Descubierto
11 de septiembre de 2006
Washington
A las nueve de la mañana, tres días después de que él y sus hijos regresaran al hangar, Pitt se anudó la corbata para completar su atuendo. Se había vestido con lo que llamaba “su traje de domingo”: el único que tenía hecho a medida, negro a rayas y con chaleco. Luego se abotonó el chaleco y metió en uno de los bolsillos su viejo reloj de oro, pasó la cadena por uno de los ojales y metió el otro extremo de la cadena con la trabilla en el bolsillo opuesto. No era algo frecuente que se vistiera con este traje, pero aquel era un día muy especial.
Specter había sido detenido por los alguaciles federales cuando su piloto había cometido el error de aterrizar en San Juan, Puerto Rico, para hacer una escala técnica en su viaje a Montreal. Le entregaron una citación para presentarse y declarar ante un comité de la cámara que investigaba sus turbias operaciones mineras en el territorio norteamericano. Los alguaciles lo pusieron bajo custodia y lo llevaron a Washington, así que no tenía ninguna posibilidad de escapar a otro país. Como su frustrada operación para congelar Norteamérica y Europa había tenido lugar en un país extranjero fuera de la jurisdicción nacional, se había librado de una acusación federal.
En realidad, el comité tenía las manos atadas. Había muy pocas posibilidades de conseguir una victoria legal. Podían aspirar como máximo a sacar a la luz las actividades ilegales de Specter e impedirle cualquier nueva operación en Estados Unidos. Epona, sin embargo, había conseguido escapar de la red y no se sabía nada de su actual paradero. Era otro de los temas que el comité plantearía a Specter.
Pitt se miró por última vez en un espejo de cuerpo entero que había sido parte del mobiliario de un camarote de primera clase en un viejo barco de vapor. Lo único en su atuendo que lo diferenciaba del rebaño de Washington era la corbata gris y blanca. Se había peinado cuidadosamente los cabellos negros rizados y sus ojos verdes brillaban con la animación habitual, a pesar de la escasez de descanso por pasar la noche con Loren. Se acercó a la mesa y recogió la daga que le había quitado a Epona en la isla Branwen. La empuñadura estaba recamada con rubíes y esmeraldas, y la hoja era delgada y de doble filo. La guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Bajó por la escalera de caracol de hierro forjado a la planta baja, donde tenía la colección de coches y aviones antiguos. Delante de la puerta principal estaba aparcado un todo terreno Navigator de la NUMA. Era un vehículo demasiado grande para circular por las calles de la capital, pero lo consideraba un coche con una excelente respuesta y muy cómodo. Además el nombre de la NUMA y el color señalaban que era un vehículo oficial, cosa que le permitía aparcar en lugares prohibidos para los coches particulares.
Cruzó el puente para ir al centro de la ciudad y aparcó en la zona reservada exclusivamente a vehículos oficiales, a dos manzanas del edificio del Capitolio. Subió la escalinata y, una vez en el vestíbulo debajo de la cúpula, siguió las instrucciones de Loren para ir a la sala donde tenían lugar las sesiones del comité. Como no quería entrar por la puerta del público y los periodistas, siguió por el pasillo hasta donde un guardia de seguridad del Capitolio vigilaba la puerta reservada a los miembros de la cámara de representantes que formaban el comité, sus ayudantes y los abogados.
Pitt le entregó una tarjeta al guardia y le pidió que se la hiciera llegar a la congresista Loren Smith.
– No puedo hacerlo -protestó el guardia, que vestía un uniforme gris.
– Se trata de un asunto extremadamente urgente -replicó Pitt con voz autoritaria-. Tengo una prueba fundamental para ella y el comité.
Pitt exhibió sus credenciales para demostrarle al guardia que no era un cualquiera que hubiese entrado en el edificio sin ningún motivo. El guardia comparó la foto de la tarjeta de identidad con su rostro, asintió, cogió la tarjeta y entró en la sala del comité.
Diez minutos más tarde, cuando hubo una pausa en el interrogatorio, Loren salió al pasillo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Tengo que entrar en la sala.
Loren lo miró con las cejas enarcadas como una muestra de su desconcierto.
– Tendrías que haber entrado por la puerta reservada al público.
– Tengo un objeto que demostrará quién es Specter.
– Dámelo, y yo se lo presentaré al comité.
Pitt sacudió la cabeza.
– No puedo hacerlo. Tengo que presentarlo yo mismo -manifestó Pitt con vehemencia.
– No te lo puedo permitir -insistió ella-. No estás en la lista de testigos.
– Haz una excepción -le rogó Pitt-. Pregúntaselo al presidente.
Loren lo miró a los ojos, que conocía muy bien. Buscó algo que no encontró.
– Dirk, sencillamente no puedo hacerlo. Tienes que explicarme lo que quieres hacer.
El guardia sólo estaba a un par de pasos más allá, sin perderse ni una palabra de la conversación. La puerta, normalmente cerrada, había quedado entreabierta. Pitt sujetó a Loren por los hombros, la hizo girar en un rápido movimiento y la empujó hacia el guardia. Antes de que pudieran impedírselo, ya había cruzado la puerta y caminaba a paso rápido por el pasillo entre los representantes y sus colaboradores sentados. Nadie hizo el menor intento de protesta o de detenerlo cuando subió el par de peldaños hasta el estrado de los testigos. Se detuvo delante de la mesa que ocupaban Specter y sus muy cotizados asesores legales.
El congresista Christopher Dunn de Montana golpeó con su mazo al tiempo que decía:
– Señor, está usted interrumpiendo una investigación muy importante. Debo pedirle que se retire inmediatamente, o mandaré a los guardias que lo saquen de la sala.
– Con su permiso, señor congresista, pondré a su investigación en una vía completamente nueva.
Dunn le hizo un gesto al guardia, que había seguido a Pitt al interior de la sala.
– ¡Sáquelo de aquí!
Pitt cogió la daga que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y apuntó con ella al guardia, que se detuvo en seco. El hombre amagó desenfundar el arma, pero titubeó cuando Pitt acercó la daga a su pecho.
– Con su permiso, señor -repitió-. Créame, señor congresista, que valdrá la pena escucharme.
– ¿Quién es usted, señor? -preguntó Dunn.
– Me llamo Dirk Pitt. Soy el hijo del senador George Pitt.
Dunn reflexionó un momento, y después le hizo un gesto al guardia.
– Espere. Quiero escuchar lo que el señor Pitt tenga que decir. -Luego miró a Pitt-. Deje esa daga. Dispone exactamente de un minuto para explicarme lo que sea. Será mejor que valga la pena, o se encontrará entre rejas dentro de una hora.
– ¿Arrestaría al hijo de un estimado senador? -preguntó Pitt con un tono insolente.
– Es republicano -replicó Dunn con una sonrisa astuta-. Yo soy demócrata.
– Gracias, señor.
Pitt dejó la daga sobre la mesa y fue a situarse delante mismo de Specter, que continuaba sentado tan tranquilo. Como siempre, vestía un traje blanco y llevaba gafas oscuras y un pañuelo que le tapaba la boca y la barbilla, además del sombrero que le ocultaba los cabellos.
– ¿Querría tener la bondad de ponerse de pie, señor Specter?
Uno de los abogados de Specter se inclinó para hablar por uno de los micrófonos que había sobre la mesa.
– Debo protestar muy enérgicamente, congresista Dunn. Este hombre no tiene nada que hacer en esta sala. El señor Specter no tiene ninguna obligación legal de responderle.
– ¿Es que Specter tiene miedo? -manifestó Pitt-. ¿Es un cobarde? -Pitt hizo una pausa y miró a Specter con una mirada retadora.
Specter mordió el anzuelo. Era demasiado arrogante para pasar por alto los insultos de Pitt. Apoyó una mano sobre el brazo de su abogado para contenerlo y lentamente levantó su corpachón de la silla, hasta ponerse de pie, con el rostro oculto, el consumado acertijo de un enigma.
Pitt sonrió al tiempo que se inclinaba un poco como si agradeciera que Specter se hubiera levantado.
Luego, en un movimiento súbito que pilló a todos por sorpresa, empuñó la daga y la hundió hasta la empuñadura en el vientre de Specter para después cortarle el traje en diagonal.
Los gritos de los hombres y los chillidos de las mujeres resonaron en la sala. El guardia se lanzó sobre Pitt, que se esperaba el ataque. Dio un paso a un costado al tiempo que le hacía una zancadilla que lo hizo rodar por el suelo. Después clavó la daga en la mesa delante de Specter y se apartó, visiblemente complacido consigo mismo.
Loren, que se había levantado de un salto para gritarle a Pitt, enmudeció de pronto. Fue una de las primeras en ver que Specter no sangraba.
La sangre y los intestinos tendrían que haberse volcado sobre la mesa, pero en el traje blanco no se veía ninguna mancha. Muy pronto el centenar de personas que se habían puesto de pie horrorizadas comenzaron a advertir el mismo fenómeno.
Con el rostro pálido, el presidente del comité miraba a Specter mientras golpeaba con el mazo en un intento por restablecer el orden.
– ¿Qué está pasando aquí? -gritó.
Nadie se interpuso cuando Pitt rodeó la mesa, le quitó las gafas de sol a Specter y las arrojó al suelo. Luego le quitó el sombrero y el pañuelo y los dejó sobre la mesa.
Todos los presentes se quedaron boquiabiertos al ver la larga cabellera roja que caía sobre los hombros de Specter.
Pitt se acercó al congresista Dunn.
– Señor, permítame que le presente a Epona Eliades, también conocida como Specter, la fundadora del imperio Odyssey.
– ¿Es verdad? -preguntó Dunn, absolutamente desconcertado mientras se ponía de pie-. ¿Esta mujer es Specter y no un doble disfrazado?
– Es el producto original -le confirmó Pitt. Se volvió hacia Epona-. Por extraño que parezca, la eché de menos -dijo, con una voz que rezumaba sarcasmo.
Epona tendría que haber temblado como un ratón aterrorizado por la visión de una serpiente. En cambio, permaneció muy erguida y no respondió. No necesitaba hacerlo. Sus ojos centelleaban y apretaba los labios, mientras su rostro reflejaba un odio y un desprecio más que suficientes para provocar una revolución. Entonces, algo del todo inconcebible ocurrió en el siguiente momento macabro. La cólera se esfumó de los ojos y los labios apretados con la misma brusquedad con que había aparecido. Lenta, muy lentamente, Epona comenzó a quitarse el traje rasgado hasta que se quedó increíblemente serena y hermosa, con un ajustado vestido de seda blanco que dejaba descubiertos los hombros y le llegaba hasta justo por debajo de las nalgas, con la cabellera roja suelta más abajo de los hombros desnudos.