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En algún momento de la descripción, Morrelli se irguió en la silla, repentinamente alerta e interesado en el barullo por el que ella se abría paso. Maggie prosiguió.

– En el hospital, después de examinar al pequeño Alverez, ¿recuerda que le dije que podían haberle dado la extremaunción? Eso significaría que el asesino es católico; puede que no practique, pero el sentimiento católico de culpa sigue siendo fuerte. Lo bastante para que lo moleste una me- dalla con forma de cruz y arrancarla. Le da la extremaunción, tal vez para expiar su pecado. Debería mirar si este chico, Matthew Tanner -dijo, y miró a Morrelli para comprobar si había memorizado bien el nombre; cuando éste asintió, prosiguió-, pertenecía a la misma iglesia que el pequeño Alverez.

– De primeras diría que no es probable -repuso Nick-. Danny iba al colegio y a la iglesia que están en las afueras, junto a la base. La casa de los Tanner se encuentra a sólo unas manzanas de Santa Margarita, a no ser que los Tanner no sean católicos.

– Existe la posibilidad de que el asesino ni siquiera conozca a los niños -Maggie empezó a dar vueltas otra vez-. Podría ser que sólo busque víctimas sencillas, niños que andan solos, sin nadie alrededor. Sigo pensando que podría estar relacionado con una iglesia católica y, posiblemente, en esta zona. Por extraño que parezca, estos tipos no suelen alejarse mucho de su territorio.

– Parece un auténtico chiflado. Ha dicho que podría haberlo hecho antes. ¿Es posible que tengamos su historial? ¿Por malos tratos a menores o acoso sexual? ¿Incluso por apalear a un amante gay?

– ¿Da por hecho que es gay o pederasta?

– Un adulto que hace estas cosas a niños pequeños… ¿No es una suposición segura?

– En absoluto. Podría temer serlo, o quizá tenga tendencias homosexuales, pero no, no creo que sea gay, ni que sea pederasta.

– ¿Y puede deducir todo eso de las pruebas que hemos encontrado?

– No, de las que «no» hemos encontrado. La víctima no sufrió abusos sexuales. No había rastros de semen en la boca ni en el recto, aunque podría haberlos lavado. No había indicios de penetración, ni de estimulación sexual. Incluso entre las víctimas de Jeffreys, sólo uno, Bobby Wilson -dijo, mirando sus notas-, había sido sodomizado, y los indicios eran claros: penetración múltiple, desgarrones y cardenales.

– Espere un minuto. Si este tipo está imitando a Jeffreys, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que hace es una indicación de cómo es?

– Los imitadores escogen asesinos que hacen realidad sus propias fantasías. En ocasiones, aportan sus toques personales. No encuentro ninguna referencia a que Jeffreys ungiera a sus víctimas con el óleo sagrado, aunque podría haber pasado desapercibido.

– Sé que Jeffreys pidió el sacramento de la confesión antes de ser ejecutado.

– ¿Cómo lo sabe? -bajó la vista hacia él y sólo entonces advirtió que estaba medio sentada en el brazo de la silla, rozándole el brazo con el muslo. Se puso en pie, quizá con demasiada brusquedad. Él no pareció darse cuenta.

– Ya sabrá que mi padre fue el sheriff que arrestó a Jeffreys. Pues bien, tuvo un asiento de primera fila en la ejecución.

– ¿Sería posible hacerle algunas preguntas?

– Mis padres se compraron una caravana hace tiempo; viajan durante todo el año. Se dejan caer por aquí de vez en cuando, pero no sé cómo localizarlos. Estoy seguro de que darán señales de vida en cuanto este asunto llegue a sus oídos, pero quizá tarden un poco.

– ¿Y cree que sería posible localizar al cura?

– Eso es fácil; el padre Francis sigue en Santa Margarita. Aunque dudo que pueda ayudarnos; no querrá revelar la confesión de Jeffreys.

– Aun así, me gustaría hablar con él. Después, será mejor que vayamos a casa de los Tanner. Ya ha hablado con ellos, ¿verdad?

– Con la madre. Los padres de Matthew están divorciados.

Maggie se lo quedó mirando; después, empezó a hurgar entre sus archivos.

– ¿Qué pasa? -Nick se inclinó hacia delante, casi rozándole el costado. Maggie encontró lo que buscaba, pasó las páginas y se detuvo.

– Las tres víctimas de Jeffreys eran hijos de padres divorciados. Estaban al cuidado de sus madres.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Que puede que no haya nada aleatorio en la manera en que escoge a sus víctimas. Me he equivocado al afirmar que se limitaba a encontrar a un niño solo. Los escoge con mucho cuidado. ¿Dijo que el pequeño Alverez dejó su bici y los periódicos junto a una valla, en alguna parte?

– Así es. Ni siquiera había iniciado su ruta de reparto.

– ¿Y no hubo indicios de forcejeo?

– No. Daba la impresión de haber dejado la bici bien aparcada y de haberse largado con el asesino. Por eso pensamos que podía tratarse de alguien conocido. Son niños de provincia, pero saben que no deben subir al vehículo de un desconocido.

– A no ser que creyera que era alguien en quien podía confiar.

Maggie vio cómo la preocupación de Morrelli se intensificaba cada vez más. Reconocía el pánico, la expresión al comprender que el asesino podía ser un miembro de la comunidad.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que fingía conocerlo a él o a su madre?

– Tal vez. O que tenía un aspecto oficial, que incluso llevaba un uniforme -Maggie lo había visto docenas de veces. Nadie parecía preguntarse si una persona con uniforme podía ser un impostor.

– ¿Un uniforme militar, como el de su padre? preguntó Nick.

– O una bata blanca de hospital, o el uniforme de un agente de policía.

Timmy resbaló contra la pared hasta quedarse sentado en el suelo, con la mirada clavada en la puerta del baño. Tenía que hacer pis, pero sabía que no debía interrumpir a su madre. Si llamaba, ella insistiría en que entrara e hiciera sus cosas mientras ella terminaba de maquillarse, y ya era demasiado mayor para hacer pis con su madre delante.

La oyó cantar y decidió rehacerse las lazadas de las zapatillas de tenis. La grieta de la suela se había extendido; tendría que pedirle a su madre unas zapatillas nuevas, aunque no pudiera permitírselas. La había oído hablar por teléfono con su padre y sabía que éste no les enviaba el dinero que el juez le había ordenado que les pasara todos los meses.

Era una canción de La sirenita; sí, eso era lo que su madre estaba cantando; no se sabía muy bien la letra, aunque había visto la película casi tantas veces como él había visto La guerra de las galaxias. El teléfono empezó a sonar. Su madre no podría oírlo «bajo el mar», así que se puso en pie a duras penas para descolgar.

– ¿Sí?

– ¿Timmy? Soy la señora Calloway, la madre de Chad. ¿Está por ahí tu madre?

Estuvo a punto de barbotar que Chad le había pegado a él primero. Si Chad afirmaba lo contrario, estaba mintiendo. En cambio, dijo:

– Un momento. Iré a llamarla.

Chad Calloway era un matón, pero si Timmy le hubiera dicho a su madre que Chad le había hecho los cardenales a propósito, lo habría obligado a dejar el fútbol. Según parecía, el matón había mentido sobre sus propios moratones.

Timmy llamó con suavidad a la puerta del baño. Si su madre no contestaba, tendría que decirle a la señora Calloway que no podía ponerse al teléfono en aquellos momentos. Sin embargo, la puerta se abrió, y a Timmy se le cayó el alma a los pies.

– ¿Ha sonado el teléfono? -salió oliendo bien y dejando un rastro de perfume a su paso.

– Es la señora Calloway.

– ¿Quién?

– La señora Calloway, la madre de Chad.

Su madre enarcó las cejas, a la espera de más información.

– No sé por qué llama -Timmy se encogió de hombros y la siguió al teléfono, aunque seguía haciéndose pis, y más que nunca.

– Hola, soy Christine Hamilton. Sí, por supuesto -giró en redondo hacia Timmy-. ¿Calloway? -le preguntó con un movimiento de labios.

– La madre de Chad -susurró Timmy. Su madre nunca lo escuchaba.

– Sí, es la madre de Chad.

Timmy no podía adivinar lo que la señora Calloway le estaba contando a su madre. Ésta daba vueltas, como solía hacer siempre que hablaba por teléfono, asintiendo aunque la otra persona no pudiera verla. Sus respuestas eran breves. Un par de «ajas» y un «sí, claro».

De pronto, se paró en seco y sostuvo el teléfono con fuerza. Ya estaba. Debía preparar sus excusas. Un momento, no necesitaba ninguna excusa. Era Chad el que lo había molido a palos, y por ninguna otra razón salvo la de que le gustaba hacerlo.

– Gracias por llamar, señora Calloway.

Su madre colgó el teléfono y clavó la mirada en la ventana. Timmy no podía saber si estaba enfadada o no, pero ya se disponía a balbucir su defensa cuando ella se dio la vuelta y se adelantó.

– Timmy, ha desaparecido uno de tus compañeros de equipo.

– ¿Qué?

– Matthew Tanner no volvió a casa ayer, después del partido.

¿De modo que no tenía nada que ver con Chad?

– Los padres de tus compañeros de equipo vamos a reunimos en la casa de los Tanner esta mañana para ayudar.

– ¿Le pasa algo a Matthew? ¿Por qué no volvió a casa? -confiaba en no parecer aliviado pero, en realidad, lo estaba.

– No quiero que te preocupes, Timmy, pero ¿te acuerdas de los artículos que he escrito sobre ese niño, Danny Alverez?

Timmy asintió. ¿Cómo no iba a acordarse? El día anterior por la mañana su madre le había encargado que comprara cinco ejemplares más del periódico, aunque podía conseguir tantos como quisiera en la oficina.

– Bueno, todavía no estamos seguros, y no quiero que te asustes, pero el hombre que se llevó a Danny podría haberse llevado a Matthew -su madre parecía preocupada; las arrugas de los labios se le marcaban siempre que fruncía el ceño-. Ve al baño y te llevaré al colegio. Hoy no quiero que vayas andando.

– Está bien -Timmy echó a correr hacia el cuarto de baño. Pobre Matthew, se sorprendió pensando. Lástima que no se hubieran llevado a Chad en lugar de a él.

Christine no daba crédito a su buena suerte, aunque intentaba contener la alegría. Mientras Timmy estaba en el baño, había llamado a Taylor Corby, el redactor jefe del Omaha Journal, su nuevo superior. Habían hablado varias veces por teléfono durante el fin de semana y, aunque no se conocían, Christine sabía perfectamente quién era.

Aquella mañana, al hablarle de Matthew Tanner, Corby había escuchado en silencio.

– Christine, ¿sabes lo que eso significa?

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