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Entonces, recordó su conversación con Greg. Le costaba desprenderse de la tensión; la había acusado de descuidar a su propia madre. Maggie le había recordado que era ella la licenciada en psicología. Daba igual. Todavía estaba furioso porque hubiera echado a perder su aniversario y se aferraba a aquel enojo como si fuera un trofeo. ¿Cómo había podido degenerar tanto su relación?

Timmy volvió a darle la mano para conducirla a su cómoda y señalarle el caparazón vacío de un cangrejo cacerola.

– Mi abuelo me la trajo de Florida. Mis abuelos viajan mucho. Puedes tocarla, si quieres.

Maggie deslizó el dedo por la superficie lisa, y reparó en una fotografía colocada detrás del cangrejo. Unas dos docenas de niños con camisetas y pantalones a juego ocupaban el interior de una canoa y el muelle situado detrás. Reconoció al niño de la parte delantera de la canoa y levantó la foto con cuidado de no mover el caparazón. Era Danny Alverez.

– ¿De qué es esta foto, Timmy?

– ¿Ésa? Del campamento de la parroquia. Mi madre me obligó a ir. Pensé que me echaría a perder el verano, pero fue divertido.

– ¿No es este niño Danny Alverez? -lo señaló, y Timmy se fijó un poco más.

– Sí, es él.

– Entonces, ¿lo conocías?

– Sólo de vista. Él estaba en las cabañas Petirrojo; yo, en las Gordolobo.

– ¿No iba a tu iglesia? -examinó los demás rostros.

– No, creo que iba a la iglesia y al colegio que están cerca de la base aérea. ¿Quieres ver mi colección de cromos de béisbol? -ya estaba hurgando en los cajones de la mesilla.

Maggie quería averiguar más cosas sobre el campamento de la parroquia.

– ¿Cuántos niños erais?

– No lo sé. Muchos -dejó una caja de madera sobre la cama y empezó a sacar cromos-. Vienen de todas partes, de iglesias diferentes de todo el condado.

– ¿Sólo es para niños?

– No, también hay niñas, pero su campamento está al otro lado del lago. Por aquí tengo uno de Darryl Strawberry cuando era novato -removió los montones que había desperdigado sobre la cama.

Había dos adultos en la fotografía. Uno era Ray Howard, el conserje de Santa Margarita; el otro, un hombre alto y apuesto, con pelo negro rizado y cara aniñada. Tanto él como Howard llevaban camisetas grises con las palabras «Santa Margarita» escritas delante.

– Timmy, ¿quién es este hombre de la foto?

– ¿Ése? El padre Keller. Es genial. Este año soy uno de sus monaguillos. No todos los niños pueden serlo. Es muy exigente.

– ¿Cómo de exigente? -se cercioró de parecer interesada, no alarmada.

– No lo sé. Se asegura de que somos de fiar y cosas así. Nos trata de forma especial, como para recompensarnos por ser buenos monaguillos.

– ¿En qué consiste su trato especial?

– Va a llevarnos de acampada este jueves y viernes. Y, a veces, juega al fútbol con nosotros. Ah, y cambia cromos de béisbol. Una vez le cambié uno de Bob Gibson por otro de Joe DiMaggio.

Maggie ya estaba dejando la foto en la cómoda cuando otro rostro le llamó la atención. El corazón empezó a latirle con fuerza. En el muelle, medio oculto detrás de un chico más corpulento, Matthew Tanner asomaba su pequeño rostro pecoso.

– Timmy, ¿te importaría prestarme esta foto unos días? Prometo devolvértela.

– Bueno. ¿Llevas pistola?

– Sí -Maggie trató de disimular su nerviosismo. Con cuidado, extrajo la fotografía del marco y reparó en el leve temblor que le había transmitido a los dedos la repentina subida de adrenalina.

– ¿Llevas una ahora?

– Sí.

– ¿Puedo verla?

– Timmy -los interrumpió Christine-. Es hora de cenar; tienes que lavarte las manos -lo esperó con la puerta abierta y le dio un azote con el paño de la cocina cuando el niño salía. Mientras, Maggie se guardó la fotografía en el bolsillo de la chaqueta sin que Christine se diera cuenta.

Después de la cena, Nick insistió en que Timmy y él fregaran los platos. Christine sabía que lo hacía para quedar bien delante de Maggie, pero decidió aprovechar la generosidad momentánea de su hermano pequeño.

Las dos mujeres se retiraron al salón, desde donde apenas se oía la animada conversación sobre el equipo de fútbol de Nebraska. Christine dejó las tazas de café en la mesa de cristal deseando que Maggie se sentara y se relajara. «Deja de ser la agente O'Dell unos minutos», quería gritarle. La había notado inquieta durante la cena y, en aquellos momentos, no paraba de dar vueltas. Tenía las pilas cargadas, aunque parecía agotada, y se distraía con facilidad.

– Ven a sentarte -dijo Christine finalmente, y dio una palmada al sofá, a su lado-. Tengo fama de no parar quieta, pero creo que tú me ganas.

– Perdona. Llevo demasiado tiempo entre asesinos y cadáveres y creo que he perdido los modales.

– Tonterías. Llevas demasiado tiempo con Nicky, nada más.

Maggie sonrió.

– La cena estaba deliciosa. Hacía tiempo que no disfrutaba de una comida casera.

– Gracias, pero he perdido práctica. Era ama de casa hasta que mi marido decidió que le gustaban las recepcionistas de veintitrés años.

Cuando Maggie cruzó el salón para sentarse, escogió la butaca en lugar de sentarse con ella en el sofá. Christine quería decirle a Maggie que no se trataba de malos modales sino de eludir la intimidad a toda costa. Era fácil de reconocer; ella también lo hacía. Desde que Bruce se había ido, había mantenido las distancias con todo el mundo, con la excepción de su hijo.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Platte City?

– El que sea preciso.

No era de extrañar que su matrimonio estuviera en crisis. Como si le hubiera leído el pensamiento, Maggie le explicó:

– Por desgracia, componer el perfil de un asesino lleva tiempo. Estar en su entorno, en su ambiente, ayuda bastante.

– He indagado un poco sobre ti, espero que no te importe. Tienes un historial impresionante: licenciatura en psicología criminal y estudios premédicos, un máster en psicología del comportamiento y beca de estudios forenses en Quantico. Ocho años en el FBI y ya eres una de las primeras expertas en perfiles de asesinos en serie. Si no he calculado mal, no tienes más que treinta y dos años. Debes de estar orgullosa… de haber logrado tanto en tan poco tiempo.

– Supongo que sí, que debería sentirme orgullosa -dijo Maggie, pero lejos de reflejar satisfacción, su mirada parecía atormentada. Aun así, no dio más explicaciones.

– Nicky no lo reconocería, pero sé que agradece tenerte aquí. Todo esto es bastante nuevo para él. Estoy segura de que no imaginaba un horror como éste cuando mi padre lo convenció de que se presentara para sheriff.

– ¿Tu padre lo convenció?

– Iba a jubilarse. Hacía tantos años que era sheriff que no soportaba no ver a otro Morrelli ocupando su puesto.

– Pero ¿y Nick?

– Estaba enseñando en la facultad de Derecho, en la universidad. Creo que le gustaba -Christine se interrumpió. No estaba segura de comprender la relación compleja que existía entre su padre y Nick, y mucho menos de poder explicársela a una tercera persona.

– Tu padre debe de ser un hombre extraordinario -dijo Maggie con sencillez, sin sorpresa ni acusación.

– ¿Por qué lo dices? -Christine la miró con recelo, preguntándose qué le habría contado Nick.

– Para empezar, prácticamente capturó a Ronald Jeffreys él solo.

– Sí, fue todo un héroe.

– También parece ejercer una fuerte influencia sobre Nick y las decisiones que toma.

Sí, sabía algo más. Christine se sirvió un poco más de café, tomándose su tiempo con la leche.

– Creo que nuestro padre sólo quiere que Nick tenga todas las oportunidades que él nunca tuvo.

– ¿Y tú?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No quiere esas mismas oportunidades, esas mismas cosas, para ti?

Christine debía reconocer que O'Dell era buena. Allí estaba, sentada en la butaca de Christine, tomando café y sonsacándole información con mucha calma.

– Quiero a mi padre, aunque sé que es un poco machista. Cualquier cosa fuera de lo normal que yo hiciera lo impresionaba; era chica. Nicky, por el contrario, lo tenía más difícil. Tenía que estar constantemente superándose a sí mismo, tanto si quería como si no. Supongo que, en parte, es por eso por lo que se pone hecho una furia conmigo.

– No, suele ser por lo bocazas que eres -Nick las sobresaltó desde el umbral. Timmy estaba de pie junto a su tío, sonriendo como si estuviera a punto de participar en algo que su madre, en circunstancias normales, censuraría.

Sonó el teléfono, y Christine se levantó con ímpetu. «Salvada por la campana», pensó. Atravesó el salón y descolgó antes del tercer timbrazo.

– ¿Sí?

– ¿Christine? Soy Hal. Perdona que te moleste, ¿está Nick por ahí? -había interferencias. Christine oyó un zumbido, un motor; Hal llamaba desde su coche.

– Sí. Y te debo una, creo que me has salvado de la quema -miró a Nick y le sacó la lengua, haciendo reír a Timmy y echar humo a Nick.

– Eso estaría bien… poder salvar a alguien de la quema -los ruidos no ocultaban la angustia de su voz.

– Hal, ¿te encuentras bien? ¿Qué ocurre?

– ¿Podría hablar con Nick, por favor?

Antes de que Christine pudiera añadir algo más, Nick ya estaba quitándole el teléfono. Se entretuvo cerca de la mesa hasta que Nick la espantó con una mirada.

– Hal, ¿qué pasa? -les dio la espalda y escuchó-. No permitas que nadie toque nada -el pánico estalló en su voz, unido a la urgencia. Maggie reaccionó poniéndose rápidamente en pie. Christine le puso las manos a Timmy en los hombros.

– Timmy, ve a ponerte el pijama.

– Mamá, todavía es pronto.

– Timmy… -el pánico de su hermano era contagioso. El niño se alejó hacia la escalera.

– Hablo en serio, Hal -a continuación, era la furia la que camuflaba el pánico. A Christine no la engañaba; lo conocía demasiado bien-. Acordona la zona, pero no dejes que nadie toque nada. O'Dell está aquí conmigo. Llegaremos dentro de unos quince o veinte minutos -cuando se dio la vuelta, buscó rápidamente los ojos de Maggie mientras colgaba.

– Cielos, han encontrado el cuerpo de Matthew, ¿verdad? -Christine dijo sólo lo que parecía evidente.

– Christine, te lo juro, si publicas una sola palabra… -el pánico y el enojo amenazaban con transformarse en ira.

– La gente tiene derecho a saberlo.

– No antes que su madre. ¿Tendrás, al menos, la decencia de esperar… por su bien?

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