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El cubo de la basura estaba al otro extremo de su despacho, e intentó encestar el folleto en él, fallando justo en el momento en que entraba Jeffrey.

– Hola -dijo Jeffrey.

Arrojó una carpeta color manila sobre el escritorio y encima dejó caer una gran bolsa de papel.

Sara se levantó para recoger el folleto, y él le puso una mano en el brazo.

– Qué…

Jeffrey la besó en los labios, algo que no solía hacer en público. El beso fue casto, más parecido a un hola amistoso, considerando cómo se había comportado Jeffrey con Mason James la tarde anterior, como un perro marcando el territorio.

– Hola -dijo ella, mirándolo con curiosidad mientras ponía el folleto en el lugar adecuado.

Al darse la vuelta, vio a Jeffrey rodear uno de los claveles con la mano.

– Éstas no te gustan.

Sara prefería que se acordara de ese detalle a que hubiera sido él quien le enviara las flores.

– No -dijo, en el instante en que veía cómo sacaba la tarjeta del sobre-. Por favor, léela -le invitó Sara, aunque él ya lo estaba haciendo.

Volvió a guardar la tarjeta dentro del sobre con deliberada lentitud.

– Qué bonito -dijo, y a continuación citó lo que ponía la tarjeta-: «Me tienes a tu disposición».

Sara se cruzó de brazos, a la espera de que Jeffrey dijera todo lo que tenía que decir.

– Ha sido una mañana muy larga -dijo, al mismo tiempo que cerraba la puerta. Su expresión era impertérrita, y ella se dio cuenta de que intentaba cambiar de tema cuando pregunto-: ¿Tessa está igual?

– De hecho, mejor -le dijo Sara, poniéndose las gafas al sentarse-. ¿De qué quieres hablar?

Hurgó con el dedo una de las flores.

– Lena sufrió un golpe esta mañana.

Sara se incorporó.

– ¿Tuvo un accidente de coche?

– No -dijo Jeffrey-. Le pegaron. Fue Ethan White, ese desgraciado del que te hablé. El tipo con el que sale. El que intentó tirarme al suelo.

– ¿Y ése es su nombre? -preguntó Sara, pues por alguna razón el nombre le parecía inofensivo.

– Uno de ellos -dijo Jeffrey-. Frank y yo fuimos a verla esta mañana…

Dejó la frase sin acabar mientras miraba la flor. Sara se reclinó en la silla mientras le narraba todo lo que le había acontecido esa mañana, hasta el momento en que Jill Rosen le enseñó los moratones de su cuello.

Sara dijo una obviedad.

– Ha sufrido maltratos.

– Sí -corroboró Jeffrey.

– Cuando le hice la autopsia a Andy Rosen no había señal alguna de que le hubieran maltratado.

– Es posible hacerle daño a alguien sin dejar marcas.

– En cualquier caso, se podría argumentar que Andy Rosen se mató para acabar con los malos tratos -dijo Sara-. La nota iba dirigida a su madre, no a su padre. A lo mejor no podía soportarlo más.

– Es posible -asintió Jeffrey-. De no ser por lo de Tessa, no habría nada sospechoso en la muerte de Andy.

– ¿Hay alguna posibilidad de que no haya relación entre los dos casos?

– Mierda, Sara, no lo sé.

Sara le recordó:

– No tenemos ninguna prueba de que Andy Rosen fuera asesinado. A lo mejor deberíamos sacarlo de la ecuación y seguir con lo que tenemos.

– ¿Y qué tenemos?

– Ellen Schaffer fue asesinada. Tal vez alguien pensó en aprovecharse del suicidio de Andy y hacer creer que ella le había imitado. Ese tipo de reacción en cadena no es infrecuente en los campus. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts hay doce suicidios al año.

– ¿Y lo de Tessa? -le recordó Sara.

Tessa era siempre el comodín, la víctima absurda.

– Podría tratarse de un crimen distinto -dijo Sara-. A menos que encontremos alguna relación, quizá deberíamos considerarlos dos incidentes separados.

– ¿Y éste?

Jeffrey señaló el cadáver que ahora estaba en el depósito.

– No tengo ni idea -dijo Sara-. ¿Cómo se lo han tomado los padres?

– Todo lo bien que podría esperarse -contestó, aunque no entró en detalles.

– Más vale que empecemos -dijo Sara, quitando la bolsa de papel marrón de encima de la carpeta para leer el informe.

Jeffrey había hecho copias de sus notas, y había un inventario de la escena del crimen. Sara les echó un vistazo, pero por el rabillo del ojo observó que Jeffrey tocaba una de las flores púrpura en forma de campana.

Cuando Sara acabó, señaló el montón de revistas que había en la otra silla de su despacho.

– Puedes ponerlas en el suelo.

– Estoy harto de estar sentado -dijo Jeffrey, arrodillándose junto a su escritorio. Se frotó la mano en la pierna-. ¿Has dormido lo suficiente?

Sara puso una mano sobre la de él, diciéndose que debería hacer que Mason le enviara flores todos los días, si eso iba a hacer que Jeffrey se mostrara más atento.

– Estoy bien -le dijo Sara, volviéndose hacia la carpeta-. Las has obtenido muy deprisa -dijo, refiriéndose a las fotos de la escena del crimen.

– Brad las reveló en el cuarto oscuro -le informó Jeffrey-. Y a lo mejor deberías ir con más cuidado cuando cambies de sentido delante de la comisaría.

Sara le sonrió con inocencia y, a continuación, le indicó la bolsa de papel.

– ¿Qué es eso?

– Frascos de medicamentos que sólo se venden con receta -dijo Jeffrey, vaciando el contenido sobre el escritorio.

Por el polvo negro que había sobre los envases, Sara supo que ya les habían sacado las huellas. Debía de haber al menos veinte frascos.

– ¿Todo esto pertenecía a la víctima? -preguntó Sara.

– Su nombre está en todos los frascos.

– Antidepresivos -dijo Sara, alineando los frascos uno a uno sobre su escritorio.

– Se chutaba ice.

– Qué listo -observó Sara con ironía, aún alineando los frascos e intentando clasificarlos en secciones-. Valium, que está contraindicado con los antidepresivos.

Estudió las etiquetas: todas llevaban el nombre del médico que había extentido las recetas. El nombre no le sonaba, pero la caligrafía estaba desatando todo tipo de conjeturas en la mente de Sara.

Comenzó a leer en voz alta las recetas.

– Prozac, debe de tener unos dos años. Paxil, Evavil. -Hizo una pausa, observando las fechas-. Parece que los probó todos y al final se decidió por el Zoloft, que es… -Hizo una pausa y exclamó-: Guau.

– ¿Qué?

– Trescientos cincuenta miligramos de Zoloft al día. Eso es mucho.

– ¿Cuál es la media?

Sara se encogió de hombros.

– Yo no receto esto a mis pacientes. Yo diría que, para un adulto, entre cincuenta y cien miligramos deberían ser suficientes. -Siguió alineando los frascos-. Ritalin, claro. Su generación creció con esa mierda. Más Valium, litio, amantadina, Paxil, Xanax, ciproheptadina, buspirona, Wellbutrin, Buspar, Elavil. Otro frasco de Zoloft. Y otro.

Agrupó los tres frascos de Zoloft, observando que cada uno había sido llenado en farmacias distintas en días diferentes.

– ¿Para qué es?

– ¿Específicamente? Depresión, insomnio, ansiedad. Todos sirven para lo mismo, pero actúan de manera diferente. -Echó la silla hacia atrás, hacia la estantería que había junto al archivador, y sacó su guía farmacológica-. Tendré que buscar algunos -dijo, volviendo al escritorio-. Algunos los conozco, pero hay otros de los que no tengo ni idea. Uno de mis pacientes, un niño que tiene Parkinson, utiliza buspirona para la ansiedad. A veces puedes tomarlos juntos, pero no todos. Acabarían siendo tóxicos.

– ¿Crees que a lo mejor los vendía? -preguntó Jeffrey-. Tenía jeringuillas. En el armario le encontramos un alijo de marihuana y diez pastillas de ácido.

– No hay mercado para los antidepresivos -dijo Sara-. Hoy en día cualquiera puede hacerse con una receta. Es sólo cuestión de encontrar el médico adecuado… o equivocado, en este caso. -Señaló un par de frascos que había apartado-. El Ritalin y el Xanax sí tienen demanda en la calle.

– Puedo ir a la escuela elemental y conseguir diez pastillas de cada medicamento por unos cien dólares -señaló Jeffrey. Cogió un frasco de plástico grande-. Al menos se tomaba sus vitaminas.

– Yocon -dijo, leyendo los ingredientes-. Creo que empezaré por esto. -Sara pasó las páginas del libro, buscando la entrada adecuada. Le echó un vistazo a la descripción, y la resumió diciendo-: Es un nombre comercial para la yohimbina, que es una hierba. Se supone que ayuda a la libido.

Jeffrey cogió el frasco.

– ¿Un afrodisíaco?

– Técnicamente no -contestó Sara, leyendo un poco más-. Se supone que sirve para todo, desde la eyaculación precoz hasta tener una erección más fuerte.

– ¿Y cómo es que nunca había oído hablar de esto?

Sara lo miró con complicidad.

– Porque nunca lo has necesitado.

Jeffrey sonrió, dejando de nuevo el Yocon en su escritorio.

– Tenía veinte años. ¿Por qué iba a necesitar algo así?

– A lo mejor el Zoloft le había vuelto anorgásmico.

Jeffrey apretó los ojos.

– ¿No podía correrse?

– Bueno, ésa es otra manera de expresarlo -concedió Sara-. Podía alcanzar y mantener una erección pero tenía problemas para eyacular.

– Jesús, no me extraña que se estrangulara.

Sara hizo caso omiso del comentario, repasando lo que decía su guía del medicamento sólo para asegurarse.

– Efectos secundarios: anorgasmia, ansiedad, aumento del apetito, falta de apetito, insomnio…

– Eso explicaría el Xanax.

Sara levantó los ojos del libro.

– Ningún médico en su sano juicio recetaría todas estas píldoras juntas.

Jeffrey comparó algunas de las etiquetas.

– Iba a cuatro farmacias distintas.

– No me imagino a ningún farmacéutico llenándole todos estos frascos. Es algo muy insensato.

– Necesitaremos algo sólido para obtener un mandato judicial que nos permita inspeccionar los archivos farmacéuticos -dijo Jeffrey-. ¿Conoces al médico?

– No -dijo ella, abriendo el cajón inferior de su escritorio. Sacó la guía telefónica de Grant County y alrededores. Una rápida búsqueda reveló que el nombre no estaba en la guía-. ¿No está afiliado a ningún hospital ni a la universidad?

– No -dijo Jeffrey-. A lo mejor está en Savannah. Uno de los farmacéuticos sí aparece.

– No tengo la guía telefónica de Savannah.

– Bueno, hay esa cosa nueva -dijo Jeffrey tomándole el pelo-. Lo llaman Internet.

– Muy bien -dijo Sara para evitarse el sermón acerca de lo maravillosa que era la tecnología.

Comprendía que a alguien como Jeffrey le resultaba útil, pero por lo que a ella se refería, había visto a demasiados chicos demacrados y con sobrepeso en su consulta como para apreciar las ventajas de pasarse el día delante del ordenador.

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