– ¿Cómo era la camioneta?
– Sé poco sobre coches -la mujer se encaramó al andador y se reunió con Christine arrastrando los pies-. Era vieja, de color azul cobalto, con la pintura descascarillada y un poco oxidada por abajo. Tenía estribos. Me acuerdo, porque Danny pisó el de su puerta para subir. Y la caja abierta, pero con barrotes en los costados. Ya sabe, de ésos que ponen los granjeros cuando van a transportar animales. Ah, y uno de los faros estaba fundido.
Si la mujer estaba senil, tenía una imaginación desbordante. Christine anotó los detalles.
– ¿Pudo ver la matrícula?
– No, no tengo la vista tan fina.
Se oyó el golpe de una puerta mosquitera al cerrarse, y una niña salió corriendo al jardín que quedaba al otro lado de la valla metálica. Se sentó en un columpio y llamó al hombre que la había seguido. Tenía el pelo largo, barba, y llevaba vaqueros y una camiseta larga con forma de túnica.
– Se mudaron aquí el mes pasado -la señora Krichek señaló con la cabeza a la pareja; el hombre empujaba el columpio y la niña chillaba de puro deleite-. El día que lo vi, pensé que era el mismísimo Dios. ¿No cree que se parece a Jesús?
Christine sonrió y asintió.
Maggie vio a Nick sortear con cuidado los montones de papeles que ella había desperdigado por el suelo de su despacho. Hizo un hueco y dejó la pizza humeante y las Pepsis frías; después, se sentó frente a ella en el suelo, con las piernas estiradas. Casi le rozaba el muslo con el pie. Maggie llevaba todo el día consciente de él. Cuando creía estar demasiado cansada para sentir, su cuerpo la sorprendía cada vez que Nick la tocaba accidentalmente o le rozaba el muslo con la mano al cambiar las marchas del Jeep.
Hacía horas que se había descalzado y había estado sentada de rodillas hasta que los pies se le habían quedado dormidos. En aquellos momentos, se los masajeaba suavemente mientras leía los informes del forense sobre Aaron Harper y Eric Paltrow, los dos niños muertos por cuyo asesinato Jeffreys había sido erróneamente condenado.
La pizza olía bien a pesar de los detalles truculentos que leía. Alzó la vista y sorprendió a Nick mirando cómo se frotaba los pies. Nick desvió la mirada de inmediato, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indecoroso. Levantó la lengüeta de una lata de Pepsi y se la pasó.
– Gracias -en aquella ocasión, Maggie estaba hambrienta de verdad. El sandwich de jamón y queso de Wanda's había permanecido casi intacto en un plato hasta que el joven ayudante Preston se había ofrecido a quitárselo de en medio. De eso hacía varias horas. Reinaba la oscuridad en la calle, y los teléfonos del final del pasillo se habían tranquilizado.
Nick separó una gruesa porción de pizza, tiró de ella hábilmente para no perder el queso y la depositó en un plato de papel antes de pasársela a Maggie. Olía a pimiento verde, salchichón y queso parmesano. Maggie dio un bocado más grande de lo debido y se manchó la barbilla de queso derretido y de salsa.
– O'Dell, tienes la cara llena de salsa.
Ella se lamió la comisura de los labios mientras él miraba.
– Al otro lado -señaló Nick-. Y en la barbilla.
Maggie tenía las manos llenas de pizza y de informes del forense. Se lamió la otra comisura mientras buscaba un lugar seguro donde poder dejar algo.
– No, más arriba -siguió indicándole Nick-. Espera, déjame.
En cuanto le tocó los labios con el pulgar, Maggie lo miró a los ojos. Nick le rozó la barbilla con los dedos y deslizó el pulgar por el labio inferior, donde estaba convencida de no tener salsa ni queso. En sus ojos vio que él también sentía el inesperado chisporroteo de atracción. Las yemas de sus dedos se demoraron más de lo necesario en la barbilla, ascendieron, y le acariciaron la mejilla. El pulgar se tomó su tiempo para dejar el labio y frotarle la comisura de la boca. Atónita por la reacción de su cuerpo, Maggie se apartó hasta quedar fuera de su alcance.
– Gracias -alcanzó a decir, rehuyendo su mirada. Soltó el plato de pizza, tomó una servilleta y completó el trabajo, frotando con más fuerza de la necesaria en un intento de borrar el hormigueo de atracción.
– Creo que necesitamos más servilletas y Pepsis -Nick se puso en pie a duras penas, y Maggie vio que estaba turbado. Sacó dos latas más de la pequeña nevera que tenía en el despacho, y añadió servilletas al montón que ya estaba en el suelo. En aquella ocasión, cuando se sentó, mantuvo más distancia entre ellos. Prácticamente, había dejado de desplegar su encanto con ella desde que había descubierto que estaba casada; así que el roce, la caricia, también lo había tomado a él por sorpresa.
– Hay tantas incoherencias -dijo, tratando de centrar de nuevo su mente en los informes del forense-, que no entiendo cómo pudieron creer que Jefíreys mató a los tres niños.
– ¿Es que los asesinos en serie no alteran su estilo cuando matan?
– Pueden incorporar cosas. O experimentar. Jeffrey Dahmer experimentó con distintas maneras de mantener vivas a sus víctimas. Les hacía agujeros en el cráneo que las incapacitaba pero que las mantenía vivas.
– Entonces, puede que a Jeffreys también le gustara experimentar.
– Lo extraño es que los asesinatos de Harper y Paltrow son casi idénticos. Los dos estaban maniatados con una cuerda, estrangulados y degollados. Las heridas del pecho son casi exactas, incluido el número de puñaladas y la equis del pecho. Ninguno de los dos parecía haber sufrido abusos sexuales, y encontraron sus cuerpos en diferentes puntos aislados próximos al río.
Hizo referencias a varios documentos que tenía extendidos ante ella. Los ojos se le nublaban mientras repasaba las notas del forense. George Tillie no había sido tan preciso como debería. El informe Paltrow era el único que dejaba constancia de la limpieza del cuerpo y de la inexistencia de residuos. Ninguno de los informes hablaba de una mancha de óleo en la frente ni en ningún otro lugar del cuerpo.
– El pequeño Wilson, en cambio…
– Lo sé -la interrumpió Nick, y se inclinó hacia delante-. Tenía las manos atadas con cinta adhesiva, no con cuerda. No estaba degollado. Lo mataron con un cuchillo de caza. Aunque hay muchas puñaladas…
– Veintidós.
– Veintidós puñaladas, no hay tajos.
– Además, el pequeño Wilson fue sodomizado repetidas veces.
– Y encontraron su cuerpo en un contenedor del parque, y no junto al río. Dios, estas cosas me revuelven el estómago -apartó la pizza, tomó la Pepsi y la apuró; después, se secó los labios con el dorso de la mano-. De acuerdo, hay muchas incoherencias, pero ¿no es posible que Jeffreys hubiera cambiado de proceder? Hasta la sodomía, no podía considerarse como… no sé… ¿como una escalada?
– Sí. Pero recuerda que el orden fue Harper, Wilson, Pal- trow. Sería muy raro que un asesino cambiara, experimentara, escalara, para luego retomar el formato exacto. Usa un arma blanca de hoja delgada, quizá un cuchillo filetero; después, cambia a un cuchillo de caza y, luego, ¿vuelve a usar el primer cuchillo? Hasta los estilos son completamente diferentes. Los asesinatos de Harper y Paltrow son meticulosos y detallistas. Los dos fueron asesinados por una persona que se tomaba su tiempo… que disfruta infligiendo dolor. Como en el asesinato de Danny Alverez. El de Bobby Wilson, sin embargo, parece un acto irreflexivo, demasiado pasional para prestar atención a los detalles.
– ¿Sabes?, siempre pensé que había sido demasiado fácil -dijo Nick en tono cansino-. Me he estado preguntando si mi padre no estaría tan absorto en el circo mediático que pudiera habérsele pasado algo por alto.
– ¿Qué quieres decir? -¿acaso pensaba que su padre había manipulado el caso? Vio que la miraba como si le hubiera leído el pensamiento.
– No me interpretes mal, no estoy diciendo que mi padre comprometiera la investigación deliberadamente. Es un hombre muy respetado desde hace años, y sé que no me habrían elegido para sheriff si no fuera el hijo de Antonio Morrelli. Lo único que digo es que me pareció demasiado fácil la captura de Jeffreys. Un buen día dieron una pista anónima y, al siguiente, tenían a Jeffreys balbuciendo una confesión.
– ¿Qué clase de pista anónima?
– Una llamada de teléfono, creo. No estoy seguro. No vivía aquí por aquella época. Estaba enseñando en la Universidad de Lincoln, así que me enteré de todo esto por terceras personas. ¿No consta nada en los informes?
Maggie rebuscó entre varios archivadores. Los había leído casi todos y no recordaba ninguna mención a ninguna llamada de teléfono. Pero tampoco había visto registros telefónicos de ningún tipo, ni siquiera de una línea directa.
– No he visto nada sobre ninguna pista anónima -dijo, y le pasó el archivo catalogado como «Arresto de Jeffreys»-. ¿Qué recuerdas?
Parecía turbado, y Maggie no sabía si dudaba de su memoria o de su padre. Lo vio leer por encima los informes redactados y firmados por Antonio Morrelli.
– Los informes de tu padre son muy detallados, incluso describe la pelea de la detención en sí y las pruebas que encontraron en el maletero del Chevy Impala de Jeffreys -rebuscó entre sus notas y leyó la lista-. Un rollo de cinta adhesiva, un cuchillo de caza, un trozo de cuerda y… espera un momento -hizo un alto para comprobar si había copiado bien la lista-. Y unos calzoncillos de niño que, más tarde, fueron identificados como los de… -miró a Nick, que había encontrado la lista en el informe y estaba leyendo los mismos objetos que ella había anotado en su bloc. Él también alzó la vista, y en sus ojos Maggie vio que estaba pensando lo mismo que ella-. Los calzoncillos de Eric Paltrow.
Maggie pasó las hojas del informe del forense para verificar que lo que recordaba era cierto, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
– Encontraron el cadáver de Eric Paltrow con los calzoncillos puestos.
Nick movió la cabeza con incredulidad.
– Apuesto a que hasta Jeffreys se sorprendió de encontrar todas esas cosas en su maletero.
Se miraron a los ojos en silencio; ninguno de los dos quería expresar en voz alta su descubrimiento. A Ronald Jeffreys lo habían acusado injustamente de dos asesinatos que no había cometido, y había muchas posibilidades de que las pruebas falsas que lo habían incriminado las hubiera «aportado» un miembro de la oficina del sheriff.