Summer no parecía estar muy de acuerdo.
– ¿Se sabe a ciencia cierta que las druidesas participaban en esos sacrificios?
Boyd se encogió de hombros.
– Es de suponer que eran tan responsables como los hombres.
– Todo esto nos lleva de nuevo a la pregunta que nos hemos formulado mil veces -intervino Dirk-. ¿Cómo es posible que una druidesa, o una mujer celta de alto rango, acabara sepultada en lo que fue una vez una isla en el mar de las Antillas, a ocho mil kilómetros de su hogar en Europa?
El catedrático se volvió para mirar a Chisholm.
– Creo que mi colega John Wesley tiene algunas respuestas extraordinarias a su pregunta.
– Un momento -interrumpió Sandecker. Se dirigió a Yaeger-. Tú y Max, ¿habéis podido descubrir cómo es que la estructura acabó a quince metros de profundidad?
– Casi no hay información geológica sobre el Caribe -respondió Yaeger, mientras desparramaba un montón de hojas sueltas sobre la mesa-. Sabemos más sobre la caída de meteoritos en los tiempos prehistóricos y de los movimientos de tierras ocurridos hace millones de años que sobre los movimientos geológicos de tres mil años atrás. Las mejores proyecciones que hemos obtenido de los geólogos consultados es que el banco de la Natividad, que era una isla, se hundió como consecuencia de un terremoto submarino entre el mil cien y el mil antes de Cristo.
– ¿Cómo has llegado a esa fecha? -preguntó Perlmutter, que acomodó una vez más su corpachón en una silla demasiado pequeña.
– A través de diversos estudios químicos y biológicos, los científicos han podido determinar aproximadamente la antigüedad de las incrustaciones y cuánto tardaron en formarse en las paredes de piedra, la corrosión y el deterioro de los objetos, y la edad del coral que rodea la estructura.
Sandecker buscó uno de sus puros en el bolsillo y, al no encontrarlo, comenzó a tamborilear en la superficie de la mesa con un bolígrafo.
– Los charlatanes lo pasarán de maravilla declarando que se ha encontrado la Atlántida.
– Nada que ver. -Chisholm sacudió la cabeza-. Es un tema que he analizado a fondo. Estoy convencido de que Platón se inventó un relato del desastre a partir de la erupción ocurrida en Santorini en el 1650 antes de Cristo.
– ¿No cree que la Atlántida estaba en el Caribe? -preguntó Summer con un tono un tanto jocoso-. Son muchos los que hablan del hallazgo de carreteras y ciudades hundidas.
A Chisholm no pareció que el comentario le hiciera gracia.
– Solo son formaciones geológicas. Si la Atlántida se encontraba en el Caribe -hizo una pausa de efecto-, ¿cómo es que no se ha encontrado ni un solo objeto que le perteneciera? Lo siento, la Atlántida no estaba a este lado del océano.
– Según los registros paleontológicos en mi biblioteca -señaló Yaeger-, los indios arahuacos que se encontraron los españoles cuando llegaron al Nuevo Mundo eran los primeros pobladores de las Antillas. Emigraron de Sudamérica alrededor del dos mil quinientos antes de Cristo, o sea unos mil cuatrocientos años antes de que la mujer fuera depositada en su tumba.
– Siempre hay alguien que llega primero -comentó Perlmutter-. Colón mencionó que había visto los restos de grandes naves europeas en la playa de una isla.
– No sé cómo llegó allí la mujer -admitió Chisholm-, pero quizá pueda arrojar alguna luz sobre quién era.
Apretó la tecla del mando a distancia, y la primera imagen del friso fotografiado por Dirk y Summer apareció en la pantalla. La escena mostraba lo que parecía ser una flota que se disponía a atracar en la costa. Su aspecto era parecido al de las embarcaciones vikingas, pero eran más rechonchas, con el fondo plano apropiado para navegar por los bajíos costeros y los ríos. Tenían un único mástil con velas cuadradas que parecían hechas de cuero, para que pudieran soportar la fuerza de las galernas atlánticas. La proa y la popa eran muy altas, útiles para navegar por aguas turbulentas. Los remos estaban sujetos en los toletes colocados en las bordas.
– La primera escena del friso muestra una flota que desembarca guerreros, caballos y carros. -Apretó de nuevo la tecla-. Segunda escena: el ejército rival aparece saliendo de una trinchera que rodea una ciudadela que se alza en una colina, de laderas muy empinadas. En la siguiente los tenemos cargando a través de una llanura para atacar al enemigo antes de que consiga desembarcar. La cuarta escena corresponde a la batalla para rechazar a la flota invasora.
– Si no fuese por los terraplenes y la ciudadela, que parece estar hecha de madera -apuntó Perlmutter-, diría que estamos viendo la guerra de Troya.
En el rostro de Chisholm apareció una expresión que podía compararse a la de un lobo que ve cómo un rebaño se acerca a su guarida.
– Está usted mirando la guerra de Troya, precisamente.
Sandecker cayó en la trampa.
– Unos griegos y troyanos de aspecto extraño. Siempre he creído que llevaban barba y no mostachos.
– Eso es porque no eran griegos ni troyanos.
– En ese caso, ¿qué eran?
– Celtas.
Perlmutter no disimuló su satisfacción al escuchar la respuesta.
– Yo también he leído a Imán Wilkens.
– Entonces ya conoce sus extraordinarias revelaciones sobre el más grande error de la historia antigua.
– ¿Podría sacarnos a los demás de la ignorancia? -preguntó el almirante, impaciente.
– Será un placer -contestó Chisholm-. La guerra de Troya…
– ¿Sí?
– No se libró en la costa occidental de Turquía, sobre el mar Mediterráneo.
Yaeger lo miró con una expresión de asombro.
– Si no se libró en Turquía, ¿dónde tuvo lugar?
– En Cambridge, Inglaterra -respondió Chisholm tranquilamente-. En el mar del Norte.
Todos excepto Perlmutter miraron a Chisholm, dominados por el asombro y la incredulidad.
– Es obvio el escepticismo en sus miradas -declaró el historiador-. El mundo ha sido víctima de un engaño desde hace ciento veintiséis años, cuando un comerciante alemán llamado Heinrich Schliemann manifestó con bombos y platillos que había encontrado la antigua Troya gracias a las indicaciones contenidas en la Ilíada de Homero. Afirmó que la colina llamada Hisarlik era el lugar perfecto para la ciudad fortificada de Troya.
– ¿No fueron respaldados por la mayoría de los arqueólogos e historiadores los hallazgos de Schliemann?
– Es un debate que sigue muy vivo -replicó Boyd-. Homero era un hombre misterioso; no hay ninguna prueba de su existencia real. La leyenda sólo nos cuenta de un hombre llamado Omerós, que recogió los poemas épicos de una gran guerra que se habían transmitido oralmente durante centenares de años, y los transcribió en una serie de relatos de aventuras que se convirtieron en la primera obra escrita de la literatura antigua. Ahora bien, el que fue elaborando los poemas en el transcurso de los siglos, hasta que la Ilíada y la Odisea se convirtieron en los más grandes clásicos de la historia, ¿fue un hombre… o un grupo de hombres? Nunca sabremos la verdad.
»Además del enigma de su identidad, el gran misterio que nos legó fue descubrir si la guerra de Troya fue un hecho real o una fábula. Si ocurrió de verdad a principios de la Edad del Bronce, ¿fueron los griegos los auténticos enemigos de los troyanos, u Homero escribió sobre un episodio que había ocurrido a más de mil quinientos kilómetros de allí?
Perlmutter mostró una amplia sonrisa. Boyd y Chisholm reafirmaban algo en lo que él siempre había creído.
– Sin embargo, hasta que llegó Wilkens nadie se planteó que Homero, en lugar de griego, pudiera ser un poeta celta que escribió sobre una batalla legendaria ocurrida cuatrocientos años antes, y no en el Mediterráneo sino en el mar del Norte.
– Entonces, el épico viaje de Ulises… -comenzó a decir Gunn, que parecía desconcertado.
– Tuvo lugar en el océano Atlántico.
A Summer le daba vueltas la cabeza ante tantas revelaciones.
– ¿Está diciendo que la belleza de Helena no fue el motivo para que zarpararan mil naves?
– Me disponía a mencionar -dijo Boyd con una sonrisa- que la verdad detrás del mito no fue una guerra librada por el ansia de venganza de un rey ante el rapto de su esposa por su amante. No parece muy lógico que miles de hombres pelearan y murieran por una mujer promiscua, ¿verdad? El viejo y sabio Príamo, rey de Troya, nunca habría arriesgado su reino ni las vidas de su pueblo sólo para que un hijo tarambana viviera con una mujer que, en honor a la verdad, había abandonado voluntariamente a su marido para irse con otro hombre. Tampoco se trató de una empresa para hacerse con los tesoros de Troya. La realidad, mucho más prosaica, es que la guerra se libró para hacerse con un metal blando y cristalino llamado estaño.
– Julien nos dio a Summer y a mí una clase sobre cómo los celtas dieron paso a la Edad del Bronce y del Hierro -manifestó Dirk, que no dejaba de tomar notas.
– Efectivamente -afirmó Chisholm-. No hay duda de que pusieron en marcha la industria, pero nadie sabe con certeza quién descubrió que mezclando un diez por ciento de estaño al cobre se conseguía un metal el doble de duro que cualquier otro conocido hasta entonces. Incluso la fecha exacta es incierta. El cálculo más preciso habla de unos dos mil años antes de Cristo.
– El cobre ya se fundía unos cinco mil años antes de Cristo en la región central de Turquía -añadió Boyd-, y abundaba en el mundo antiguo. La minería se practicaba a gran escala en Europa y Oriente Medio. Pero cuando comenzó la producción del bronce, surgió el problema.
»El estaño es un metal que no abunda en la naturaleza. Como sucedería más tarde con el oro, los buscadores y mercaderes recorrieron todo el mundo antiguo para descubrir minas de estaño. Encontraron grandes yacimientos en el sudeste de Inglaterra. Las tribus celtas británicas no tardaron en aprovecharse y crearon un mercado internacional para comerciar con el estaño que extraían. Lo fundían en lingotes y lo vendían.
– Debido a la gran demanda, los antiguos bretones se hicieron con el monopolio y conseguían grandes ganancias con la venta a los mercaderes extranjeros -manifestó Chisholm-. A diferencia de los mercaderes de imperios ricos como el egipcio, que disponían de bienes caros para el intercambio, los celtas de la Europa central solo podían ofrecer objetos artesanales y una abundancia de ámbar. Sin la industria del bronce, no tenían muchas posibilidades de ir más allá de una sociedad agrícola.
– Así que decidieron unirse y apoderarse de las minas de estaño de los bretones -comentó Yaeger.