Nick aprovechó la oportunidad para escapar del calor del fuego. Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Había pocos adornos: un lustroso crucifijo de madera oscura con un extremo afilado poco común… casi parecía una daga. También había varios cuadros originales de un artista desconocido. Bastante bonitos, aunque Nick no sabía mucho sobre arte. Las pinceladas de color verde brillante resultaban hipnóticas, al igual que los remolinos de amarillos y rojos sobre el fondo púrpura.
Fue entonces cuando las vio. Colocadas a un costado de la chimenea de ladrillo había un par de botas negras de goma todavía manchadas de nieve y dispuestas sobre un viejo felpudo. ¿Le habría mentido el padre Keller al decirle que no había salido en toda la tarde? O quizá fueran las botas de Ray Howard.
Nick oyó voces en el vestíbulo, un ápice de frustración en la del padre Keller y acusaciones en boca de una mujer. Se dirigió a paso rápido a la entrada, donde vio al padre Keller tratando de permanecer sereno y amable mientras Maggie O'Dell lo acosaba a preguntas.
Al principio, Nick no reconoció la voz de Maggie. Era ruidosa, estridente y beligerante… y la profería una mujer que parecía la quintaesencia del autodominio.
– Quiero ver ahora mismo al padre Francis -dijo, y apartó a un lado al padre Keller antes de que éste pudiera explicarse. Estuvo a punto de tropezar con Nick. Retrocedió, sobresaltada. Se miraron a los ojos. Había algo frenético y oscuro en los de ella… algo descontrolado, a juego con su voz-. Nick, ¿qué haces aquí?
– Podría preguntarte lo mismo. ¿No tienes que tomar un avión?
Parecía pequeña con el chaquetón verde demasiado grande y los vaqueros azules. Sin maquillaje y con el pelo alborotado, podría haber pasado por una universitaria.
– Han retrasado los vuelos.
– Disculpen -los interrumpió el padre Keller.
– Maggie, no conoces al padre Michael Keller. Padre Keller, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.
– ¿Así que usted es Keller? -había acusación en su voz-. ¿Qué ha hecho con el padre Francis?
De nuevo, la beligerancia. Nick no comprendía aquella nueva estrategia. ¿Qué había sido de la mujer templada y serena que lo hacía parecer un irreflexivo?
– He intentado explicarle… -probó a decir el padre Keller otra vez.
– Sí, tiene muchas cosas que explicar. El padre Francis debía reunirse conmigo en el hospital a eso de las cuatro. No se presentó -miró a Nick-. Llevo llamando toda la tarde.
– Maggie, ¿por qué no pasas y te tranquilizas?
– No quiero tranquilizarme, quiero respuestas. Quiero saber qué diablos está pasando aquí.
– Esta mañana ha ocurrido un accidente -le explicó Nick, ya que Maggie no dejaba hablar al padre Keller-. El padre Francis se cayó por la escalera del sótano. Mucho me temo que ha muerto.
Maggie guardó silencio, repentinamente inmóvil.
– ¿Un accidente? -entonces, miró al padre Keller-. Nick, ¿estás seguro de que fue un accidente?
– ¡Maggie!
– ¿Cómo sabes que no lo empujaron? ¿Ha examinado alguien el cuerpo? Yo misma haré la autopsia si es necesario.
– ¿La autopsia? -repitió el padre Keller.
– Maggie, estaba viejo y frágil.
– Exacto. ¿Por qué iba a bajar la escalera del sótano?
– En realidad, es la bodega -intentó explicar el padre Keller.
Maggie se lo quedó mirando, y Nick advirtió que tenía los puños cerrados. No lo habría sorprendido si hubiera asestado un puñetazo al cura. Nick no entendía su comportamiento. Si estaba jugando a «poli malo, poli bueno», quería saberlo.
– ¿Qué es lo que insinúa, padre Keller? -preguntó por fin.
– ¿Insinuar? No insinúo nada.
– Maggie, creo que debemos irnos -dijo Nick, y la agarró con suavidad del brazo. Ella se desasió de inmediato y le lanzó una mirada que lo hizo retroceder. Volvió a clavar la vista en el padre Keller; después, se abrió paso entre los dos hombres y salió por la puerta.
Nick miró al sacerdote, que parecía tan avergonzado y confundido como él se sentía. Sin decir palabra, salió detrás de Maggie. La alcanzó en la acera, hizo ademán de agarrarle el brazo para frenarla un poco, pero se lo pensó mejor y se limitó a apretar el paso para mantenerse a su altura.
– ¿A qué diablos ha venido eso? -inquirió.
– Miente. Dudo que fuera un accidente.
– El padre Francis era un anciano, Maggie.
– Tenía algo importante que contarme. Cuando hablamos por teléfono esta mañana, noté que alguien más estaba escuchando la conversación. ¿No lo entiendes, Nick? -se detuvo en seco y se volvió para mirarlo-. Quien quiera que estuviera escuchando decidió detener al padre Francis antes de que pudiera contarme lo que sabía. Quizá la autopsia revele si lo empujaron o no. Yo misma la haré si…
– Maggie, para. No habrá ninguna autopsia. Keller no empujó a nadie, y no creo que tuviera nada que ver con los asesinatos. Esto es una locura. Tenemos que empezar a buscar a algunos sospechosos de verdad. Tenemos que…
Tenía cara de estar poniéndose enferma. Palideció y encogió los hombros; tenía los ojos llorosos.
– ¿Maggie?
Se dio la vuelta y se alejó corriendo de la acera en dirección a la nieve, por detrás de la casa parroquial y lejos de las brillantes farolas. Resguardada del viento y sujetándose a un árbol, dobló la cintura y empezó a vomitar. Nick hizo una mueca y mantuvo la distancia. Por fin comprendía la beligerancia, las ruidosas acusaciones, la ira tan poco característica de ella. Maggie O'Dell estaba borracha.
Esperó a que terminara, montando guardia en las sombras, manteniéndose de espaldas a ella por si acaso después de las arcadas se quedaba lo bastante sobria para sentir vergüenza.
– Nick.
Cuando se dio la vuelta, se estaba alejando de él, caminando por detrás de la casa parroquial en dirección a un bosquecillo que separaba la propiedad de la ladera de Cutty's Hill.
– Nick, mira -se detuvo y señaló, y Nick se preguntó si no estaría sufriendo alucinaciones. Entonces, la vio, y a él también se le revolvió el estómago. Resguardada entre los árboles, había una vieja camioneta azul con barrotes en la caja para el transporte de ganado.
– Mañana a primera hora, le pediré al juez Murphy que nos dé una orden de registro -seguía explicando Nick cuando regresaron a la habitación de hotel de Maggie. Ella deseaba que cerrara la boca de una vez; le dolía la cabeza y el estómago. ¿Cómo se le había ocurrido beber tanto whisky con el estómago vacío?
Arrojó el portátil y la parka sobre la cama y se tumbó al lado. Tenía suerte de haber recuperado la habitación con tantos motoristas aislados por la nieve. Nick se quedó en el umbral, con cara de sentirse incómodo, pero no hizo ademán de irse.
– No podía creer cómo le estabas gritando a Keller. Dios, pensaba que ibas a darle un puñetazo.
– Sé que no me crees, pero Keller tiene algo que ver con todo esto. O entras o sales, pero no te quedes ahí parado en el umbral. Todavía tengo una reputación que mantener.
Nick sonrió, entró y cerró la puerta. Una vez dentro, dio vueltas hasta que vio que ella lo miraba con el ceño fruncido. Acercó una silla a la cama para que pudiera mirarlo sin tener que moverse.
– Entonces, ¿qué pasó? ¿Decidiste festejar tu marcha?
– Me pareció buena idea en su momento.
– ¿No vas a perder el vuelo?
– Ya lo habré perdido.
– ¿Y qué pasa con tu madre?
– Llamaré mañana por la mañana.
– ¿Así que has vuelto sólo para decirle a Keller cuatro verdades?
Maggie se apoyó en un codo y hurgó en los bolsillos de la parka. Le pasó un pequeño sobre y volvió a tumbarse.
– ¿Qué es esto?
– Estaba en la cafetería del aeropuerto cuando el camarero me dio eso… Dijo que un tipo de la barra le había pedido que me lo diera, sólo que ya se había ido cuando yo la recibí.
Lo vio leerlo. Había confusión en su rostro, y Maggie recordó que no le había hablado de la primera nota.
– Es del asesino.
– ¿Cómo sabe dónde vives y cómo se llama tu marido?
– Está indagando en mi vida, al igual que yo en la suya.
– Dios, Maggie.
– Forma parte del trabajo. No es tan insólito -cerró los ojos y se frotó las sienes-. Nadie contestó al teléfono de la casa parroquial durante horas. Tuvo tiempo de sobra para ir al aeropuerto y volver.
Cuando abrió los ojos, Nick la estaba observando. Se incorporó, sintiéndose repentinamente vulnerable bajo aquella mirada de preocupación. Tenía la silla cerca de la cama. Sus rodillas casi se rozaban. La habitación empezó a dar vueltas, inclinándose a la derecha, moviéndolo todo. Casi esperaba ver los muebles resbalar por el suelo.
– Maggie, ¿te encuentras bien?
Lo miró a los ojos y sintió la corriente eléctrica antes incluso de que sus dedos le tocaran la cara y la palma le acariciara la mejilla. Buscó el contacto, cerró los ojos otra vez y dejó que su cuerpo absorbiera el mareo y la electricidad. De pronto, se apartó bruscamente de la mano y se levantó a duras penas de la cama para alejarse de él. Respiraba con dificultad, y se sostuvo apoyando las dos manos en la cómoda. Alzó la vista y lo vio en el espejo, detrás de ella. Sus miradas se cruzaron en el reflejo, y ella sostuvo la de él aunque lo que veía en sus ojos le provocaba hormigueos en el estómago. En aquella ocasión, no era por el alcohol.
Vio cómo se acercaba por detrás, y sintió su aliento en el cuello antes de que bajara la cabeza para besarlo. La sudadera de los Packers había resbalado por su hombro, y observó en el espejo cómo los labios suaves y húmedos de Nick empezaban a moverse despacio, deliberadamente, desde el cuello hasta el hombro y espalda. Cuando volvieron a ascender por su cuello, a Maggie le costaba trabajo respirar.
– Nick, ¿qué haces? -jadeó, sorprendida por la reacción e incapaz de controlarla.
– Llevo días queriendo tocarte.
Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua, y Maggie sintió débiles las rodillas. Se recostó en él por temor a caerse.
– No es buena idea -brotó como un susurro, en absoluto convincente. Y, desde luego, no impidió que Nick le rodeara la cintura con sus manos grandes y firmes y apoyara una palma en su estómago, desatando un estremecimiento por su espalda y haciendo que el hormigueo del estómago se propagara entre sus muslos-. Nick…
Era inútil. No podía hablar, no podía respirar, y los labios suaves y apremiantes de Nick la devoraban con tiernas y húmedas exploraciones al tiempo que deslizaba las manos por su cuerpo. Maggie vio el vendaje que tenía en torno a los nudillos. Quería preguntarle lo que había ocurrido, pero no podía concentrarse en nada salvo en respirar.