– No está aquí, cabrón -dijo Ethan en un tono tan convincente que incluso ella le creyó-. ¿Dónde está tu puta orden para derribar esa puerta?
Lena se apoyó en el lavamanos y se puso de pie lentamente.
– ¿Dónde ha ido? -preguntó Jeffrey preocupado.
– Ha salido a tomar un café.
Lena se miró en el espejo que había sobre el tocador. Un hilo de sangre le caía de la nariz, pero no parecía rota. Tenía un morado bajo el ojo, y se acercó la mano. Pero se detuvo cuando los dedos estaban a pocos centímetros de la cara. Un vivo recuerdo de lo que había ocurrido esa noche atravesó su cerebro como una corriente eléctrica. Había tocado a Ethan con esa mano. La había llevado a la bragueta de él y le había acariciado ahí abajo mientras le miraba a los ojos, observando el efecto que eso le producía, disfrutando de lo que la noche anterior le había parecido poder y esta mañana resultaba vulgar y repugnante.
Lena abrió el grifo del agua caliente, agarrando la pastilla de jabón. Se enjabonó las manos y luego se puso espuma en la boca, intentando recordar si le había besado. Se frotó la lengua con las uñas, y le vino una arcada cuando se le metió jabón en la garganta. Lo había hecho porque estaba borracha. Como una cuba. ¿Qué otra cosa podía impulsarla a hacer algo tan estúpido? Jeffrey llamó suavemente a la puerta.
– ¿Lena?
Lena no contestó, y siguió frotándose las manos hasta que le quedaron moradas del calor y la fricción. La muñeca dolorida se le había hinchado hasta ser el doble de gruesa que la otra, pero el dolor no la molestaba, pues era algo que podía controlar. Con la uña enganchó una protuberancia irregular de una de sus cicatrices, y la sangre fue bienvenida. Hurgó en la abertura, intentando desgarrar la piel, deseando poder arrancársela.
– ¿Lena? -Jeffrey llamó más fuerte, inquieto-. ¿Lena? ¿Te encuentras bien?
– Déjala en paz -dijo Ethan.
– Lena -repitió Jeffrey, llamando más fuerte. Lena no sabía si estaba preocupado, enfadado, o las dos cosas-. Contéstame. Lena levantó la vista. El espejo resumía la historia de lo que Jeffrey vería: su vómito en el retrete, las manos ensangrentadas goteando en el lavamanos, Lena de pie, temblando de asco y odio hacia sí misma.
– Derriba la puerta -sugirió Frank.
Jeffrey le advirtió:
– Lena, o sales o entro yo.
– Un momento, por favor -exclamó Lena, como si él fuera su pareja y la esperara para salir a cenar.
Lena se sacó la navaja del bolsillo antes de volver a abrochárselos. Había una tablilla suelta en el fondo del botiquín, y metió el arma debajo antes de cerrar el grifo.
Tiró de la cadena del váter mientras hacía gárgaras de elixir bucal, escupiendo una parte y tragándose el resto con la esperanza de que su estómago lo aceptara. Se limpió la nariz con el dorso de la mano, y luego se la frotó en los pantalones. No había manera de abrocharse los puños de la camisa, pero sabía que las mangas ocultarían sus muñecas.
Cuando por fin salió del cuarto de baño, Jeffrey se disponía a derribar la puerta. Frank estaba detrás de Ethan, apretándole la cara contra la pared con tanta fuerza que la sangre de la nariz resbalaba por la pared. Lena se quedó en el umbral. Más allá de donde estaba Jeffrey, veía la zona que servía de salita y la pequeña cocina. Se dijo que ojalá hubiera alguna manera de hacer que todos se fueran a la otra habitación. A Lena ya le costaba mucho dormir por las noches sin tener que enfrentarse al recuerdo de esos hombres en su dormitorio.
Jeffrey y Frank se quedaron paralizados al verla, como si se tratara de una aparición y no de la mujer con la que habían trabajado todos los días durante la última década.
Sin pensarlo, Frank aflojó la presión sobre Ethan y murmuró:
– ¿Qué ha pasado?
Lena se cubrió la cicatriz sangrante de la mano y le dijo a Jeffrey:
– Más vale que tengas una orden.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Jeffrey.
– ¿Dónde está la orden?
– ¿Te ha hecho daño? -inquirió Jeffrey en voz baja.
Lena no contestó. Miraba el edredón limpio, se fijó en que apenas estaba arrugado. La tela era de un color burdeos oscuro, y cualquier mancha se hubiera notado a la legua. Respiró al saber que aquella noche no había pasado nada entre ella y Ethan. Como si lo que ella sabía que había ocurrido no fuera bastante. Lena cruzó los brazos y dijo:
– Salid todos de mi casa. Esto es allanamiento de morada.
– Hemos recibido una llamada -le contestó Jeffrey, y lo dijo como si hubiera venido dispuesto a echar la puerta abajo. Se acercó y miró las fotos que Lena tenía expuestas en el espejo del tocador-. Alboroto doméstico.
Lena sabía que eso era una bola. Su habitación quedaba al extremo del edificio, y su vecino más cercano era un profesor que estaba en un congreso. Aun cuando alguien hubiera telefoneado, Jeffrey no podía haber llegado tan deprisa. Probablemente él y Frank estaban cerca de la residencia y se había servido de la discusión entre Ethan y ella como excusa para derribar la puerta.
– Muy bien -dijo Jeffrey-. ¿Cuál es el problema?
– No sé de qué me hablas -contestó Lena, mirándole fijamente.
– Para empezar, tu ojo. ¿Te ha pegado? -preguntó Jeffrey.
– Me di contra el lavamanos cuando derribaste la puerta. -Se excusó con una irónica sonrisa-. El ruido me asustó.
– Muy bien -dijo Jeffrey. Señaló a Ethan con el pulgar-. ¿Y él?
Lena miró a Ethan, y él le devolvió la mirada por el rabillo del ojo. Lo que había ocurrido entre ellos esa noche era sólo… cosa de ellos dos.
Jeffrey insistió.
– ¿Lena?
– Supongo que se lo hizo Frank al entrar -le dijo, sin responder a la severa mirada que aquél le lanzó.
Antes de que la echaran, habían sido compañeros, y conocía a Frank lo bastante para saber que acababa de destruir esa relación. Había quebrantado el código. Tal como se sentía ahora, casi se alegraba.
Jeffrey abrió uno de los cajones superiores del tocador, echó un vistazo y, a continuación, miró fijamente a Lena. Sabía que observaba su funda tobillera, pero no había ninguna ley que impidiera guardar un cuchillo envainado en el cajón de los calcetines.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Lena cuando Jeffrey cerró el cajón de golpe.
Abrió el siguiente cajón, donde Lena guardaba las bragas, y metió la mano, apartando lo que había. Sacó un tanga de algodón negro que Lena no había llevado en años y le lanzó la misma mirada penetrante antes de dejarlo otra vez en el cajón. Lena sabía que estaba buscando prendas similares a la encontrada en la habitación de Andy, tan seguro como que jamás se volvería a poner ninguna de las prendas que Jeffrey había tocado en aquel cajón.
Lena intentó no levantar la voz al preguntar:
– ¿Para qué has venido?
Jeffrey cerró el cajón con otro golpe.
– Te lo dije ayer. Hemos encontrado pruebas que te relacionan con un crimen.
Ella extendió los brazos, atónita ante su sangre fría.
– Arréstame.
Jeffrey retrocedió, como ella había supuesto que haría.
– Sólo queremos hacerte un par de preguntas, Lena.
Lena negó con la cabeza. Jeffrey no tenía pruebas suficientes para arrestarla, pues, de lo contrario, estaría sentada en el coche patrulla.
– Podemos llevárnoslo a él -dijo Jeffrey, señalando a Ethan.
– Hazlo -le desafió Ethan.
Lena susurró:
– Ethan, cállate.
– Arréstame -le dijo Ethan.
Frank lo aplastó contra la pared. Ethan tragó aire, pero no se quejó.
Jeffrey parecía pasárselo bien. Se acercó a Ethan y le puso los labios en la oreja.
– ¿Qué tal, señor Testigo Ocular? -preguntó.
Ethan forcejeó, pero Jeffrey le sacó la cartera con facilidad. Pasó unas cuantas fotos que había delante y sonrió.
– Ethan Nathaniel White -leyó.
Lena intentó no delatar su sorpresa, pero no pudo evitar que se le separaran los labios.
– Bueno, Ethan -dijo Jeffrey, poniéndole la mano en la nuca y apretándosela-. ¿Qué te parecería pasar la noche en la cárcel? Le susurró algo al oído que Lena no oyó. Ethan se puso tenso, como un animal dispuesto a atacar.
– Basta -le pidió Lena-. Déjale en paz.
Jeffrey agarró a Ethan por el cuello de la camisa y lo arrojó sobre la cama.
– Ponte los zapatos, chico -le ordenó, sacando de una patada sus botas negras de debajo del camastro.
– No tienes ningún cargo contra él -dijo Lena-. Te he dicho que me golpeé con el lavamanos.
– Le llevaremos a comisaría y veremos qué pasa. -Se volvió hacia Frank-. El chaval tiene pinta de culpable, ¿no crees?
Frank soltó una risita.
– No puedes arrestar a alguien por tener pinta de culpable -replicó Lena estúpidamente.
– Ya encontraremos algo para retenerlo.
Jeffrey le guiñó el ojo. Que Lena supiera, Frank nunca se había aprovechado de la ley hasta ese punto. Ahora se daba cuenta de que había ido hasta allí para llevársela a ella, tanto daba quién se entrometiera.
– Suéltale -pidió Lena-. Dentro de media hora empiezo a trabajar. Podemos hablar luego.
– No, Lena -negó Ethan, poniéndose en pie.
Frank le empujó contra la cama con tanta fuerza que el colchón se combó, pero Ethan volvió a incorporarse, con una de sus botas en la mano. Estaba a punto de darle con ella a Frank en la cara cuando Jeffrey se lo impidió con un puñetazo en el hígado. Ethan soltó un gruñido y se dobló, y Lena se interpuso entre los dos para evitar que aquello acabara en un baño de sangre. A Lena se le subió la manga, y Jeffrey le miró la muñeca. Lena dejó caer la mano, y les dijo a los dos:
– Basta.
Jeffrey se agachó y cogió la bota de Ethan, dándole vueltas en la mano. Parecía interesado en el dibujo de la suela.
– Resistencia a la autoridad. ¿Te parece suficiente?
– Muy bien -accedió Lena-. Te concedo una hora.
Jeffrey arrojó las dos botas contra el pecho de Ethan.
– Me concederás todo el tiempo que me salga de los cojones -le dijo a Lena.
Jeffrey estaba en el pasillo, ante la puerta de la sala de interrogatorios; esperaba a Frank. Venía de la zona de observación, donde había estado estudiando a Lena a través del cristal traslúcido, pero le había incomodado la manera en que ella miraba el espejo, aunque sabía que no podía verle.
Aquella mañana llevó a Frank al apartamento de Lena con la esperanza de hacerla entrar en razón. La noche anterior, Jeffrey había ensayado mentalmente cómo iría la cosa. Se sentarían y charlarían, tal vez tomarían un café, y harían cábalas acerca de los sucesos de los últimos días. El plan era perfecto… aunque no contaba con la presencia de Ethan White.