Литмир - Электронная Библиотека

Alice se quedó sin aliento.

– ¡Dios mío! -susurró.

Era la reproducción exacta de su laberinto.

El ruido de la puerta delantera cerrándose de golpe los sobresaltó.

– ¡Will, la puerta! ¡La hemos dejado abierta!

Podía distinguir voces amortiguadas en el vestíbulo. Un hombre y una mujer.

– Vienen hacia aquí -susurró ella.

Will le puso el libro entre las manos.

– ¡Rápido! -bisbiseó, mientras señalaba el gran sofá de tres plazas que había bajo la ventana-. Deja que yo me encargue de esto.

Alice cogió su mochila, corrió hacia el sofá y se escurrió por el hueco entre el respaldo y la pared. Había un olor penetrante a cuero agrietado y humo rancio de cigarro, y el polvo le hacía cosquillas en la nariz. Oyó que Will cerraba con un chasquido la puerta de la estantería y que se situaba en el centro de la sala, justo cuando la puerta de la biblioteca se abría con un chirrido.

– Qu’est-ce que vous foutez ici?

Una voz de hombre joven. Inclinando un poco la cabeza, Alice logró verlos a los dos reflejados en las puertas de cristal de las librerías. Era un chico alto, más o menos como Will, pero más anguloso. Tenía el pelo negro y rizado, frente amplia y nariz aristocrática. Alice frunció el ceño. Le recordaba a alguien.

– ¡François-Baptiste! ¿Qué tal? -dijo Will. Incluso para Alice, su saludo sonó falsamente animado.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí? -repitió el otro en inglés.

Will le enseñó la revista que había cogido de la mesa.

– He venido a buscar algo para leer.

François-Baptiste echó una mirada al título y dejó escapar una risita.

– No parece tu estilo.

– Te sorprenderías.

El chico se adelantó un poco hacia Will.

– No durarás mucho más -dijo en voz baja y amarga-. Se aburrirá de ti y te echará a patadas, como a todos los demás. Ni siquiera sabías que iba a salir de la ciudad, ¿no?

– Lo que pase entre ella y yo no es asunto tuyo, de modo que si no te importa…

François-Baptiste se plantó delante de él.

– ¿Qué prisa tienes?

– No me provoques, François-Baptiste, te lo advierto.

François-Baptiste apoyó la mano en el pecho de Will para impedirte el paso.

Will apartó el brazo del chico de un manotazo.

– ¡No me toques!

– ¿Cómo piensas impedirlo?

–  Ça suffit ! ¡Ya basta! -exclamó una voz femenina.

Los dos hombres se volvieron. Alice estiró el cuello para ver mejor, pero la mujer no había entrado lo suficiente en la habitación.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó-. ¡Peleando como niños! ¿François-Baptiste? ¿William?

– Rien, maman. Je lui demandais…

Will se quedó mirando boquiabierto, hasta que finalmente comprendió quién había llegado con François-Baptiste.

– Marie-Cécile, no tenía idea… -tartamudeó-. No te esperaba tan pronto.

La mujer se adentró un poco más en la estancia y Alice pudo ver claramente su cara.

«No puede ser.»

Esta vez iba vestida un poco más formalmente que cuando Alice la había visto por última vez, con una falda ocre a la altura de la rodilla y una chaqueta a juego, y llevaba el pelo suelto, enmarcándole la cara, en lugar de recogido con un pañuelo.

Pero no había confusión posible. Era la misma mujer que Alice había visto a la puerta del hotel de la Cité, en Carcasona. Era Marie-Cécile de l’Oradore.

Desvió la vista de la madre al hijo. El parecido familiar era considerable. El mismo perfil, el mismo aire imperioso. Ahora comprendía los celos de François-Baptiste y el antagonismo entre él y Will.

– Pero en realidad la pregunta de mi hijo tiene sentido -estaba diciendo Marie-Cécile-. ¿Qué haces tú aquí?

– Estaba… Vine a buscar algo distinto para leer. Me sentía… me sentía solo sin ti.

Alice se encogió. La explicación no sonaba ni remotamente convincente.

– ¿Solo? -repitió ella como un eco-. Tu cara no dice lo mismo, Will.

Marie-Cécile se inclinó hacia adelante y besó a Will en los labios. Alice sintió que la turbación impregnaba el ambiente. El gesto había sido incómodamente íntimo. Podía ver que Will tenía los puños apretados.

«No quiere que yo vea esto.»

La idea, desconcertante como era, entró y salió de su mente en el tiempo de un parpadeo.

Marie-Cécile lo dejó ir, con un destello de satisfacción en el rostro.

– Ya nos pondremos al día más adelante, Will. De momento, me temo que François-Baptiste y yo tenemos unos asuntillos que tratar. Desolée . Así que si nos disculpas…

– ¿Aquí, en la biblioteca?

«Una reacción demasiado rápida. Demasiado evidente.

Marie-Cécile estrechó los ojos.

– ¿Por qué no?

– Por nada -replicó él secamente.

– Maman. Il est dix-huit heures déjà.

–  J’arrive -replicó ella, sin dejar de mirar a Will con suspicacia.

– Mais, je ne…

– Va le chercher -lo interrumpió su madre. Ve a buscarlo.

Alice oyó que François-Baptiste salía en tromba de la sala y después cómo Marie-Cécile rodeaba con sus brazos a Will por la cintura y lo atraía hacia sí. Sus uñas eran rojas sobre el blanco de la camiseta de él. Alice habría querido desviar la mirada, pero no pudo.

–  Bon -dijo Marie-Cécile-. À bientôt .

– ¿Subirás pronto? -dijo Will. Alice pudo distinguir el pánico en su voz, al darse cuenta de que iba a tener que dejarla allí atrapada.

– En un momento.

Alice no pudo hacer nada, solamente oír el ruido de los pasos de Will, alejándose.

Los dos hombres se cruzaron en el pasillo.

– Mira -dijo, François-Baptiste enseñándole a su madre un ejemplar del mismo periódico que Will estaba leyendo antes.

– ¿Cómo se habrán enterado tan pronto?

– Ni idea -replicó él en tono malhumorado-. Authié, imagino.

Alice se quedó petrificada. «¿El mismo Authié?»

– ¿Lo sabes con seguridad, François-Baptiste? -estaba diciendo Marie-Cécile.

– Alguien tiene que haberles dado el soplo. La policía envió submarinistas al Eure el sábado, al sitio exacto. Sabían lo que estaban buscando. Piénsalo. ¿Quién fue el primero en decir que había un topo en Chartres? Authié. ¿Acaso ha presentado alguna prueba de que Tavernier realmente hubiera hablado con el periodista?

– ¿Tavernier?

– El hombre del río -aclaró el joven agriamente.

– Ah sí, claro -asintió Marie-Cécile, mientras encendía un cigarrillo-. El artículo menciona a la Noublesso Véritable por su nombre.

– También Authié puede habérselo dicho.

– Mientras no haya nada que conecte a Tavernier con esta casa, no hay ningún problema -dijo ella, con expresión aburrida-. ¿Algo más?

– He hecho todo lo que me has pedido.

– ¿Y lo has preparado todo para el sábado?

– Sí -respondió él-, aunque sin el anillo ni el libro, no sé para qué molestarse.

Una sonrisa surcó brevemente los labios rojos de Marie-Cécile.

– Ya ves. Por eso todavía necesitamos a Authié, pese a tu evidente desconfianza -dijo ella con suavidad-. Dice que, milagrosamente, ha conseguido el anillo.

– ¿Por qué demonios no me lo habías dicho antes? -preguntó él airadamente.

– Te lo estoy diciendo ahora -replicó ella-. Dice que sus hombres se lo llevaron de la habitación de hotel de la chica inglesa, anoche en Carcasona.

Alice sintió un frío en la piel. «Es imposible.»

– ¿Crees que miente?

– No seas imbécil, François-Baptiste -respondió su madre en tono cortante-. ¡Claro que miente! Si la doctora Tanner se lo hubiera llevado, Authié no habría tardado cuatro días en conseguirlo. Además, ordené que registraran su apartamento y su despacho.

– Entonces…

Ella lo interrumpió.

– Si Authié lo tiene…, si es que lo tiene, cosa que dudo mucho, entonces lo ha conseguido de la abuela de Biau o lo ha tenido todo el tiempo, desde el principio. Posiblemente él mismo se lo llevara de la cueva.

– Pero ¿para qué iba a molestarse?

Sonó el teléfono, estruendoso, intrusivo. Alice sintió que el corazón se le subía a la garganta.

François-Baptiste miró a su madre.

– Contesta -le dijo ella.

Así lo hizo.

–  Allô .

Alice apenas respiraba, por temor a delatarse.

– Oui, je comprends . Attends . -Cubrió el receptor con la mano-. Es O’Donnell. Dice que tiene el libro.

– Pregúntale por qué no hemos sabido nada de ella.

El joven hizo un gesto afirmativo.

– ¿Dónde has estado desde el lunes? -Escuchó un momento-. ¿Alguien más sabe que lo tienes? -Volvió a escuchar-. Muy bien. A las diez. Mañana por la noche.

Colgó el teléfono.

– ¿Estás seguro de que era ella?

– Era su voz. Conocía lo acordado.

– Seguro que él estaba escuchando.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó el joven, inseguro-. ¿A quién te refieres?

– ¡Por todos los santos! ¿A quién crees tú que me refiero? -exclamó ella-. ¡A Authié, obviamente!

– Yo…

– Shelagh O’Donnell lleva varios días desaparecida. Pero en cuanto dejo de ser una molestia y regreso a Chartres, O’Donnell vuelve a aparecer. Primero el anillo, y ahora el libro.

Finalmente, François-Baptiste perdió los estribos.

– Pero ¡si hace un momento lo estabas defendiendo! -exclamó-. ¡Y me acusabas a mí de sacar conclusiones precipitadas! Si sabes que trabaja contra nosotros, ¿por qué no me lo has dicho, en lugar de dejarme hacer el tonto? Mejor aún, ¿por qué no le paras los pies? ¿Alguna vez te has preguntado siquiera por qué desea los libros con tanto ahínco? ¿Qué piensa hacer con ellos? ¿Subastarlos al mejor postor?

– Sé exactamente para qué quiere los libros -replicó ella con voz gélida.

– ¿Por qué tienes que hacerme esto todo el tiempo? ¡Siempre me estás humillando!

– La conversación ha terminado -dijo ella-. Saldremos mañana, para tener tiempo suficiente de que hagas tu trabajo con O’Donnell y yo pueda prepararme. La ceremonia se celebrará a medianoche, tal como estaba previsto.

– ¿Quieres que vaya a la cita con ella? -preguntó él, incrédulo.

– Desde luego que sí -repuso su madre. Por primera vez, Alice distinguió algo de emoción en su voz-. Quiero el libro, François-Baptiste.

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