El infierno no tiene una cólera
comparable a la del mar
15 de agosto de 2006
Key West, Florida
La doctora Heidi Lisherness estaba a punto de salir para reunirse con su marido y disfrutar de una noche de fiesta en la ciudad, cuando echó una última ojeada a las imágenes recogidas por el satélite de observación veloz. Heidi, una mujer robusta con los cabellos canosos recogidos en un moño, estaba sentada delante del ordenador vestida con un pantalón corto verde y un top haciendo juego, para estar cómoda en un clima caluroso y húmedo como era el de Florida en el mes de agosto.
Estuvo en un tris de apagar el ordenador hasta la mañana siguiente, pero había algo extraño en la última imagen que aparecía en la pantalla transmitida desde el satélite que orbitaba sobre el Atlántico al sudoeste de las islas de Cabo Verde, frente a la costa de África. Miró atentamente la pantalla.
Para el ojo del neófito, la imagen que ofrecía la pantalla no mostraba más que unas pocas e inofensivas nubes que se movían sobre el mar azul. Heidi vio algo más peligroso. Comparó la imagen con otra, recibida dos horas antes. La masa de cumulonimbos había aumentado en tamaño de una manera mucho más rápida que cualquier otra tormenta que ella recordara en los dieciocho años de predecir y rastrear los huracanes en el océano Atlántico por cuenta del Centro de Huracanes de la National Underwater and Marine Agency . Comenzó a ampliar las dos imágenes de la formación de la tormenta.
Su marido, Harley, un hombre calvo de aspecto bonachón con unos mostachos de morsa y gafas sin montura, entró en el despacho con una expresión de impaciencia. Harley también era meteorólogo. Trabajaba para el Servicio Nacional de Meteorología como analista de datos y suministraba los partes meteorológicos a los aviones comerciales y privados, y a las embarcaciones.
– ¿Se puede saber qué te demora? -Señaló su reloj para indicar que llegarían tarde-. Tenemos mesa reservada en el Crab Pot .
Sin apartar la mirada de la pantalla, ella le mostró las dos imágenes.
– Éstas se tomaron con una diferencia de dos horas. Dime lo que ves.
Harley se tomó su tiempo en la observación de las imágenes. Después frunció el entrecejo y se ajustó las gafas antes de acercarse un poco más a la pantalla para ver mejor. Finalmente, miró a su esposa y asintió.
– Está creciendo a una velocidad de locos.
– Demasiado rápido -confirmó Heidi-. Si continúa al mismo ritmo, sólo Dios sabe la tormenta que puede originar.
– Nunca se sabe -manifestó Harley-. Puede llegar como un león y marcharse como un cordero. Ha ocurrido otras veces.
– No lo niego, pero la mayoría de las tormentas tardan días, algunas veces semanas, en alcanzar esta fuerza. Ésta se ha desarrollado en cuestión de horas.
– Es demasiado pronto para prever su dirección o dónde alcanzará la máxima potencia y provocará más daño.
– Tengo el fuerte presentimiento de que será imprevisible.
Harley sonrió al escuchar el comentario.
– ¿Me mantendrás informado de su desarrollo?
– El Servicio Nacional de Meteorología será el primero en saberlo -respondió Heidi, dándole una palmadita en el brazo.
– ¿Has pensado un nombre para tu nueva amiga?
– Si se convierte en algo tan atroz como creo que podría ser, la llamaré Lizzie, como la asesina del hacha, Lizzie Borden.
– Es un poco temprano en la temporada para un nombre que comienza con L, pero no está mal. -Harley le dio el bolso a su esposa-. Ya tendremos tiempo mañana para ver cómo evoluciona. Estoy muerto de hambre. Vamos a cenar cangrejos.
Heidi siguió obedientemente a su marido, apagó la luz y cerró la puerta del despacho. Pero la creciente aprensión no desapareció cuando se sentó en el coche. Su mente no pensaba en la comida. Reflexionaba sobre un huracán que se estaba preparando y que bien podría ser de una fuerza catastrófica.
Un huracán no tiene otro nombre en el océano Atlántico. No ocurre lo mismo en el Pacífico, donde se le llama tifón, ni en el Índico, donde se conoce como ciclón. Un huracán es la fuerza más horrenda de la naturaleza, que a menudo supera los desastres provocados por las erupciones volcánicas y los terremotos, ya que destruye zonas mucho más amplias.
Como en el nacimiento de un ser humano o animal, un huracán necesita de muchas circunstancias relacionadas. En primer lugar, se calientan las aguas de la costa occidental del África, con temperaturas que superan los veintisiete grados. Después, el vapor producido por efecto del calor del sol asciende en la atmósfera hasta encontrarse con el aire frío, y se condensa formando las masas de cúmulos que dan origen a las lluvias y tormentas eléctricas. Esta combinación suministra el calor que alimenta la formación de la tempestad y la hace pasar de la infancia a la pubertad.
En este punto se añaden la espiral de aire, que gira a velocidades de hasta sesenta kilómetros por hora. Estos vientos hacen que descienda la presión atmosférica en la superficie. Cuanto más baja, mayor es la circulación del viento, que gira cada vez más rápido hasta formar un vórtice. Alimentado con estos ingredientes, el sistema, como lo llaman los meteorólogos, ha creado una fuerza centrífuga explosiva que hace girar una pared de viento y lluvia alrededor del ojo, donde reina la calma. En el interior del ojo brilla el sol, el mar está relativamente sereno y la única señal de la tremenda energía son las paredes blancas, que alcanzan una altura de quince mil metros.
Hasta ese momento el sistema recibe el nombre de depresión tropical, pero cuando los vientos alcanzan una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora se convierte en un huracán en toda regla. Entonces, de acuerdo con la velocidad del viento que produce, se le asigna un número de la escala. Los vientos entre 118 y 152 kilómetros por hora corresponden a la categoría 1, que se considera mínima. La categoría 2 es moderada, con vientos de hasta 176 kilómetros. La categoría 3, con vientos entre 177 y 208 kilómetros, se denomina extensiva. Los vientos hasta 248 kilómetros de la categoría 4 son extremos, como el huracán Hugo que en 1989 barrió la mayoría de las casas en las playas de Charleston, Carolina del Sur.
Por último, tenemos el monstruo, la categoría 5, con vientos de más de 248 kilómetros. Ésta recibe el nombre de catastrófica, como el huracán Camille, que azotó Louisiana y Misisipí en 1969. El Camille dejó 256 muertos en su estela, una gota de agua comparados con los 8.000 que perecieron en el gran huracán de 1900 que destrozó Galveston, en Texas. En número de víctimas, el récord lo tiene el ciclón tropical que en 1970 se abatió sobre Bangladesh y dejó casi medio millón de muertos.
En cuanto a daños, los destrozos del gran huracán de 1926 que devastó el sudeste de Florida y Alabama se valoraron en 83 mil millones de dólares. Aunque resulte increíble, sólo murieron 243 personas.
Pero lo que nadie imaginaba, ni siquiera Heidi Lisherness, era que el huracán Lizzie tuviese una mente diabólica propia y que su fuerza dejaría atrás a todos los huracanes atlánticos anteriores. En un plazo muy corto, no bien acabara de juntar fuerzas, comenzaría su viaje asesino hacia el mar Caribe para sembrar el caos a su paso.
Rápido y poderoso, un gran tiburón martillo de cinco metros de longitud se movía a través del agua cristalina como una nube gris sobre un prado. Los ojos protuberantes miraban desde los extremos del estabilizador plano que le cruzaba el morro. Captaron un movimiento, y el escualo giró para enfocar a una criatura que nadaba entre el bosque de coral. La cosa no se parecía a ningún pez que el tiburón hubiese visto antes. Tenía dos aletas paralelas que sobresalían por la parte de atrás y era de color negro con rayas rojas en los costados. El enorme tiburón no vio nada sabroso y continuó su incesante búsqueda de presas más apetecibles, sin darse cuenta de que la extraña criatura era un excelente bocado.
Summer Pitt había advertido la presencia del tiburón, pero no le había hecho caso y había continuado con su estudio de los arrecifes coralinos en el banco de la Natividad, a ciento doce kilómetros al nordeste de la República Dominicana. El banco abarcaba una extensión de dos mil quinientos kilómetros cuadrados de peligrosos arrecifes y una profundidad que iba de uno a treinta metros. A lo largo de cuatrocientos años, no menos de doscientos barcos se habían ido a pique, víctimas del despiadado coral que coronaba una montaña submarina que surgía desde las abisales profundidades del océano Atlántico.
El coral de esta sección del banco era prístino y hermoso, y en algunas partes se elevaba hasta quince metros por encima del fondo arenoso. Había delicadas madréporas y enormes políperos de colores brillantes y formas esculturales que se extendían en la profundidad azul como un majestuoso jardín con miles de arcadas y grutas. Summer tenía la sensación de estar nadando en un laberinto de callejuelas y túneles, donde algunos no tenían salida y otros daban paso a cañones y grietas lo bastante anchas para permitir el paso de un camión de gran tonelaje.
Aunque la temperatura del agua superaba los veintisiete grados, Summer Pitt iba vestida con un traje profesional Viking Pro Turbo 1000 hecho de caucho vulcanizado. Llevaba el traje rojo y negro en lugar del suyo habitual más ligero porque le sellaba todo el cuerpo, no tanto para protegerse de la temperatura del agua, que era cálida, sino como defensa contra la contaminación química y biológica que esperaba encontrar mientras hacía su trabajo de evaluación del estado del coral.
Miró la brújula y se desvió ligeramente a la izquierda, con un suave movimiento de las aletas y las manos cruzadas a la espalda por debajo de las dos botellas de aire, para reducir la resistencia del agua. Vestida con el abultado traje y la máscara AGA Mark II, se podía pensar que resultaría más sencillo caminar por el fondo que nadar por encima; pero la superficie desigual y a menudo afilada del coral volvía tal cosa prácticamente imposible.
Su contorno físico y sus facciones quedaban ocultos por el abultado traje y la máscara completa. La única pista de su belleza la daban sus hermosos ojos grises, que miraban a través del cristal de la máscara, y un mechón pelirrojo que asomaba en la frente.
Summer adoraba el mar y bucear en sus profundidades. Cada inmersión era una nueva aventura en un mundo desconocido. A menudo se imaginaba a sí misma como una sirena con agua salada en las venas. Alentada por su madre, había estudiado ciencias oceánicas. Había descollado en los estudios y se había licenciado en el Instituto Scripps de Oceanografía como bióloga marina. Su hermano mellizo, Dirk, se había licenciado en ingeniería marina en la universidad Atlantic de Florida.