostro de Pelletier Su piel colgaba en grises pliegues bajo sus ojos.

– Ningún hombre ha tenido jamás una hija como tú.

Pareció suspirar, mientras la vida abandonaba su cuerpo. Después, silencio.

Por un momento, Alaïs no se movió, ni respiró, ni reaccionó en modo alguno. Después sintió una pena salvaje creciendo en su interior, invadiéndola, adueñándose de ella, hasta hacerla estallar en agónico llanto.

CAPÍTULO 59

Un soldado apareció en la puerta; -Señor vizconde…

Trencavel se dio la vuelta.

– Un ladrón, messer. Robando agua de la Place du Plô.

El vizconde indicó con un gesto que iría.

– Dòmna, debo dejaros.

Alaïs asintió. Había llorado hasta agotarse.

– Mandaré que lo sepulten con el honor y el boato correspondientes a su rango. Ha sido un hombre valeroso, un leal consejero y un amigo fiel.

– Su Iglesia no lo requiere, messer. Su carne no es nada ahora que su espíritu la ha abandonado. Él preferiría que pensarais solamente en los vivos.

– Entonces consideradlo un acto de egoísmo por mi parte. Es mi deseo presentarle mis últimos respetos, movido por el gran efecto y la estima que sentía por vuestro padre. Ordenaré que trasladen su cuerpo a la capèla de Santa María.

– Se sentiría honrado por esa manifestación de vuestro afecto

– ¿Os envío a alguien para que os acompañe? De vuestro marido no puedo prescindir, pero puedo hacer que venga vuestra hermana. O mujeres, para que os ayuden a preparar el cuerpo.

Alaïs levantó de pronto la cabeza. Sólo entonces se dio cuenta de que ni una sola vez había pensado en Oriane. Incluso había olvidado anunciarle que su padre se había puesto enfermo.

«Ella no lo quería.»

Alaïs acalló su voz interna. Había faltado a su deber, tanto hacia su padre como hacia su hermana. Se puso de pie.

– Yo misma iré a ver a mi hermana, messer.

Hizo una reverencia cuando el vizconde salió de la habitación, y se volvió otra vez para mirar a su padre. No conseguía hacerse a la idea de separarse de él. Ella misma comenzó el proceso de preparación del cadáver. Ordenó que deshicieran la cama y volvieran a hacerla con sábanas limpias, enviando afuera las viejas, para que las quemaran. Después, con la ayuda de Rixenda, Alaïs preparó la mortaja y los ungüentos para el entierro. Lavó el cadáver con sus manos y lo peinó con cuidado, para que en la muerte tuviera el mismo aspecto del hombre que había sido en vida.

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