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– Hay similitudes básicas.

– Jeffreys está muerto -susurró Nick, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Entrelazó las manos por debajo de una rodilla y tamborileó con el pie sobre el banco que tenía delante, una costumbre nerviosa que Christine reconocía de la infancia.

– Madura, Nicky. Cualquiera con dos dedos de frente va a comparar este asesinato con los de Jeffreys. Me limité a poner sobre el papel lo que pensaba todo el mundo. ¿Me estás diciendo que voy descaminada?

– Te estoy diciendo que no necesito otra escalada de pánico en una comunidad que empezaba a creer que sus hijos volvían a estar a salvo -cruzó los brazos, sin saber qué hacer con los puños cerrados-. Me dejaste como un perfecto idiota, Christine.

– Ah, ya entiendo. De eso se trata. No te importa la escalada de pánico en la comunidad, sólo tu imagen. ¿Por qué no me sorprende?

Nick le lanzó una mirada furibunda, pero no replicó. A Christine la irritaba la forma en que su hermano caminaba por la vida. Siempre tomaba la vía fácil, pero ¿por qué no? Todo parecía caerle del cielo, desde ofertas de empleo hasta mujeres. Y vagaba de una a la siguiente sin mucho esfuerzo, remordimiento o reflexión. Cuando su padre se jubiló e insistió en que Nick se presentara para el cargo de sheriff, Nick dejó la cátedra de la universidad sin vacilar, aunque le encantaba estar en el campus, ser una leyenda del fútbol y tener a las estudiantes suspirando por él. Como era de esperar, lo habían elegido sheriff del condado de Sarpy. Aunque Nick sería el primero en reconocer que había sido gracias a la reputación y al apellido de su padre, no parecía importarle. Aceptaba las cosas como le venían. Christine, por el contrario, tenía que arañar y arrastrarse para conseguir lo que quería, sobre todo, desde que Bruce se había ido. Pues bien, en aquella ocasión, se merecía el respiro que estaba recibiendo. Se negaba a disculparse por sacar provecho de su repentina racha de buena suerte.

– Si es un imitador, ¿no crees que la gente debería estar prevenida?

Mantuvo el tono sincero, aunque no quería ni necesitaba justificarse. Eran las noticias, sabía lo que hacía. El público tenía derecho a conocer todos los sórdidos detalles.

Nick no contestó. En cambio, apoyó los pies en el banco que tenía delante para poder apoyar los codos en las rodillas y la barbilla en los puños cerrados. Permanecieron callados entre las exclamaciones de aliento del público. Christine lo notaba distinto, cambiado, y le resultaba desconcertante.

– Danny Alverez sólo tenía once años, uno más que Timmy -dijo Nick por fin, en voz baja y con la mirada al frente.

Christine vio a Timmy correteando por el campo, colándose entre los muchachos que se cernían sobre él. Era rápido y ágil, y sabía sacar ventaja de su corta estatura. Y, sí, reparó en el parecido con la fotografía escolar de Danny que habían publicado en el periódico. Los dos tenían pelo rubio rojizo, ojos azules y pecas en la nariz. Como Timmy, Danny también era pequeño para su edad.

– Me he pasado la tarde en el depósito de cadáveres -la voz de Nick la devolvió a la realidad con sobresalto.

– ¿Por qué? -preguntó, fingiendo no estar interesada. Tenía la mirada puesta en el partido, pero observaba a Nick por el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan serio.

– Bob Weston pidió que nos enviaran a una experta en perfiles psicológicos, la agente especial Maggie O'Dell, de Quantico. Llegó esta mañana y estaba como loca por ponerse a trabajar -lanzó una mirada a Christine, y abrió los ojos de par en par al ver que estaba tomando notas-. ¡Por Dios, Christine! -le espetó de forma tan inesperada que la sobresaltó-. ¿Es que para ti no existen las confidencias?

– Si querías que quedara entre tú y yo, deberías haberlo dicho -vio cómo se frotaba la mandíbula, como si ella le hubiera asestado un puñetazo-. Además, en cuanto empiece a hacer preguntas, todo el mundo sabrá quién es la agente O'Dell. ¿Qué te preocupa, Nicky? Recibir la ayuda de una experta es bueno.

– ¿Tú crees? ¿O parecerá que soy un inepto? -le lanzó otra mirada-. No te atrevas a publicar eso.

– Relájate. No soy el enemigo, Nicky -vio a los chicos haciendo su baile de triunfo entre los obligados apretones de mano. El partido había terminado, y empezaba a oscurecer. Las farolas comenzaron a encenderse una a una-. ¿Sabes? A papá no le daba miedo trabajar con los medios de comunicación.

– Sí, bueno…Yo no soy papá -con aquello lo había puesto furioso. Christine sabía que debía mantenerse alejada de la comparación, pero detestaba que la tratara como si tuviera la peste. Además, si no le agradaban las comparaciones, no debería haber seguido los pasos de su padre. Como de costumbre, Christine se limitó a eludir el tema.

– Sólo digo que papá sabía cómo usar los medios para ayudar.

– ¿Para ayudar? -preguntó Nick con incredulidad, elevando la voz. Miró rápidamente a su alrededor y volvió a moderar el tono-. Papá usaba los medios de comunicación porque le encantaba ser noticia. Se produjeron tantas fugas de información que me sorprende que atraparan a Jeffreys.

– ¿Qué fugas? ¿A qué te refieres?

– No importa -dijo, y bajó la vista al bloc de notas. Christine puso los ojos en blanco.

– Pero atraparon a Jeffreys, y papá resolvió el caso -le recordó.

– Sí, atraparon a Jeffreys, y el bueno de papá se adjudicó todo el mérito.

– Nicky, nadie te está pidiendo que seas como papá. Eres tú mismo quien te lo exiges.

Pero en lugar de enojarse, Nick se limitó a mover la cabeza. Una sonrisa de frustración tiró de la comisura de sus labios, como si ella no pudiera llegar a entenderlo.

– ¿No te has preguntado nunca…? -vaciló, sin dejar de mirar el campo, con los pensamientos muy lejos de allí-. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rápido que fue todo… tan limpio y oportuno?

– ¿De qué hablas?

Aquélla no era la réplica que había esperado. El aire nocturno era fresco, y Christine sintió un escalofrío. Su hermano empezaba a asustarla con su enojo y su silencio. Por lo general, no paraba de bromear y nunca se tomaba nada demasiado en serio, ni siquiera sus pullas entre hermanos. ¿Qué podía tener al arrogante y confiado Nick Morrelli tan asustado?

– Nicky, ¿qué quieres decir? -volvió a preguntar.

– Olvídalo -dijo, antes de ponerse en pie y estirarse, dando por concluido el asunto.

– ¡Tío Nick, tío Nick! ¿Me has visto meter el gol? -gritó Timmy mientras subía corriendo las gradas, con cuidado de no tropezar.

– Pues claro -mintió Nick.

Christine vio cómo el rostro entero de Nick se transformaba, se relajaba y sonreía mientras levantaba a su sobrino en brazos y lo abrazaba. Sabía que su hermanito ocultaba algo, y se proponía averiguar lo que era.

Dio otra vuelta al parque, más despacio en aquella ocasión. Por fin había terminado el partido. Aparcó en una plaza retirada de los demás coches, en un rincón del aparcamiento. Apagó las luces y permaneció sentado, observando, escuchando la música y deseando que los acordes de Vivaldi suavizaran y silenciaran las palpitaciones de las sienes.

Estaba ocurriéndole otra vez, y demasiado pronto. No podía detenerlo, no podía controlarlo. Y, peor aún, no quería hacerlo. Estaba tan cansado… Intentó recordar desde cuándo no dormía una noche entera y pasaba las horas nocturnas dando vueltas o vagando por las calles. Se restregó los ojos para disipar el agotamiento, pero se detuvo con brusquedad. Los dedos le temblaban de forma incontrolable.

– Señor, haz que pare -susurró, tirándose del pelo de las sienes. ¿Por qué no paraba? Las palpitaciones, el martilleo, le producían dolor de cabeza.

Contempló al grupo de niños con sus uniformes manchados de verdín. Estaban felices por la victoria, se daban palmaditas en la espalda, se pasaban el brazo por los hombros, se tocaban con despreocupación, con naturalidad. El soniquete de sus voces crecía a medida que se acercaban, ahogando a Vivaldi con sus cantos deportivos.

El recuerdo resurgió como una ola, paralizándolo e inmovilizándolo en el asiento de cuero rígido del coche. Tenía once años y su padrastro lo había obligado a unirse al equipo de alevines, negociando con el arbitro para que pasara fuera de casa los domingos por la mañana. Sabía que sólo lo hacía porque quería tirarse a su madre toda la mañana.

Los había sorprendido accidentalmente el sábado anterior, sólo porque se habían quedado sin leche. El recuerdo anegó su mente, poderoso a pesar de los años transcurridos. Tan nítido, tan vivido, que se aferró al volante para acorazarse contra él.

Estaba en el umbral del dormitorio de su madre, petrificado viendo su piel blanca y desnuda, y la cruz plateada meciéndose entre sus voluminosos senos, que se balanceaban hacia delante y hacia atrás. Se sostenía a cuatro patas mientras su padrastro la montaba como un perro en celo.

Fue su padrastro quien lo vio primero. Le gritó, jadeando y dando embestidas mientras su madre abría los ojos de par en par, horrorizada. Se escurrió de debajo de su marido, y se cayó dando tumbos de la cama al tiempo que se cubría con la sábana. Fue entonces cuando él se dio la vuelta para salir corriendo. Dio un traspié por el pasillo, tropezó y se cayó una única vez antes de entrar en su habitación. Justo cuando cerraba la puerta, su padrastro irrumpió en el cuarto.

Seguía desnudo. Era la primera vez que veía el pene erecto de un hombre, y era horrible: enorme, rígido, tieso, sobresaliendo a través del grueso vello negro. Su padrastro lo agarró del cuello y le apretó la cara contra la pared.

– ¿Te interesa mirar o quieres probar? -todavía podía oír su voz rasposa y jadeante en el oído.

Él permaneció inmóvil. No podía respirar. Su padrastro le apretaba el cuello con una mano mientras le rasgaba los pantalones del pijama con la otra. Su madre chillaba y aporreaba la puerta cerrada con llave. Entonces, lo notó. La intensa presión, el dolor tan agudo que creyó que le estallarían las entrañas. Se mantuvo callado e inmóvil, aunque quería chillar. La textura rugosa de la pared le arañaba la mejilla. Lo único que podía hacer era clavar la mirada en el crucifijo que colgaba cerca de su rostro, mientras esperaba a que su padrastro dejara de hundirse en su cuerpo de niño.

Oyó un claxon. Se sobresaltó y sujetó con más fuerza el volante. Tenía las palmas sudorosas, los dedos trémulos. Vio a los niños subiendo a los coches y a las furgonetas con sus padres. ¿Cuántos de ellos ocultaban secretos como los suyos? ¿Cuántos se tapaban los cardenales y cicatrices? ¿Cuántos esperaban algún tipo de alivio, de salvación de su desgracia? ¿De su tortura?

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