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– Que venga Brad -le ordenó, sabiendo que Sara no quería ninguna niñera-. Dile que traiga la cámara. Quiero algunas tomas claras.

Frank hizo la llamada mientras Jeffrey inspeccionaba la habitación. Un muchacho rechoncho de pelo largo y moreno yacía desplomado en la cama. En el suelo, a su lado, había la típica goma elástica amarilla que utilizaban los adictos para encontrarse la vena. El chico estaba abotargado y gris. Llevaba allí un buen rato.

– Cristo -murmuró Jeffrey, diciéndose que la habitación olía aún peor que la de Ellen Schaffer-. ¿Qué demonios es esto?

– No parece que fuera un amante de la limpieza -dijo Frank.

Jeffrey estudió la escena. No había ninguna luz encendida, pero la luz del sol iluminaba la estancia lo suficiente. Había un combo de tele y vídeo delante del cadáver, apoyado sobre el colchón. El televisor estaba encendido y emitía un resplandor azul, indicando que la cinta de vídeo se había acabado. La luz proyectaba sobre el cadáver un extraño color, y la piel parecía enmohecida, o quizás estableció esa comparación por lo mal que olía el cuarto. Todo estaba revuelto, y Jeffrey supuso que el hedor procedía de los envases de comida podrida diseminados por el suelo. Por todas partes había papeles y libros, y se preguntó cómo alguien conseguía andar por ahí sin tropezar.

El estudiante tenía la cabeza inclinada contra el pecho, y el cabello grasiento le cubría la cara y el cuello. Sólo llevaba un par de boxers blancos y sucios. Tenía la mano metida en la abertura, y Jeffrey elaboró una deducción bastante fundada de lo que había pasado.

En el brazo izquierdo de la víctima había un morado, pero Sara haría una valoración más exacta de esa marca. El cuerpo estaba rígido, y Jeffrey dedujo que ya había comenzado el rígor mortis, lo que indicaba que el fallecimiento había ocurrido hacía entre dos y doce horas. La hora de la muerte nunca era fácil de establecer, y Jeffrey supuso que Sara no podría darla con más exactitud.

– ¿Está en marcha el aire acondicionado? -preguntó Jeffrey, aflojándose la corbata.

El aparato de la ventana tenía tiras de papel en la salida de aire, pero éstas no se movían.

– No -dijo Frank-. Cuando llegué la puerta estaba abierta, y la dejé así para que se fuera este pestazo.

Jeffrey asintió, diciéndose que la habitación habría estado muy caliente casi toda la noche si el aire estaba apagado y la puerta cerrada. Sus vecinos debían de estar tan acostumbrados al mal olor que no habrían notado nada fuera de lo corriente.

– ¿Sabemos cómo se llama? -preguntó Jeffrey.

– William Dickson -dijo Frank-. Pero por lo que he averiguado, nadie le llamaba así.

– ¿Y cuál era su apodo?

Frank sonrió con cierta suficiencia.

– Scooter.

Jeffrey arqueó las cejas, pero no era quién para decir nada. No iba a compartir con nadie el apodo que le habían dado a él en Sylacauga. Sara lo había utilizado ayer para herirle.

– Su compañero de habitación ha ido a pasar la Semana Santa con sus padres -informó Frank.

– Quiero hablar con él.

– Le pediré el número al decano cuando todo esto esté despejado.

Jeffrey entró en la habitación, y en el suelo observó una jeringuilla de plástico rota. Fuera lo que fuese lo que había dentro, se había secado, pero distinguió el nítido dibujo de la suela de un zapato, parecido a un gofre, impreso en lo que antes había sido un fluido.

Se quedó mirando la huella y dijo:

– Asegúrate de que Brad saca una buena foto de esto.

Frank asintió y Jeffrey se arrodilló junto al cadáver. Estaba a punto de pedirle unos guantes a Frank cuando éste le arrojó un par.

– Gracias -dijo Jeffrey y se los puso.

Al tener las manos sudadas, el látex se le pegó. La luz del sol era insuficiente, y Jeffrey buscó alguna lamparilla. Había una encima de la nevera, junto a la cama, pero habían cortado el cable, y los extremos de éstos estaban pelados hasta el cobre.

– Que nadie encienda el interruptor de la luz hasta que le echemos un vistazo a esto -le advirtió a Frank.

Inclinó la cabeza de Scooter a un lado, apartándole la barbilla del pecho. Alrededor de su cuello había un cinturón de cuero que no había visto desde el pasillo. Scooter llevaba el pelo tan largo y grasiento que le sorprendió poder verlo ahora.

Jeffrey le apartó el cabello al muchacho, desplazándolo en un grumo apelmazado. El cinturón le rodeaba el cuello, y la hebilla estaba tan apretada que se clavaba en la piel. Jeffrey no quería aflojar el cuero, pero vio un diminuto trozo de espuma sobresaliendo en la parte superior. Siguió el extremo del cinturón, y comprobó que estaba anudado a otro, de tela. La hebilla del segundo cinturón estaba atada con un lazo a un gancho grande clavado en la pared. Los cinturones estaban tensos en toda su longitud, y el peso del cuerpo tiraba del perno de la pared. Por lo que parecía, el gancho llevaba allí un tiempo.

Jeffrey se volvió hacia el televisor que había delante del cadáver. Era un modelo barato, de los que puedes comprar en una gran superficie por menos de cien dólares. Al lado había un tarro de Bálsamo de Tigre con los bordes impregnados de unos trozos blancos y resecos de vete a saber qué. Jeffrey sacó su bolígrafo y lo utilizó para apretar el botón de eject del vídeo. En la etiqueta se veía una escena sexualmente sugerente bajo el título de Sé a quién te follaste el último verano.

Jeffrey se puso en pie y se sacó los guantes. Frank le siguió por el pasillo hasta donde estaba Lena.

– ¿Has llamado a alguien? -le preguntó Jeffrey.

– ¿Qué? -dijo ella, frunciendo el entrecejo.

Era evidente que estaba preparada para otro interrogatorio, pero Jeffrey advirtió que la pregunta la había pillado por sorpresa.

– Cuando llegaste -dijo Jeffrey-, ¿llamaste a alguien por el móvil?

– No tengo móvil.

– ¿Estás segura? -preguntó Jeffrey.

Creía que Sara era la única persona de Grant que no tenía.

– ¿Sabes cuánto me pagan? -se rió Lena, incrédula-. Si apenas tengo para comer.

Jeffrey cambió de tema.

– He oído que has encontrado una aguja.

– Recibimos la llamada hará una media hora -dijo Lena, y él se dio cuenta de que ésa era la respuesta que ella había estado ensayando-. Entré en la habitación para ver si el sujeto estaba vivo. No tenía pulso y no respiraba. El cuerpo estaba rígido y frío al tacto. Entonces fue cuando encontré la aguja.

– Nos fue de mucha ayuda -comentó Frank, aunque su tono indicaba lo contrario-. La vio debajo de la cama y pensó que la recogería para ahorrarnos molestias.

Jeffrey se quedó mirando a Lena, y afirmó:

– Y supongo que tus huellas están por todas partes.

– Supongo.

– Y supongo que no recuerdas qué más tocaste mientras estabas ahí dentro.

– Supongo que no.

Jeffrey miró hacia el interior de la habitación, luego a Lena.

– ¿Quieres decirme por qué la huella de la bota de tu novio está en la habitación?

Lena ni se inmutó. De hecho, se permitió una sonrisa.

– ¿No te has enterado? -preguntó-. Él fue quien encontró el cadáver.

Jeffrey miró interrogativamente a Frank, quien asintió.

– He oído que ya has intentado interrogarle.

Lena se encogió de hombros.

– Frank -dijo Jeffrey-, ve a buscarlo y tráelo.

Frank se marchó y Lena miró por la ventana, que daba al césped de la residencia. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se amontonaban hasta formar un monumento junto al aparcamiento de bicicletas.

– Parece que aquí ha habido una fiesta -afirmó Jeffrey.

– Supongo -dijo Lena.

– A lo mejor ese chaval Jeffrey señaló a Scooter- se pasó de la raya.

– A lo mejor.

– Me parece que en este campus tenéis un problema con las drogas.

Lena se volvió hacia él.

– A lo mejor deberías hablar con Chuck.

– Claaaro, él siempre está al tanto de todo -dijo Jeffrey con sarcasmo.

– Tal vez quieras saber dónde estaba este fin de semana.

– ¿En el torneo de golf? -preguntó Jeffrey, acordándose de la primera plana del Grant Observer.

Supuso que Lena se refería al padre de Chuck, y que intentaba recordarle a Jeffrey que Albert Gaines podía buscarle las cosquillas.

– ¿Por qué trabajas en contra mía, Lena? ¿Qué me ocultas? -preguntó Jeffrey.

– Tu testigo está aquí -dijo Lena-. Será mejor que me reúna con mi jefe.

– ¿Por qué tanta prisa? -preguntó Jeffrey-. ¿Temes que tu novio vuelva a pegarte?

Lena apretó los labios y no contestó.

– Quédate -le dijo, dejando claro que se trataba de una orden.

Ethan White apareció por el pasillo acompañado de Frank. Andaba con parsimonia, y llevaba su habitual camiseta negra de manga larga y sus tejanos. Tenía el pelo mojado y una toalla en torno al cuello.

– ¿Dándote una ducha? -preguntó Jeffrey.

– Exacto -dijo Ethan, secándose el oído con el borde de la toalla-. Estaba eliminando las pruebas después de haber estrangulado a Scooter.

– Esto parece una confesión -dijo Jeffrey.

Ethan lo miró con causticidad.

– Ya hablé con su ayudante la cerdita -dijo, mirando a Lena.

Lena le devolvió la mirada, haciendo aún más tensa la situación.

– Cuéntamelo a mí -dijo Jeffrey-. ¿Vives en la primera planta? -Ethan asintió-. ¿Para qué subiste?

– Necesitaba pedirle unos apuntes a Scooter.

– ¿De qué asignatura?

– Biología molecular.

– ¿A qué hora fue eso?

– No lo sé -contestó Ethan-. Unos dos minutos antes de la hora en que la llamé.

Lena pensó que debía aclarar ese punto.

– Yo estaba en la oficina de seguridad. No me llamó, simplemente dio la casualidad de que estaba al teléfono.

Ethan agarró los extremos de la toalla.

– Me fui cuando llegaron. Eso es todo lo que sé.

– ¿Has tocado algo de la habitación?

– No me acuerdo -dijo Ethan-. Estaba un poco nervioso, acababa de encontrarme muerto en el suelo a un compañero de clase.

– No es el primer cadáver que ves -le recordó Jeffrey.

Ethan levantó las cejas como diciendo «¿Y qué?».

– Quiero que hagas una declaración formal en la comisaría.

Ethan negó con la cabeza.

– Ni hablar.

– ¿Estás obstaculizando una investigación? -le amenazó Jeffrey.

– No, señor -replicó Ethan enseguida. Sacó una hoja de cuaderno del bolsillo trasero y se la entregó a Jeffrey-. Esta es mi declaración. La he firmado. Volveré a firmarla ahora si quiere ser testigo de ello. Creo que legalmente no tengo ninguna obligación de hacerlo en comisaría.

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