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Trencavel lo miró a los ojos.

– Sé que Él está conmigo -replicó desafiante.

Mientras Pelletier conducía al rey fuera de la torre, Alaïs aprovechó la ocasión para escabullirse.

La festividad de la Transfiguración de la Virgen pasó tranquilamente, con escasas novedades en uno u otro campo. Trencavel siguió enviando una lluvia de flechas y otros proyectiles a los cruzados, mientras los inexorables golpes de la catapulta respondían con rocas que caían atronando sobre las murallas. Morían hombres de ambos lados, pero muy escaso terreno se ganaba o se perdía.

El llano era un matadero, con cadáveres pudriéndose allí donde habían caído, hinchados por el calor y rodeados de enjambres de negras moscas. Buitres y gavilanes volaban en círculos sobre el campo de batalla, limpiando de carne los huesos.

El viernes siete de agosto, los cruzados lanzaron un ataque al suburbio meridional de Sant Miquel. Durante un momento, lograron ocupar la fosa al pie de la muralla, pero fueron repelidos por una lluvia de flechas y piedras. Tras varias horas de estancamiento, los franceses se retiraron ante la fiera resistencia de los asediados, entre los gritos triunfales de éstos.

Al alba del día siguiente, mientras el mundo reverberaba plateado a la luz del amanecer y una delicada neblina flotaba suavemente por las laderas donde más de un millar de cruzados miraban hacia Sant Miquel, se reanudó el asalto.

Celadas, escudos, picas y espadas relucían como los ojos de los guerreros a la luz del pálido sol. Cada hombre llevaba una cruz blanca prendida al pecho, sobre los colores de Nevers, Borgoña, Chartres o Champaña.

El vizconde Trencavel se había situado sobre las murallas de Sant Miquel, hombro con hombro con los suyos, dispuesto a repeler el ataque.

Los arqueros estaban listos, tensos los arcos. Debajo, la tropa de a pie empuñaba hachas, picas y espadas. A sus espaldas, seguros en el interior de la Cité hasta que fuera requerida su intervención, aguardaban los chavalièrs.

A lo lejos comenzaron a resonar los tambores franceses. La Hueste aporreaba el duro suelo con sus lanzas, en un retumbo pesado y continuo que resonaba a través de la tierra expectante.

«Así es como empieza.»

Alaïs estaba en la muralla, junto a su padre, con la atención dividida entre mirar a su marido y contemplar a los cruzados bajando como un río de la colina.

Cuando la Hueste estuvo al alcance de sus proyectiles, el vizconde Trencavel levantó el brazo y dio la orden. De inmediato, una tormenta de flechas oscureció el cielo.

A ambos lados cayeron hombres, pero la primera escalera de asalto ya estaba apoyada en la muralla. Por el aire silbó el proyectil de una ballesta, que acertó en la pesada y áspera madera, desequilibrando la estructura. La escalera se inclinó y comenzó a caer, arrastrando consigo a muchos hombres, que se precipitaron en un amasijo de sangre, huesos y maderos.

Los cruzados lograron empujar una gata, una máquina de asedio, hasta las murallas del suburbio y, refugiados debajo, empapados en agua, los zapadores comenzaron a retirar piedras de las paredes para abrir una cavidad que debilitara las fortificaciones.

Trencavel ordenó a gritos a los arqueros que destruyeran la estructura. Otra tempestad de flechas, algunas de ellas inflamadas, surcaron el aire y se precipitaron sobre la gata. Una negra humareda ensombreció el cielo, hasta que finalmente la estructura se incendió. Los asaltantes huyeron en todas direcciones, con la ropa ardiendo, sólo para ser abatidos por las flechas de los asediados.

Pero era demasiado tarde. Los defensores sólo pudieron ver cómo los cruzados hacían estallar contra la muralla la mina que llevaban varios días preparando. Alaïs levantó las manos para protegerse la cara de la explosión, mientras una violenta lluvia de piedras, polvo y llamas llenaba el aire.

El enemigo cargó a través de la brecha. El rugido del fuego sofocaba incluso los gritos de las mujeres y los niños que huían del infierno.

Los defensores arrastraron y abrieron la pesada puerta entre la Cité y Sant Miquel, y los chavalièrs de Carcasona lanzaron su primer ataque.

– Protégelo, por favor -se sorprendió Alaïs murmurando para sus adentros, como si las palabras tuvieran el poder de repeler las flechas.

Para entonces, los cruzados estaban catapultando por encima de las murallas las cabezas cercenadas de los muertos para sembrar el pánico en el interior de la Cité. Los gritos y alaridos fueron en aumento, hasta que el vizconde Trencavel condujo a sus hombres a la refriega. Fue uno de los primeros en dar cuenta de un enemigo, atravesando limpiamente con la espada el cuello de un cruzado y empujando el cadáver con su bota para arrancarle el acero del cuerpo.

Guilhelm no le iba demasiado a la zaga, guiando su caballo de batalla a través de la masa de atacantes y aplastando a quienes se interponían en su camino.

Alaïs divisó a su lado a Alzeu de Preixan. Con horror, vio que el caballo de Alzeu resbalaba y caía. De inmediato, Guilhelm detuvo su corcel y retrocedió para ir en ayuda de su amigo. Exaltado por el olor de la sangre y el entrechocar del acero, el poderoso garañón de Guilhelm se alzó sobre las patas traseras, derribando a un cruzado y ganando para Alzeu el tiempo de incorporarse y ponerse a salvo.

La superioridad numérica del enemigo era aplastante. La masa de hombres, mujeres y niños aterrorizados y heridos que huía en dirección a la Cité entorpecía los movimientos de los defensores. La Hueste avanzaba implacable. Calle tras calle caía en manos de los franceses.

Finalmente, Alaïs oyó la orden de repliegue.

– Retirada! Retirada!

Aprovechando las sombras de la noche, unos cuantos defensores volvieron al suburbio devastado. Mataron a unos pocos cruzados que fueron sorprendidos con la guardia baja, y prendieron fuego a las casas restantes, para al menos privar a los franceses de un reparo desde el cual reanudar los bombardeos a la Cité.

Pero la realidad era tozuda.

Sant-Vicens y Sant Miquel habían caído. Carcasona estaba sola.

CAPÍTULO 58

Según los deseos del vizconde Trencavel, habían instalado mesas en la Gran Sala. El vizconde y dòmna Agnès iban de una a otra, agradeciendo a los hombres los servicios prestados y los que aún prestarían.

Pelletier se sentía cada vez peor. La estancia estaba impregnada de olor a cera quemada, sudor, comida fría y cerveza tibia. No estaba seguro de poder soportarlo mucho más tiempo. Sus dolores de estómago eran cada vez más intensos y frecuentes.

Intentó incorporarse, pero sus piernas cedieron bajo su peso, sin previo aviso. Se agarró a la mesa para no caer, pero no hizo más que proyectar a su alrededor platos, tazas y huesos pelados. Sentía como si un animal salvaje le estuviera devorando las entrañas.

El vizconde Trencavel se volvió hacia él. Alguien gritó. El senescal vio que los criados corrían a ayudarlo y que llamaban a Alaïs.

Sintió manos que lo sostenían y lo llevaban hacia la puerta. La cara de François entró en su campo visual, pero en seguida volvió a salir. Creyó oír a Alaïs dando órdenes, pero su voz procedía de un lugar muy lejano y parecía hablar un idioma que no comprendía.

– Alaïs -la llamó, buscando su mano en la oscuridad.

– Aquí estoy. Os llevaremos a vuestra habitación.

Sintió que unos brazos robustos lo levantaban y que el aire de la noche le daba en la cara, mientras lo transportaban primero a través de la plaza de armas y después por la escalera.

Avanzaban lentamente. Los espasmos de su vientre empeoraban, cada uno más violento que el anterior. Podía sentir la pestilencia obrando en su interior, envenenando su sangre y su aliento.

– Alaïs… -susurró, esta vez con miedo.

En cuanto llegaron a los aposentos de su padre, Alaïs mandó a Rixenda que buscara a François y que trajera de su habitación las medicinas que necesitaba. Envió a otros dos criados a las cocinas, en busca de la preciada agua.

Hizo que acostaran a su padre en su lecho. Le quitó las prendas manchadas y las amontonó en una pila, para que las quemaran. La pestilencia parecía rezumar de todos los poros de su piel. Los accesos de diarrea se estaban volviendo más frecuentes y violentos, con más sangre y pus que heces en la materia expulsada. Alaïs mandó quemar hierbas y flores para disimular el hedor, pero no había cantidad de lavanda o romero capaz de enmascarar la realidad de su condición.

Rixenda llegó rápidamente con los ingredientes pedidos y ayudó a Alaïs a mezclar los rojos arándanos secos con agua caliente, hasta formar una pasta ligera. Una vez despojado de la ropa sucia y cubierto con una fina sábana limpia, Alaïs empezó a administrar a su padre el líquido a cucharadas, entre los labios exangües.

El primer trago lo vomitó de inmediato. Su hija volvió a intentarlo. Esta vez consiguió tragar, pero le costó mucho hacerlo y el esfuerzo le produjo espasmos en todo el cuerpo.

El tiempo perdió el sentido y su curso dejó de ser lento o veloz, mientras Alaïs intentaba detener el avance de la enfermedad. A medianoche, el vizconde Trencavel acudió a la habitación.

– ¿Alguna novedad, dòmna?

– Está muy enfermo, messer.

– ¿Hay algo que necesitéis? ¿Médicos, medicinas?

– Un poco más de agua, si fuera posible. Hace un rato envié a Rixenda a buscar a François, pero aún no ha venido.

– Lo encontraremos. Haremos cuanto pedís.

Trencavel miró la cama por encima del hombro.

– ¿Cómo es que el mal ha arraigado tan rápidamente? -preguntó.

– Es difícil decir por qué una enfermedad como ésta ataca con virulencia a algunos y se abstiene de tocar a otros, messer. La constitución de mi padre está muy debilitada por los años transcurridos en Tierra Santa y es particularmente susceptible a los trastornos del estómago. -Vaciló un momento-. Dios quiera que no se extienda.

– Es el mal de los asedios, ¿verdad? -dijo el vizconde en tono sombrío.

Alaïs asintió con un gesto.

– Lo siento muchísimo. Mandadme llamar si hay algún cambio en su estado.

A medida que las horas pasaban lentamente, una tras otra, los lazos que mantenían a su padre unido a la vida se fueron diluyendo. Tuvo momentos de lucidez durante los cuales parecía comprender lo que le estaba ocurriendo. Otras veces, parecía como si ya no supiera quién era ni dónde estaba.

Poco antes del alba, la respiración de Pelletier se volvió superficial. Alaïs, que dormitaba a su lado, se percató de inmediato del cambio y se despejó del todo.

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