Se quitó las gafas, tan furiosa que se le nubló la vista.
– Maldita sea -repitió-. ¿Cómo se me pudo pasar?
– Yo tampoco lo vi -dijo Jeffrey.
Sara se mordió el labio inferior para no explotar.
– Lo necesito durante al menos otra hora.
– Oh, vale -dijo Brock, ansioso por marcharse-. Llámame cuando acabes.
Sara estaba sentada en el mármol de la cocina, contemplando el microondas y preguntándose si podía contraer cáncer por sentarse tan cerca del aparato. Estaba tan cansada que no le importaba, y tan furiosa consigo misma por haber pasado por alto la punción de aguja del cuero cabelludo de Andy Rosen que casi daba por bueno el castigo. Tres horas del más complicado examen físico que Sara había realizado en su vida no arrojó nada nuevo en el caso de Rosen. A continuación, llevó a cabo el mismo examen detallado con William Dickson, haciendo que Carlos y Jeffrey siguieran todos sus movimientos para tener una triple comprobación de lo que hacía.
Se había pasado otra hora con los ojos pegados al microscopio, estudiando los fragmentos del cuero cabelludo de Ellen Schaffer recuperados en la escena del crimen. Al final Jeffrey logró convencer a Sara de que, aunque hubiera alguna prueba que no hubiera resultado dañada y fuera aún detectable, estaba demasiado cansada para encontrarla. Necesitaba irse a casa y descansar. Jeffrey le prometió que, después de que ella descansara, la llevaría de vuelta al depósito para que pudiera revisarlo todo otra vez. En aquel momento, la idea le había parecido bien a Sara, pero el sentimiento de culpa y la necesidad de respuestas impedían que se le pasara por la cabeza cerrar los ojos. Se le había pasado por alto algo crucial en el caso, y, de no haber sido por Brock, Andy Rosen habría sido incinerado, destruyéndose toda esperanza de que Sara encontrara algo que demostrara que lo habían asesinado.
Sonó la alarma del microondas, y Sara sacó su pollo con pasta precocinado, sabiendo, antes de quitar la envoltura transparente, que sería incapaz de comérselo. Incluso los perros arrugaron el hocico ante el olor, y Sara se planteó tirarlo al cubo de la basura que estaba fuera antes de que la dominara la pereza y acabara arrojándolo al triturador de basura del fregadero.
La nevera no tenía mucho que ofrecerle, exceptuando una mandarina reseca que se había pegado al estante de cristal, y dos tomates de aspecto fresco y origen dudoso. Sara se quedó mirando el frigorífico, sin expresión, debatiendo sus opciones, hasta que el estómago comenzó a quejarse. Por fin decidió hacerse un sándwich de tomate sentada a la mesita con ruedas de la cocina, para poder mirar el lago. Fuera se oía el rugido de los truenos. La tormenta les había seguido desde Atlanta.
Sara observó la hilera de platos y vasos colocados en el escurridor que había junto al fregadero en el que Jeffrey los había lavado, y por alguna estúpida razón se le escaparon algunas lágrimas. Ni todas las flores del mundo ni los más hermosos cumplidos podían compararse con un hombre que hacía las tareas domésticas.
– Dios mío -exclamó Sara, riéndose de sí misma.
Se secó los ojos y se dijo que la falta de sueño y el estrés la estaban dejando para el arrastre.
Estaba pensando en darse una buena ducha y quitarse la mugre del día cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Sara refunfuñó al levantarse, suponiendo que algún vecino bienintencionado se dejaba caer para interesarse por Tessa. Durante una fracción de segundo se le ocurrió fingir que no estaba en casa, pero la mínima posibilidad de que algún vecino le trajera un guiso o un pastel la empujó a abrir la puerta.
– Devon -dijo, sorprendida al ver al novio de Tessa en el porche.
– Hola -le contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos. A sus pies había una bolsa de marinero-. ¿Por qué hay un poli vigilando?
Sara saludó a Brad, quien se hallaba en el interior de un vehículo estacionado al otro lado de la calle desde que ella llegara a casa.
– Es una larga historia -dijo, sin querer mencionar los temores de Jeffrey.
Devon bajó los ojos a la bolsa.
– Sara, yo…
– ¿Qué? -preguntó Sara, y el corazón le dio un vuelco al comprender que a lo mejor le había pasado algo a Tessa-. ¿Es que está…?
– No -la tranquilizó Devon, extendiendo los brazos para poder cogerla si se desmayaba-. No, lo siento. Debería habértelo dicho. Ella está bien. Acababa de volver a…
Sara se llevó la mano al corazón.
– Dios mío, me has dado un susto de muerte. -Le hizo una seña para que entrara-. ¿Quieres comer algo? Sólo tengo…
Sara se detuvo al ver que él no la seguía.
– Sara -dijo Devon y, a continuación, volvió a mirar la bolsa-. Te he traído algunas cosas de Tessa. Cosas que dijo que quería.
Sara se apoyó contra la puerta abierta, sintiendo un hormigueo en la nuca. Sabía por qué había venido, y para qué era la bolsa. Dejaba a Tessa.
– No puedes hacerle esto, Devon. Ahora no.
– Ella me dijo que me fuera.
Sara no dudaba que Tessa se lo hubiera dicho, al igual que también tenía la certeza de que si se lo había dicho era precisamente para que se quedara.
– Es lo único que me ha dicho en dos días. -Las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. «Vete», sólo eso. «Vete.»
– Devon…
– No puedo quedarme allí, Sara. No soporto verla así.
– Al menos espera un par de semanas -dijo, consciente de que le estaba suplicando.
Tanto daba lo que Tessa le hubiera dicho, si Devon la abandonaba ahora la destrozaría.
– Debo irme -dijo Devon, levantando la bolsa y llevándola al vestíbulo.
– Espera -dijo Sara, intentando razonar con él-. Sólo te dijo que te fueras para asegurarse de que querías quedarte.
– Estoy tan cansado. -Dirigió los ojos hacia el interior de la casa, con la mirada perdida en el pasillo-. Ahora debería tener a mi bebé. Debería estar haciendo fotos y repartiendo puros.
– Todo el mundo está cansado -le dijo Sara, pensando que no le quedaban fuerzas para eso-. Deja que pase un poco de tiempo, Devon.
– Vosotros estáis muy unidos. Os juntáis y le hacéis compañía, y eso está muy bien, pero… -Se interrumpió y negó con la cabeza-. Ése no es mi sitio. Es como si todos fuerais un muro que la rodeara. Ese muro grueso e impenetrable que la protege, que la hace más fuerte. -Se interrumpió otra vez y miró a Sara-. Yo no formo parte de eso. Nunca lo haré.
– No es cierto -insistió Sara.
– ¿Eso crees?
– Claro que sí -le dijo Sara-. Devon, has venido a comer con la familia todos los domingos desde hace dos años. Tessa te adora. Mamá y papá te tratan como a un hijo.
– ¿Tessa te contó lo del aborto? -le preguntó Devon.
Sara no supo qué decir. Tessa se había planteado abortar desde que se enteró de que estaba embarazada, pero también decidió tener el niño y fundar una familia con Devon.
– Sí -adivinó Devon, leyendo su expresión-. Eso pensaba.
– Estaba confusa.
– Y tú acababas de volver de Atlanta -dijo-. Y ella ya había roto con ese tipo.
Sara no tenía ni idea de qué estaba hablando.
– Dios castiga a la gente -dijo Devon-. Castiga a la gente cuando no obran según Su voluntad.
– Devon, no digas eso -repuso Sara, pero su mente estaba rebobinando. Tessa nunca le había hablado de ningún aborto. Sara cogió la mano de Devon y le dijo-: Entra. Lo que dices no tiene sentido.
– Tessa podría haber dejado la universidad -dijo Devon, quedándose en el porche-. Diablos, Sara, no hace falta ningún título para ser fontanero. Podría haber vuelto aquí y criar a su hijo sola. Tus padres no la hubieran repudiado.
– Devon… por favor.
– No intentes excusarla. Todos hemos de vivir con las consecuencias de nuestros actos. -Le lanzó una mirada compungida-. Y a veces también los demás han de vivir con esas consecuencias.
Devon dio media vuelta justo en el momento en que Jeffrey aparcaba en el camino de la entrada. Devon había aparcado su furgoneta en la calle, como si quisiera marcharse cuanto antes.
– Ya nos veremos -dijo Devon, saludándola con la mano, como si eso no significara nada para él.
– Devon -le llamó Sara.
Lo siguió hasta el patio, pero se detuvo cuando él echó a correr. No quería perseguirlo. Sara le debía eso a Tessa.
Jeffrey se acercó a Sara y observó cómo Devon se marchaba.
– ¿Qué le pasa?
– No lo sé -dijo Sara, pero sí lo sabía.
¿Por qué Tessa nunca le había hablado del aborto? ¿Se había sentido culpable todos estos años, o es que en aquella época Sara estaba tan ocupada que no se enteró de lo que le pasaba a su hermana?
Jeffrey la acompañó hasta la casa y le preguntó:
– ¿Ya has cenado?
Sara asintió, apoyándose en él, deseando poder borrar los tres últimos días. Estaba agotada y afligida por Tessa, sabiendo que, en cuanto a lo del aborto, le había vuelto a fallar a su hermana.
– Me siento tan…
Sara buscó la palabra, pero no se le ocurrió ninguna que pudiera describir cómo se sentía. Era como si se hubiera agotado toda su fuerza vital.
Jeffrey la guió hacia la escalera de entrada y le dijo:
– Tienes que dormir.
– No. -Sara le detuvo-. Tengo que ir al depósito.
– Esta noche, no -le dijo Jeffrey, apartando de una patada la bolsa que había traído Devon.
– Tengo que…
– Tienes que dormir -le dijo Jeffrey-. Ni siquiera ves con claridad.
Sara sabía que tenía razón, y cedió.
– Primero necesito darme un baño -dijo, acordándose de todo lo que había hecho en el depósito-. Me siento tan…
– No pasa nada -le dijo él, besándole en la frente.
Jeffrey la llevó hasta el cuarto de baño, y Sara no hizo ningún movimiento mientras él la desvestía, y luego se desnudaba él mismo. Sara contempló en silencio cómo abría el grifo, comprobando la temperatura antes de meterla en la ducha. Cuando la tocó, Sara experimentó una reacción conocida, pero el sexo parecía ser lo último que Jeffrey tenía en mente cuando puso una manopla bajo el chorro de agua caliente.
Sara permaneció inmóvil en la ducha, dejando que él lo hiciera todo, regodeándose en el hecho de que otro tomara la iniciativa. Se sentía como si despertara de una horrible pesadilla, y hubo algo tan reconfortante en el tacto de Jeffrey que comenzó a llorar.
Él se dio cuenta del cambio.
– ¿Te encuentras bien?
A Sara la invadió tal urgencia que no pudo contestar a la pregunta. Se inclinó hacia atrás, apretándose contra él, deseando que Jeffrey comprendiera lo mucho que le necesitaba. Él vaciló, así que fue ella quien movió la mano de Jeffrey lentamente sobre su cuerpo, rodeándole los pechos, sintiendo cómo se flexionaban todos los músculos en su mano mientras sus dedos le provocaban esas sensaciones. Su otra mano se ahuecó bajo sus nalgas, y Sara soltó un grito ahogado ante lo agradable que era tener una parte de él en su interior. Sara se sentía ávida, lo quería todo de él, pero Jeffrey mantuvo un ritmo lento y sensual, demorándose, tocando cada parte de ella con deliberada intención. Cuando Jeffrey por fin apretó la espalda de Sara contra los frescos azulejos de la ducha, se sintió de nuevo viva, como si hubiera pasado días en un desierto y ahora acabara de encontrar su oasis.