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La casa de los Tanner se erguía en la esquina de la manzana, en el borde de la ciudad. Por detrás se extendía una amplia pradera en la que máquinas de construcción amarillas engullían el paisaje como monstruos hambrientos que arrancaban árboles de un solo bocado. Era una de las imágenes que Nick más detestaba; el rápido crecimiento de Platte City. Franjas de paisaje cubiertas de rosas silvestres, llameantes gordolobos y ondulante hierba convertidas de improviso en secciones perfectas de césped y acera gris salpicadas de columpios y balancines de plástico.

– ¡Dios! -masculló al ver la cola de vehículos aparcados delante de la casa.

– ¿Tienes a algún hombre aquí, controlando la situación? -preguntó O'Dell, y Nick le lanzó una mirada dentro del Jeep-. Sólo era una pregunta, Morrelli. No hace falta que te pongas a la defensiva.

Tenía razón, no había acusación en su voz; necesitaba recordar que ella estaba de su parte. Así que la puso al corriente de lo que había hecho hasta el momento, detalles que no había tenido tiempo de comentarle de madrugada. La noche anterior, casi al borde del pánico, Hal Langston y él habían organizado un minipuesto de mando en el salón de Michelle Tanner. Aunque le pesara, Nick también había confiado en las lecciones que Bob Weston le había dado durante el caso Alverez. A los pocos minutos de la llamada desesperada de Michelle Tanner, había enviado a Phillip Van Dorn para que le pinchara los teléfonos y organizara la vigilancia en los alrededores de la casa. Antes de la medianoche, Lucy Burton había empezado a convertir la sala de conferencias de la oficina del sheriff en un centro estratégico con mapas, ampliaciones de Matthew y una línea directa para todo lo relativo al caso.

En aquella ocasión, Nick había telefoneado a los jefes de policía de los condados vecinos de Richfield, Staton y Bennet para pedir refuerzos y poder recorrer callejones, prados cercanos e incluso la orilla del río. No quería imaginar lo que ocurriría cuando saliera a la luz la desaparición de Matthew. Sabía que sería imposible evitar la psicosis generalizada, ni tan siquiera contenerla.

La puerta principal de la casa estaba abierta, y el murmullo de voces llegaba al jardín. O'Dell llamó a la puerta mosquitera y esperó; Nick habría llamado y entrado directamente. De pie detrás de ella, advirtió que le sacaba unos quince centímetros de estatura. Se inclinó un poco para olerle el pelo justo cuando una brisa le agitaba los mechones, y éstos acariciaron el mentón de Nick con suavidad.

Maggie se pasó los dedos por el pelo y a punto estuvo de rozarle la barbilla sin querer. Nick retrocedió y vio cómo se recogía un mechón rebelde detrás de la oreja, dejando al descubierto una piel blanca y suave. Aquella mañana llevaba un traje pantalón de color burdeos que hacía que su piel pareciera más tersa, más suave.

La puerta mosquitera chirrió cuando un hombre al que Nick no reconocía la abrió lo justo para observarlos.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con recelo, sin perder el tiempo con buenos modales.

– No pasa nada -Hal Langston apareció por detrás y lo apartó con suavidad. Después, abrió la puerta mosquitera. El hombre lanzó una mirada a Hal, pero se alejó. Hal podía imponer mucho respeto cuando quería. Nick y él habían jugado al fútbol americano juntos en el instituto y, aunque Hal había echado unos cuantos kilos de más, seguía en buena forma.

El salón de los Tanner estaba lleno de ayudantes del she- riff y de agentes de policía a los que Nick no reconocía. Algunos estaban tomando café, otros estudiaban notas o mapas. Nick buscó a Michelle Tanner con la mirada, preguntándose si la reconocería. La noche anterior, con su bata rosa de felpa, los ojos enrojecidos y el moño pelirrojo medio deshecho había dado la impresión de estar ebria y desorientada.

La cocina también estaba atestada de personas.

– ¿Quién diablos es toda esta gente, Hal? -se dio la vuelta y chocó con su ayudante, que le pisaba los talones. O'Dell se había acercado a Phillip Van Dorn y parecía estar sonsacándole todos los secretos sobre la tecnología que había desplegado por la casa.

– Fue idea de ella -se defendió Hal-. Llamó a unos cuantos vecinos, a su madre, a los padres de los compañeros de equipo de su hijo.

– ¡Por Dios! ¿No me digas que tenemos a todo el equipo de fútbol?

– Sólo a unos cuantos padres.

Nick empezó a abrirse paso a codazos. Cuando reconoció a la mujer que estaba sentada detrás de la mesa, tomando café con Michelle Tanner, recurrió a los empujones.

– ¿Qué diablos haces tú aquí? -rugió, y se hizo un repentino silencio en la habitación.

Antes de que Christine pudiera contestar, su hermano arremetió contra el grupo, derramando el café de Emily Fulton y empujando a Paul Calloway. Todo el mundo se lo quedó mirando mientras la señalaba con el dedo y le decía a Michelle Tanner:

– Señora Tanner, ¿sabe que esta mujer es periodista?

Michelle Tanner era menuda, esbelta hasta rayar la fragilidad y, por lo que Christine ya había averiguado, fácil de intimidar. Palideció, miró a Christine y jugó nerviosamente con la taza de café, sorprendiéndose de que el tintineo se amplificara en el silencio. Por fin, miró a Nick a la cara.

– Sí, sheriff Morrelli. Soy consciente de que Christine es periodista -entrelazó las manos, se percató del leve temblor y las apoyó en el regazo, bajo la mesa, a salvo de las miradas. Con los ojos puestos en el cafe, prosiguió-. Creemos que sería beneficioso publicar algo sobre Matthew en… en la edición de esta tarde -el temblor se había propagado a su voz.

Christine vio que Nick se ablandaba; las lágrimas de una mujer siempre lo desarmaban. Ella también las había usado algunas veces, aunque no había rastro de manipulación en el llanto de Michelle Tanner.

– Señora Tanner, lo siento, pero creo que no es buena idea.

– En realidad, es una idea muy buena.

Christine se giró en la silla para poder ver a la mujer que había aparecido detrás de Nick. Podría haber sido modelo: tenía una piel perfecta, pómulos altos, labios llenos y pelo corto oscuro y sedoso. El traje que llevaba no lograba camuflar su figura atlética y esbelta, dotada de suficientes curvas para atraer la atención de todos los hombres presentes. Sin embargo, su manera de hablar y su pose reflejaban que no era consciente del efecto que producía su feminidad. Se movía con aplomo y autoridad. Aquella mujer no se dejaba intimidar fácilmente por nada ni por nadie, y menos por una habitación llena de personas que no sabían quién era. A Christine ya le caía bien.

– ¿Cómo dices? -Nick parecía molesto con la mujer.

– Creo que sería buena idea involucrar a los medios de comunicación lo antes posible.

Nick paseó la mirada por la habitación. Parecía incómodo y nervioso.

– ¿Puedo hablar contigo un minuto? A solas -agarró a la mujer del brazo, pero ella se desasió al instante. Aun así, se dio la vuelta para alejarse con Nick.

– Disculpa un momento -Christine dio una palmadita a Michelle en la mano y tomó su bloc de notas. Aunque sabía que su hermano estaba furioso, quería conocer a la mujer que acababa de bajarle los humos. Debía de ser la experta del FBI, la agente especial Maggie O'Dell. Se preguntó qué información estaría dispuesta a aportar… Información que Nick retendría con tenazas con tal de proteger su preciada reputación.

Nick y la agente O'Dell se habían retirado a un rincón del salón, junto al mirador que daba al jardín delantero. Varios agentes de policía los observaban con curiosidad; los hombres de Nick estaban mejor enseñados y fingían estar absortos en su trabajo.

– Ya te dije que no le haría gracia verte aquí -dijo una voz a su espalda. Christine volvió la cabeza y vio a Hal.

– Bueno, parece que alguien lo está haciendo cambiar de idea.

– Sí, desde luego ha encontrado la horma de su zapato. Voy a salir a fumarme un cigarro. ¿Te vienes?

– No, gracias. Estoy intentando dejarlo.

– Como quieras -repuso Hal, y se alejó.

En el rincón, Nick hablaba con los dientes apretados, conteniendo su ira. La agente O'Dell se mostraba imperturbable, y dialogaba con voz serena y normal.

– Perdonad que os interrumpa -al acercarse, la mirada furibunda que Nick le lanzó fue como un bofetón. Christine eludió mirarlo-. Usted debe de ser la agente especial O'Dell. Soy Christine Hamilton -le ofreció la mano, y O'Dell se la estrechó sin vacilación.

– Señora Hamilton…

– Estoy segura de que, en su arrebato de furia, Nicky ha olvidado decirle que soy su hermana.

O'Dell miró a Nick, y Christine creyó ver un ápice de sonrisa en su rostro, por lo demás, impasible.

– Sí, me preguntaba si habría algo personal.

– Está furioso conmigo, así que le cuesta ver que estoy aquí para ayudar.

– Lo sé.

– Entonces, ¿no le importaría contestar a unas preguntas?

– Lo siento, señora Hamilton…

– Christine.

– Claro, Christine. Opine lo que opine, no estoy al mando de la investigación. Sólo he venido a hacer un perfil del asesino.

A Christine no le hacía falta mirar a Nick para saber que estaba sonriendo. Aquello la enfureció.

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se va a mantener a la prensa al margen, como en el caso Alverez? Nicky, eso sólo empeorará las cosas.

– En realidad, Christine, creo que el sheriff Morrelli ha cambiado de idea -dijo O'Dell, observando a Nick, cuya sonrisa se transformó en una mueca.

Nick se retiró el pelo de la frente; O'Dell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Christine los miró alternativamente. Había tensión en aquel rincón, y se sorprendió dando un paso atrás.

– Daremos una conferencia de prensa en el vestíbulo del juzgado -dijo Nick por fin-. Mañana por la mañana a las ocho y media.

– ¿Puedo publicarlo en el artículo de esta tarde?

– Claro -contestó su hermano a regañadientes.

– ¿Algo más que pueda incluir en el artículo?

– No.

– Sheriff Morrelli, ¿no dijo que tenía copias de la fotografía del niño? -una vez más, O'Dell hablaba en tono práctico, sin dobles sentidos-. Alguien podría recordar algo si Christine incluyera una en su artículo.

Nick hundió las manos en los bolsillos, y Christine se preguntó si lo haría para no estrangularlas a las dos.

– Pásate por la oficina a recoger una. Le diré a Lucy que te la tenga preparada en el mostrador principal. En el mostrador principal, Christine. No quiero verte merodeando por mi despacho.

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