Habían abandonado de inmediato el campamento de las afueras de Montpellier. Contemplando la luna, Pelletier calculó que si mantenían el ritmo de la marcha, llegarían a Béziers al alba. El vizconde Trencavel quería avisar personalmente a los habitantes de la ciudad de que el ejército francés se encontraba a escasas quince leguas, con intenciones belicosas. La vía romana que discurría de Montpellier a Béziers se abría a su paso y no había modo de bloquearla.
Instaría a las autoridades de la ciudad a prepararse para el asedio y, al mismo tiempo, pediría refuerzos para apoyar a sus mesnadas en Carcasona. Cuanto más tiempo se demorara la Hueste en Béziers, más tiempo tendría él a su disposición para preparar las fortificaciones. Además, tenía intención de ofrecer refugio en Carcasona a los más amenazados por los franceses: los judíos, los pocos mercaderes sarracenos llegados de España y los bons homes. No lo hacía solamente por cumplir su deber como señor feudal. De hecho, gran parte de la administración y la organización de Béziers estaba en manos de diplomáticos y mercaderes judíos. Hubiera o no amenaza de guerra, no estaba dispuesto a prescindir de los servicios de personas tan valiosas y capacitadas.
La decisión de Trencavel facilitó la tarea de Pelletier. Apoyó la mano sobre la carta de Harif, que tenía oculta en la bolsa. Cuando llegaran a Béziers, sólo tendría que excusarse el tiempo suficiente para encontrar a Simeón.
Un sol pálido se levantaba sobre el río Orb, mientras los hombres, exhaustos, cabalgaban a través del gran puente sobre arcos de piedra.
Béziers se erguía orgullosa y elevada sobre ellos, majestuosa y aparentemente inexpugnable detrás de sus antiguas murallas. Las esbeltas torres de la catedral y de las grandes iglesias consagradas a María Magdalena, san Judas y la Virgen resplandecían a la luz del crepúsculo.
Pese al cansancio, Raymond-Roger Trencavel no había perdido su porte ni su natural autoridad, mientras azuzaba a su caballo para que subiera por la maraña de pasadizos y empinadas callejas serpenteantes que conducían a las puertas principales. El entrechocar de los cascos de los caballos sobre el empedrado iba arrancando del sueño a los pobladores de los tranquilos suburbios de extramuros.
Pelletier desmontó y llamó a la guardia para que les abriera las puertas y los dejara entrar. Al haberse difundido la noticia de que el vizconde Trencavel estaba en la ciudad, el gentío les impidió avanzar con rapidez, pero finalmente llegaron a la residencia del soberano.
Raymond-Roger saludó a éste con genuino afecto. Era un viejo amigo y aliado, con talento para la diplomacia y la administración, y leal con la dinastía de los Trencavel. Pelletier aguardó mientras los dos hombres se saludaban según la usanza del Mediodía e intercambiaban regalos como muestra de su mutua estima. Tras completar las formalidades con inusual premura, Trencavel fue directo al grano. El soberano lo escuchaba con creciente preocupación. En cuanto el vizconde hubo finalizado su discurso, envió mensajeros para convocar a los cónsules de la ciudad a una reunión del Consejo.
Mientras hablaban, una mesa había sido dispuesta en medio de la sala, con pan, carne, queso, fruta y vino.
– Messer -dijo el soberano-, será un honor para mí que aceptéis mi hospitalidad mientras esperamos.
Pelletier vio su oportunidad. Se adelantó discretamente y habló al oído del vizconde Trencavel.
– Messer -le dijo-, ¿podéis prescindir de mí por un momento? Quisiera ver con mis propios ojos cómo se encuentran nuestros hombres; asegurarme de que tienen todo lo necesario, y comprobar que mantienen la boca cerrada y el ánimo firme.
Trencavel levantó la vista, con expresión de asombro.
– ¿Ahora, Bertran?
– Si me lo permitís, messer.
– No me cabe la menor duda de que nuestros hombres están siendo bien atendidos -dijo, sonriendo a su anfitrión-. Deberías comer y descansar un poco.
– Os ruego aceptéis mis humildes disculpas, pero suplico una vez más vuestra venia para retirarme.
Raymond-Roger escrutó el rostro de Pelletier, en busca de una explicación que no halló.
– Muy bien -dijo finalmente, todavía intrigado-. Tienes una hora.
En las calles había gran bullicio, y se iban poblando cada vez más de curiosos a medida que se extendían los rumores. Una muchedumbre se estaba congregando en la plaza Mayor, delante de la catedral.
Pelletier conocía bien Béziers, pues la había visitado muchas veces con el vizconde Trencavel, pero iba a contracorriente y sólo su corpulencia y su autoridad lo salvaron de ser derribado por la marea de gente. Nada más llegar a la judería, empezó a preguntar a los transeúntes si conocían a Simeón, mientras apretaba con fuerza en el puño la carta de Harif. De pronto, sintió que le tironeaban de la manga. Bajó la vista y vio a una bonita niña de ojos y cabellos oscuros.
– Yo sé dónde vive -dijo la pequeña-. Sígame.
La niña lo condujo al barrio comercial, donde tenían sus negocios los prestamistas, y luego, a través de un dédalo de callejas aparentemente idénticas, atestadas de talleres y viviendas. Se detuvo delante de una puerta sin ningún rasgo distintivo.
El senescal miró a su alrededor hasta encontrar lo que buscaba: el emblema del encuadernador grabado sobre las iniciales de Simeón. Pelletier esbozó una sonrisa de alivio. Era la casa. Dio las gracias a la pequeña, le puso una moneda en la mano y la despidió. Después levantó la pesada aldaba de bronce y llamó a la puerta tres veces.
Hacía mucho tiempo, más de quince años. ¿Habría subsistido la corriente de afecto que tan fácilmente fluía entre ellos?
La puerta se entreabrió lo suficiente como para revelar a una mujer que lo miraba con expresión suspicaz. Sus ojos negros eran hostiles. Llevaba puesto un velo verde que le cubría el pelo y la mitad inferior del rostro, y lucía los tradicionales bombachos anchos y claros, ajustados al tobillo, que vestían las judías en Tierra Santa. Su larga casaca amarilla le llegaba a las rodillas.
– Quisiera hablar con Simeón -dijo él.
Ella sacudió la cabeza e intentó cerrar la puerta, pero él la mantuvo abierta, usando el pie a modo de cuña.
– Entrégale esto -dijo, aflojándose el anillo del pulgar y colocándolo en la mano de la mujer-. Dile que Bertran Pelletier está aquí.
Su suspiro de sorpresa fue audible. De inmediato, la mujer se apartó para dejarlo pasar. Pelletier la siguió a través de una pesada cortina roja, decorada con círculos dorados cosidos arriba y abajo en sendas orlas.
– Esperatz -dijo ella, indicándole con un gesto que se quedara donde estaba.
Sus brazaletes y ajorcas tintinearon, mientras se alejaba por el largo pasillo hasta desaparecer.
Desde fuera, la casa parecía alta y estrecha; pero una vez dentro, Pelletier pudo comprobar que la impresión era engañosa. El pasillo central se ramificaba en salas y vestíbulos, a izquierda y derecha. Pese a la urgencia de su misión, el senescal contemplaba el ambiente con deleite. El suelo no era de madera, sino de baldosas azules y blancas, y preciosos tapices colgaban de las paredes. El ambiente le recordaba las elegantes y exóticas casas de Jerusalén. Habían pasado muchos años, pero los colores, las texturas y los olores de aquella tierra extraña todavía le hablaban.
– ¡Por todo lo que hay de sagrado en este cansado y viejo mundo! ¡Bertran Pelletier!
El senescal se volvió hacia la voz y vio una figura menuda, enfundada en una larga sobretúnica violeta, que avanzaba presurosa en su dirección, con los brazos extendidos. Su corazón dio un brinco al ver a su viejo amigo. Sus ojos negros centelleaban con el brillo de siempre. Pelletier estuvo a punto de caer derribado por la fuerza del abrazo de Simeón, aunque le sacaba por lo menos la cabeza.
– ¡Bertran, Bertran! -exclamó afectuosamente Simeón, con una voz profunda que retumbaba en el pasillo silencioso-. ¿Por qué has tardado tanto?
– ¡Simeón, mi viejo amigo! -rió él, aferrándolo por el hombro, mientras recuperaba el aliento-. ¡Cuánto bien le hace a mi espíritu verte en tan buena forma! ¡Mírate! -añadió, tirando de la larga barba negra de su amigo, que siempre había sido su mayor motivo de vanidad-. Unas pocas canas aquí y allá, pero ¡mejor que nunca! ¿Te ha tratado bien la vida?
Simeón se encogió de hombros.
– Habría podido ser mejor, pero también peor -replicó, retrocediendo unos pasos-. ¿Y qué me dices de ti, Bertran? Un par de arrugas más en la cara, quizá, pero la misma fiereza en la mirada, ¡y esos hombros tan anchos! -Le dio un golpe en el pecho con la palma de la mano-. ¡Sigues fuerte como un buey!
Con un brazo sobre los hombros de Simeón, Pelletier se dejó conducir a una pequeña habitación al fondo de la casa, que daba a un patio de reducidas dimensiones. Había en ella dos grandes sofás cubiertos de cojines de seda rojos, violáceos y azules. En torno a la sala había varias mesas pequeñas de ébano, adornadas con delicados jarrones y bandejas llenas de bizcochitos de almendra.
– Ven, quítate las botas. Ester nos traerá el té. -Se apartó un poco y volvió a mirar a Pelletier de arriba abajo-. ¡Bertran Pelletier! -exclamó una vez más, sacudiendo la cabeza-. ¿Me puedo fiar de estos viejos ojos? ¿Después de tantos años de verdad estás aquí? ¿O eres un fantasma? ¿El producto de la imaginación de un viejo?
Pelletier no sonrió.
– Ojalá hubiese venido en circunstancias más propicias, Simeón.
Su amigo hizo un gesto de asentimiento.
– Claro, claro. Ven, Bertran, ven aquí. Siéntate.
– He venido con nuestro señor Trencavel, Simeón, para prevenir a Besièrs de que un ejército se acerca desde el norte. ¿Oyes las campanas, convocando al Consejo a las autoridades de la ciudad?
– Es difícil no oír vuestras campanas cristianas -replicó Simeón, alzando las cejas-, aunque habitualmente no tañen en beneficio nuestro.
– Esto afectará a los judíos tanto o más que a aquellos que llaman herejes, y tú lo sabes.
– Como siempre -dijo el otro serenamente-. ¿Es tan grande la Hueste como cuentan?
– Unos veinte mil hombres, tal vez más. No podemos enfrentarnos a ellos en combate abierto, Simeón, su ventaja numérica es demasiado aplastante. Si Besièrs pudiera retener aquí un tiempo al invasor, entonces al menos tendríamos la oportunidad de reunir un ejército en el oeste y preparar la defensa de Carcassona. Todos los que así lo deseen podrán refugiarse allí.
– Aquí he sido feliz. Esta ciudad me ha tratado… nos ha tratado bien.