Estaba justo fuera de la línea de visión de los franceses, pero si se daban la vuelta y advertían que ya no estaba, no les llevaría más de unos instantes encontrarla. Alaïs apoyó una vez más el oído contra el suelo. Los jinetes venían de Coursan. ¿Una partida de caza? ¿Exploradores?
Un trueno retumbó en el bosque espantando a los pájaros, que levantaron vuelo de los nidos más altos. Presas del pánico, batieron en el aire las alas, se alzaron y descendieron, antes de sumirse una vez más en el abrazo protector de los árboles. Tatou relinchó y piafó, inquieta.
Rezando para que la tormenta siguiera disimulando el ruido de los jinetes hasta que se hubieran acercado lo suficiente, Alaïs se arrastró hacia la espesura, reptando sobre piedras y ramitas.
– Ohé!
Su movimiento se congeló. La habían visto. Se tragó un grito, mientras los hombres acudían corriendo a donde ella estaba echada. El fragor de un trueno hizo que levantaran la vista, con el miedo pintado en las caras. «No están acostumbrados a la violencia de nuestras tormentas meridionales.» Incluso desde el suelo, podía oler su miedo. La piel de los hombres lo exudaba.
Aprovechando la vacilación de sus captores, Alaïs intentó algo más. Se puso de pie y echó a correr.
No fue lo bastante rápida. El de la cicatriz se lanzó sobre ella, le asestó un golpe en la sien y la derribó.
– Héréticque -le gritó mientras se le echaba encima con todo su peso, inmovilizándola contra el suelo. Alaïs intentó soltarse, pero el hombre era demasiado pesado y ella tenía la falda enredada en las espinas de los matorrales. Podía oler la sangre de la mano herida, mientras el hombre le aplastaba la cara contra las ramas y las hojas del suelo.
– Te advertí que te quedaras quieta, putain .
El hombre se desabrochó el cinturón y lo arrojó lejos de sí, jadeando. «Ojalá que no haya oído todavía a los jinetes.» Alaïs se sacudió para quitárselo de encima, pero pesaba demasiado. Dejó escapar un gruñido desde lo más profundo de su garganta, cualquier cosa con tal de disimular el ruido de los caballos que se acercaban.
El hombre volvió a golpearla y le partió el labio. Alaïs sintió el sabor de su propia sangre en la boca.
– Putain !
De pronto, se oyeron otras voces:
– Ara, ara! ¡Ahora, ahora!
Alaïs oyó la vibración de un arco y el vuelo de una flecha solitaria a través del aire, y después otra y otra más, a medida que una lluvia de proyectiles salía volando de entre las verdes sombras, resquebrajando la madera y la corteza allí donde caía.
– Enant ! Ara, enant!
El francés se levantó de un salto, justo en el instante en que una flecha le alcanzaba el pecho con un golpe seco, haciéndolo girar como una peonza. Por un momento, pareció quedar suspendido en el aire, pero después empezó a balancearse con los ojos congelados, con la pétrea mirada de una estatua. Una sola gota de sangre apareció en la comisura de su boca y le rodó por la barbilla.
Se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas, como si estuviera rezando, y después, muy despacio, se desplomó hacia adelante, como un tronco talado en el bosque. Alaïs reaccionó a tiempo y, arrastrándose, se apartó justo cuando el cuerpo se estrellaba pesadamente contra el suelo.
– Anem ! ¡Adelante!
Los jinetes fueron tras el otro francés. El hombre había corrido al bosque a buscar refugio, pero volaron más flechas. Una lo alcanzó en el hombro y lo hizo trastabillar. La siguiente le dio en el muslo. La tercera, en la base de la espalda, lo derribó. Su cuerpo cayó al suelo entre espasmos y después se quedó inmóvil.
La misma voz ordenó el fin del ataque.
– Arrestancatz! Dejad de disparar. -Finalmente, los cazadores abandonaron su escondite y se dejaron ver-. Dejad de disparar.
Alaïs se puso en pie. «¿Amigos u otros hombres, también de temer?» El jefe vestía una túnica de caza azul cobalto bajo la capa, y las dos prendas eran de buena calidad. Sus botas, su cinturón y su aljaba de cuero eran de piel pálida, confeccionados al estilo local, y las pesadas botas no estaban gastadas. Parecía un hombre de fortuna moderada, un hombre del sur.
Ella todavía tenía los brazos atados a la espalda. Era consciente de que su posición no era muy ventajosa. Tenía el labio hinchado y sangrante, y la ropa manchada.
– Sènhor, gracias por vuestra ayuda -dijo, intentando que su voz sonara confiada-. Levantaos la visera e identificaos, para que pueda ver el rostro de mi salvador.
– ¿Ésa es toda la gratitud que merezco, dòmna? -replicó él, haciendo lo que ella le decía. Alaïs sintió alivio al ver que estaba sonriendo.
El caballero desmontó y sacó un cuchillo de su cinturón. Alaïs retrocedió.
– Es para cortar vuestras ataduras -dijo él en tono ligero.
Alaïs se ruborizó y le ofreció las muñecas.
– Desde luego. Mercé.
Él le hizo una breve reverencia.
– Soy Amiel de Coursan. Estos bosques son de mi padre.
Alaïs dejó escapar un suspiro de alivio.
– Disculpad mi descortesía, pero tenía que asegurarme de que vos…
– Vuestra cautela es razonable y comprensible, dadas las circunstancias. ¿Y ahora puedo preguntaros quién sois vos, dòmna?
– Alaïs de Carcassona, hija del senescal Pelletier, asistente del vizconde Trencavel, y esposa de Guilhelm du Mas.
– Es un honor conoceros, dòmna Alaïs -dijo besándole la mano-. ¿Estáis herida?
– Sólo unos cuantos cortes y rasguños, aunque me duele un poco el hombro, donde me golpeé al caerme.
– ¿Qué ha sido de vuestra escolta?
Alaïs dudó un momento.
– Viajo sola.
El hombre se la quedó mirando, sorprendido.
– No es la época más indicada para aventurarse por el mundo sin protección, dòmna. Estas llanuras están plagadas de soldados franceses.
– No tenía intención de cabalgar hasta tan tarde. Estaba buscando refugio de la tormenta.
Alaïs levantó la vista, advirtiendo de pronto que aún no había empezado a llover.
– Solamente es el cielo protestando -dijo él, interpretando su mirada-. Una falsa tormenta, nada más.
Cuando Alaïs hubo calmado a Tatou, los hombres de Coursan recibieron la orden de despojar a los cadáveres de sus armas y sus ropas. En lo profundo del bosque, encontraron sus armaduras y estandartes, ocultos en el lugar donde habían atado sus caballos. Levantando con la espada la esquina de la tela, De Coursan dejó al descubierto, bajo una capa de barro, un destello de plata sobre fondo verde.
– Chartres -dijo De Coursan con desprecio-. Son los peores. Chacales, todos ellos. Hemos oído más historias de…
Se interrumpió bruscamente.
Alaïs lo miró.
– ¿Historias de qué?
– No importa -replicó él rápidamente-. ¿Volvemos a la ciudad?
Cabalgando en hilera, uno tras otro, llegaron al extremo opuesto del bosque y salieron a la llanura.
– ¿Tenéis algo que hacer por aquí, dòmna Alaïs?
– Voy a buscar a mi padre, que está en Montpelhièr con el vizconde Trencavel. Tengo noticias de gran importancia, que no podían esperar a su regreso a Carcassona.
La cara del De Coursan se contrajo en un gesto de preocupación.
– ¿Qué? -dijo Alaïs-. ¿Sabéis algo de mi padre?
– Pasaréis la noche con nosotros, dòmna Alaïs. Cuando vuestras heridas hayan sido debidamente atendidas, mi padre os dirá lo que hemos oído. Al alba, yo mismo os escoltaré hasta Besièrs.
Alaïs se volvió para mirarlo.
– ¿A Besièrs, messer?
– Si los rumores son ciertos, es en Besièrs donde encontraréis a vuestro padre y al vizconde Trencavel.
El sudor se escurría por el pelaje de su garañón, mientras el vizconde Trencavel conducía a sus hombres hacia Béziers, con la tormenta pisándoles los talones.
El sudor formaba espumarajos en las bridas de los caballos, y de las comisuras de sus quijadas colgaban hilos de baba. Tenían los flancos y el lomo veteados de sangre, allí donde las espuelas y la fusta los habían obligado a seguir su camino, incesantemente, a través de la noche. La luna plateada asomó detrás de unas nubes negras y desgarradas, que se movían a gran velocidad sobre el horizonte, iluminando la niebla blanca sobre los ollares de los caballos.
Pelletier cabalgaba al lado del vizconde, con los labios apretados. Las cosas habían salido mal en Montpellier. Teniendo en cuenta la animadversión existente entre el vizconde y su tío, el senescal no esperaba que fuera fácil persuadir a éste de la conveniencia de una alianza, incluso a pesar de los lazos familiares y los compromisos de vasallaje que unían a los dos hombres. Aun así, había abrigado la esperanza de que el conde se aviniera a interceder en nombre de su sobrino.
Al final, ni siquiera lo recibió. Fue un insulto deliberado e inequívoco. Trencavel se vio obligado a una larga e impaciente espera a las puertas del campamento francés, hasta recibir la noticia de que le había sido concedida una audiencia.
Autorizado a asistir acompañado únicamente de Pelletier y de dos de sus chavalièrs, el vizconde Trencavel fue conducido a la tienda de campaña del abad del Císter, donde les indicaron que debían despojarse de las armas. Así lo hicieron Una vez dentro, el vizconde no fue recibido por el abad, sino por dos legados papales.
Raymond-Roger prácticamente no tuvo ocasión de decir nada, mientras los dos legados lo reprendían por haber permitido que la herejía se extendiera sin freno por sus dominios. Criticaron su política de nombrar judíos para los altos cargos de las principales ciudades. Lo acusaron de cerrar los ojos ante la conducta pérfida y perniciosa de los obispos cátaros en sus territorios, y citaron varios ejemplos.
Por último, cuando hubieron terminado, los legados despidieron al vizconde Trencavel como si se tratara del amo de algún señorío insignificante y no del señor de una de las casas más poderosas del Mediodía. A Pelletier le hervía la sangre cada vez que lo recordaba.
Los espías del abad habían informado bien a los legados. Cada una de las acusaciones era infundada en cuanto a su interpretación, pero no en lo referente a los hechos, que eran ciertos y venían respaldados por el testimonio de testigos directos. Este aspecto, más aún que la calculada afrenta a su honor, convenció a Pelletier de que el vizconde Trencavel estaba llamado a ser el nuevo enemigo. La Hueste necesitaba a alguien contra quien luchar y, tras la capitulación del conde de Toulouse, no había otro candidato.