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– No vas a creerlo, pero estamos en lo alto de un faro.

– ¡Un faro! -exclamó Sandecker cuando escuchó la descripción que le ofrecía Pitt a través del teléfono. Su voz revelaba el entusiasmo que experimentaba al saber que ambos estaban sanos y salvos.

– Sí, señor. -Un eco acompañaba la voz de Pitt-. Specter lo construyó como decorado.

– ¿Decorado?

– Una estructura construida para que parecieran las ruinas de un viejo castillo, o algún otro edificio antiguo -le explicó Gunn. Se inclinó sobre el teléfono-. ¿Nos estás diciendo que construyeron el faro para ocultar un pozo de ventilación que llega hasta el túnel?

– Exactamente -asintió Pitt.

Sandecker cogió uno de sus puros y lo hizo rodar entre los dedos.

– Tu historia suena a cuento de hadas.

– Es verdad hasta la última palabra -replicó Pitt.

– ¿Una tuneladora capaz de perforar un kilómetro y medio de roca al día?

– Solo así se explica que pudieran excavar cuatro túneles, cada uno de casi doscientos cincuenta kilómetros de largo, en el tiempo en que lo hicieron.

– Si no es para un ferrocarril, ¿para qué son? -preguntó Gunn.

– A nosotros no nos lo preguntes. No tenemos idea. Las estaciones de bombeo en cada extremo de los túneles sugieren que la intención es llenarlos con agua, pero eso no tiene mucho sentido.

– He grabado tu informe -dijo Sandecker-, y se lo pasaré a Yaeger para que busque algunas posibles respuestas hasta que llegues y nos des una explicación más detallada.

– También tengo las fotos tomadas con una cámara digital.

– Perfecto. Necesitaremos hasta la última prueba que hayáis recogido.

– Dirk -llamó Gunn.

– Dime, Rudi.

– Tengo calculada vuestra posición. Estáis a solo cincuenta kilómetros de San Carlos. Contrataré un helicóptero. Tardará unas dos horas en llegar al faro.

– Bien. No vemos la hora de meternos en la ducha y disfrutar de una buena comida.

– No hay tiempo para lujos -exclamó Sandecker, con un tono que no admitía réplicas-. El helicóptero os llevará directamente al aeropuerto de Managua, donde os estará esperando un avión de la NUMA. Podréis lavaros y comer más tarde.

– Eres un hombre muy duro, almirante.

– Que te sirva de lección -manifestó Sandecker, con una sonrisa astuta-. Quizá algún día estarás tú sentado en mi silla.

Pitt apagó el teléfono, mientras trataba de encontrar una explicación a las palabras finales de Sandecker. Se sentó junto a Giordino, que dormitaba, y no le hizo ninguna gracia tener que decirle a su amigo que todavía faltaba bastante para la hora de comer.

31

Después de la conversación telefónica con Pitt, Sandecker esperó pacientemente a que Gunn hiciera los arreglos para que un helicóptero fuese a recoger a su director de proyectos especiales en un falso faro. Luego salieron del despacho y bajaron un piso para ir a la sala de conferencias, donde Sandecker había convocado una reunión para hablar del descubrimiento de objetos celtas en el banco de la Natividad.

Sentados alrededor de la gran mesa de teca oval que parecía la cubierta de una nave se encontraban Hiram Yaeger, Dirk y Summer, Pitt y Julien Perlmutter. Junto a Summer estaba el doctor John Wesley Chisholm, profesor de historia antigua de la universidad de Pensilvania. Todo en el aspecto de Chisholm correspondía a la media. La altura y el peso eran medios; los cabellos, de un color castaño medio que hacía juego con el color de sus ojos. Pero no había nada en su personalidad que respondiera a la media. Sonreía constantemente y era muy atento y cortés. Su capacidad intelectual superaba con creces la media.

Todos escuchaban embobados las palabras del doctor Elsworth Boyd, que estaba junto a una gran pantalla donde aparecía un montaje fotográfico, del que se servía para explicar los objetos y las imágenes talladas en la piedra encontradas en el banco de la Natividad. El relato que hilvanaba era tan sorprendente, tan fabuloso, que todas las personas sentadas alrededor de la mesa lo miraban en silenciosa expectación mientras Boyd describía los objetos, la fecha aproximada de su fabricación y la procedencia original. Todo esto antes de pasar a las imágenes.

Elsworth Boyd era un hombre con los músculos de un acróbata: nervudo, ágil y vivaz, en la plenitud de sus fuerzas. Recién entrado en la cuarentena, permanecía erguido, y de vez en cuando se apartaba de la frente un mechón rebelde rubio rojizo mientras miraba a sus embobados oyentes con sus ojos grises como las alas de una paloma. Profesor emérito en el Trinity College, en Dublín, se había dedicado a la historia primitiva de los celtas y había publicado numerosos libros sobre los más diversos aspectos de su compleja sociedad. No había vacilado en tomar el primer avión a Washington cuando el almirante Sandecker lo había invitado a ver los objetos recuperados. Se había quedado pasmado al verlos y contemplar el fotomontaje de las imágenes esculpidas.

En un primer momento Boyd se había negado a creer que todo aquello no fuera más que una muy hábil falsificación; pero, después de dedicar veinte horas ininterrumpidas a su estudio, se convenció de su autenticidad.

Summer no ocultaba su entusiasmo mientras anotaba cada palabra de la disertación de Boyd, en una magnífica demostración de su habilidad en el perdido arte de la taquigrafía.

– A diferencia de egipcios, griegos y romanos -explicó Boyd-, los celtas han sido dejados de lado por la mayoría de los historiadores, a pesar de que fueron la piedra fundamental de la civilización occidental. Gran parte de nuestra herencia religiosa, política, social y literaria proviene de la cultura celta. También la industria, dado que fueron los primeros en producir el bronce y luego el hierro.

– ¿Por qué no somos más conscientes de la influencia celta? -preguntó Sandecker.

El erudito se echó a reír.

– Ha puesto el dedo en la llaga. Hace tres mil años, los celtas transmitían todos sus conocimientos por vía oral. Las costumbres, los ritos y la ética pasaban así de generación en generación. No fue hasta el siglo ocho antes de Cristo cuando comenzaron a utilizar la escritura. Mucho más tarde, cuando los romanos se extendieron por Europa, consideraron a los celtas como bárbaros. Lo poco que los autores romanos escribieron sobre los celtas dista mucho de ser halagador.

– Así y todo, era un pueblo de gran inventiva -añadió Perlmutter.

– En contra de lo que mucha gente cree, los celtas estaban mucho más avanzados que los primitivos griegos en multitud de cosas. Solo carecían de un lenguaje escrito y de una arquitectura compleja. En realidad, su cultura y civilización se adelanta a la griega en varios centenares de años.

Yaeger se echó hacia delante en la silla.

– ¿Su datación de los objetos coincide con los cálculos de mi ordenador?

– Básicamente sí -respondió Boyd-, si se considera que un error de cien años más o menos es una aproximación cronológica muy precisa. También creo que los pictogramas nos facilitan un excelente marco temporal para Navinia.

– Ese nombre me encanta -afirmó Summer, con una sonrisa.

Boyd apretó un botón del mando a distancia, y apareció una imagen en una pantalla de grandes dimensiones instalada en una de las paredes de la sala. Llenó la pantalla una perspectiva tridimensional de cómo podría haber sido la estructura sumergida.

– Lo más interesante -prosiguió Boyd- es que la estructura no sólo era la vivienda de una mujer muy importante, comparable a la reina de una tribu o una suma sacerdotisa, sino que también acabó siendo su tumba.

– Cuando se refiere a una suma sacerdotisa, ¿sería el equivalente a un druida?

– Una druidesa -respondió Boyd-. Las intrincadas tallas y los ornamentos de oro indican que muy probablemente ocupaba una posición elevada dentro del mundo sagrado del druidismo celta. La coraza de bronce es una pista especialmente importante. Sólo se conoce una perteneciente a una mujer, que está fechada entre los siglos once y ocho antes de Cristo. En algún momento tuvo que participar en alguna batalla. Es probable que en vida fuera reverenciada como diosa.

– Una diosa viviente -murmuró Summer-. Debió de disfrutar de una vida muy interesante.

– También esto me pareció interesante. -Boyd puso en pantalla una foto del pie de la cama de piedra, con la imagen estilizada de un caballo-. Aquí tenemos un sofisticado y muy moderno pictograma de un caballo al galope. Se lo conoce como el Caballo Blanco de Uffington, y fue tallado en la ladera de una colina de creta en Berkshire, Inglaterra, en el siglo I. Representa a Epona, la diosa celta de los caballos. Era adorada en todo el mundo celta y en lo que después se convertiría en la Galia.

Summer observó el dibujo del caballo con mucha atención.

– ¿Cree que nuestra diosa era Epona?

– No, no lo creo. -Boyd sacudió la cabeza-. Epona era adorada como la diosa de los caballos, las mulas y los bueyes durante la época romana. Se cree que mil años antes pudo haber sido la diosa de la belleza y la fertilidad, con poder de hechizar a los hombres.

– Me gustaría poder decir lo mismo -afirmó Summer, con una carcajada.

– ¿Qué provocó la decadencia de los druidas? -preguntó Dirk.

– A medida que el cristianismo se afirmaba y se extendía por Europa, ridiculizó la religión celta como una práctica pagana. A las mujeres se les retiró el respeto de que habían gozado con los druidas. Los dirigentes de la iglesia no podían tolerar ninguna irreverencia ni oposición a la autoridad masculina. Los romanos se dedicaron a erradicar la religión druida. Las druidesas se vieron reducidas a la categoría de brujas. A las mujeres con poder las convirtieron en seres malignos, aliados del demonio. Se cebaron en ellas hasta excluirlas, y las sometieron a la dominación masculina.

La erudita mente de Gunn absorbía como una esponja todas y cada una de las palabras de Boyd.

– Los romanos adoraban a dioses y diosas paganos. ¿Qué los impulsó a eliminar a los druidas?

– Lo hicieron porque veían a los druidas como un foco de rebelión contra Roma. También estaban en contra de los ritos salvajes practicados por ellos.

– ¿Cuáles eran esos ritos? -preguntó Sandecker.

– Los primitivos druidas realizaban sacrificios humanos. Se dice que su culto pagano no tenía límites. Los sacrificios eran una práctica habitual. Otra siniestra leyenda es la del Hombre de Paja. Los romanos narraron episodios donde a los hombres y mujeres condenados los metían dentro de grandes efigies de paja y los quemaban vivos.

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