– ¿Cómo te fue con Brock?
– Creo que bien. -Los hombros se le relajaron aún más-. Es un tipo tan raro…
Sara comenzó a subir el siguiente tramo de escaleras.
– Deberías conocer a su hermano.
– Sí, me ha hablado de él. Jeffrey subió hasta donde estaba ella-. ¿Roger sigue en la ciudad?
– Se fue a Nueva York. Creo que ahora es agente de no sé qué.
Jeffrey se estremeció de manera exagerada, y Sara se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para superar la discusión.
– Brock no es tan malo -le dijo Sara, sintiendo la necesidad de ponerse de parte del empresario de la funeraria.
Cuando iban a la escuela, los chavales se metían con él de manera inmisericorde, algo que Sara no soportaba. En la clínica veía a dos o tres chicos al mes que, más que enfermos, estaban hartos de que se metieran con ellos en el colegio.
– Sobre todo me interesará ver el análisis de toxicología -dijo Jeffrey-. El padre de Rosen parece creer que estaba limpio. Su madre no lo tiene tan claro.
Sara levantó una ceja. Los padres siempre eran los últimos en enterarse de que sus hijos tomaban drogas.
– Sí -dijo Jeffrey, reconociendo su escepticismo-. De Brian Keller no me fío tanto.
– ¿Keller? -preguntó Sara, mientras cruzaba el descansillo y ascendía otro tramo.
– Es el padre. El hijo tomó el apellido de la madre.
Sara se detuvo para coger aire.
– ¿Dónde demonios has aparcado?
– En el piso de arriba -dijo-. Un tramo más.
Sara se agarró a la barandilla, ayudándose para subir.
– ¿Qué le pasa al padre?
– No lo sé, pero hay algo que me tiene mosca -dijo Jeffrey-. Esta mañana parecía querer hablar conmigo, pero en cuanto llegó su mujer se le cerró la boca.
– ¿Vas a volver a interrogarle?
– Mañana. Frank está haciendo algunas averiguaciones.
– ¿Frank? -preguntó Sara, sorprendida-. ¿Por qué no mandas a Lena? Su posición es más ventajosa para…
Jeffrey la cortó.
– Lena no es policía.
Sara subió en silencio los últimos peldaños, casi derrumbándose de alivio cuando por fin abrió la puerta que estaba al final de las escaleras. Aun cuando ya acababa el día, la planta superior estaba abarrotada de coches de todas las marcas y modelos. Sobre ellos se gestaba una tormenta, y el cielo era de un ominoso color negro. Las luces de seguridad parpadearon cuando se acercaron al vehículo de policía camuflado de Jeffrey.
Un grupo de jóvenes rondaba en torno a un gran Mercedes negro, los brazos, muy musculados, cruzados sobre el pecho. Cuando Jeffrey pasó junto a ellos, intercambiaron una mirada, intuyendo que era policía. Sara sintió que se le aceleraba el corazón mientras esperaba a que Jeffrey abriera la portezuela, inexplicablemente asustada de que algo terrible sucediera.
Una vez en el interior, se sintió protegida dentro de la mullida crisálida azul. Observó a Jeffrey rodear el coche por la parte de delante para entrar, los ojos clavados en el grupo de gamberros que había junto al Mercedes. Todo ese juego de gestos, sabía Sara, tenía un sentido. Si aquellos chicos creían que Jeffrey estaba asustado, le hostigarían. Si Jeffrey pensaba que eran vulnerables, probablemente se sentiría obligado a imponerse.
– El cinturón -le recordó Jeffrey, cerrando la portezuela. Sara se abrochó el cinturón.
Sara no dijo nada mientras salían del aparcamiento. En la calle apoyó la cabeza en la mano, contemplando el centro de la ciudad, pensando en lo distinto que era todo ahora. Los edificios resultaban más altos, y los coches del carril de al lado parecían discurrir demasiado cerca. Sara ya no era una mujer de ciudad. Quería volver a su pequeña población, donde todos se conocían… o al menos eso creían.
– Siento haber llegado tarde -dijo Jeffrey.
– No pasa nada -contestó Sara.
– Ellen Schaffer. La testigo de ayer.
– ¿Te ha dicho algo?
– No -dijo Jeffrey. Hizo una pausa antes de continuar-: Se suicidó esta mañana.
– ¿Qué? -exclamó Sara. Y antes de que él pudiera responderle, añadió-: ¿Por qué no me lo has dicho?
– Te lo estoy diciendo ahora.
– Deberías haberme llamado.
– ¿Y qué habrías hecho?
– Volver a Grant.
– Eso es lo que estamos haciendo ahora.
Sara intentó controlar su irritación. No le gustaba que la protegieran.
– ¿Quién dictaminó la muerte?
– Hare.
– ¿Hare? -Parte de su irritación se dirigió contra su primo por no habérselo dicho por teléfono-. ¿Averiguó algo? ¿Qué te dijo?
Jeffrey se llevó el dedo a la barbilla e imitó la voz de Hare, que era unas cuantas octavas más aguda que la de Jeffrey. -«No me lo digas, falta algo.»
– ¿Qué faltaba?
– La cabeza de la chica.
Sara soltó un largo gruñido. Detestaba las heridas en la cabeza.
– ¿Estás seguro de que fue un suicidio?
– Eso es lo que debemos averiguar. Había cierta discrepancia con la munición.
Jeffrey le contó todo lo acontecido aquella mañana, desde su entrevista con los padres de Andy Rosen hasta el hallazgo de Ellen Schaffer. Sara le interrumpió mientras le explicaba que Matt había encontrado una flecha dibujada en el suelo, delante de la ventana de Schaffer.
– Eso es idéntico a lo que yo hice -dijo Sara-. Marcar el camino mientras buscaba a Tessa.
– Lo sé -contestó Jeffrey, pero no añadió nada más.
– ¿Por eso no querías contármelo? -preguntó Sara-. No me gusta que te guardes información. No es decisión tuya…
– Quiero que vayas con cuidado, Sara -dijo Jeffrey con repentina vehemencia-. No quiero que te pasees sola por el campus. No quiero verte por las escenas de los crímenes. ¿Me has entendido?
Sara no contestó, estaba demasiado atónita para hacerlo.
– Y no te vas a quedar en casa sola.
Sara no pudo reprimirse.
– Un momento…
– Dormiré en el sofá de tu casa si hace falta -la interrumpió Jeffrey-. No pretendo que te acuestes conmigo. Pero en este momento no quiero tener que preocuparme de otra persona.
– ¿Crees que debes preocuparte por mí?
– ¿Pensabas que debías preocuparte por Tessa?
– No es lo mismo.
– Esa flecha podría significar algo. Podría señalarte a ti.
– La gente acostumbra a dibujar marcas en el suelo con el zapato.
– ¿Crees que es una coincidencia? A Ellen Schaffer le han volado la cabeza…
– A menos que se lo hiciera ella misma.
– No me interrumpas -la advirtió, y Sara se habría reído si sus palabras no hubieran estado teñidas de interés por su seguridad-. Te digo que no pienso dejarte sola.
– Ni siquiera estamos seguros de que haya habido ningún asesinato, Jeffrey. Que haya unas cuantas cosas que no encajen (y que, de hecho, se podrían explicar fácilmente), no prueba que no se trate de un suicidio.
– ¿Así que crees que el suicidio de Andy, el apuñalamiento de Tessa y lo de la chica de esta mañana no guardan ninguna relación?
Sara sabía que eso era improbable, pero dijo:
– A lo mejor no.
– Sí, bueno -afirmó Jeffrey-, todo es posible, pero esta noche no te vas a quedar sola. ¿Entendido?
Sara sólo pudo dar la callada por respuesta.
– No sé qué otra cosa hacer, Sara -aseguró Jeffrey-. No puedo estar todo el día preocupado por ti. No soporto pensar que tu vida peligra. Si no estás a salvo no podré seguir haciendo mi trabajo.
– De acuerdo -dijo Sara por fin, queriendo dar a entender que lo comprendía.
Se dio cuenta de que lo que más deseaba era volver a su casa, dormir en su cama, sola.
– Si los tres incidentes no guardan relación entre sí, ya tendrás tiempo de llamarme capullo -dijo Jeffrey.
– No eres ningún capullo -contestó Sara, pues sabía que su preocupación era real-. Dime por qué has llegado tarde. ¿Averiguaste algo?
– Hice una parada en la tienda de tatuajes que hay saliendo de Grant y hablé con el propietario.
– ¿Hal?
Jeffrey le lanzó una mirada de soslayo cuando desembocaron en la interestatal.
– ¿De qué conoces a Hal?
– Fue paciente mío hace mucho tiempo -dijo Sara, ahogando un bostezo. A continuación, para demostrarle a Jeffrey que no lo sabía todo de ella, añadió-: Hace un par de años, Tessa y yo quisimos hacernos un tatuaje.
– ¿Un tatuaje? Jeffrey se mostró escéptico-. ¿Ibais a haceros un tatuaje?
Le lanzó, o eso pretendía, una maliciosa sonrisa.
– ¿Y por qué no os lo hicisteis?
Sara se volvió para poder mirar a Jeffrey.
– Has de estar unos días sin mojártelo, y al día siguiente nos íbamos a la playa.
– ¿Qué ibais a tatuaros?
– Oh, no me acuerdo -dijo Sara, aunque la verdad es que sí se acordaba.
– ¿Dónde os lo ibais a hacer?
Sara se encogió de hombros.
– De acuerdo -dijo Jeffrey, sin acabar de creérselo.
– ¿Y qué te ha dicho Hal? -preguntó Sara.
Jeffrey esperó unos momentos antes de responder.
– Que no les hace tatuajes a los menores de veintidós años si no habla primero con los padres.
– Una medida inteligente -contestó Sara.
Se dijo a sí misma que Hal debió de tomar esa precaución ante el alud de llamadas telefónicas de padres coléricos que habían enviado a sus hijos a estudiar una carrera, no a hacerse un tatuaje.
Sara reprimió otro bostezo. El movimiento del coche la estaba amodorrando.
– Podría haber alguna relación -aseguró Jeffrey, pero no se le veía convencido-. Andy llevaba piercings. Schaffer, un tatuaje. Podrían habérselo hecho juntos. Hay tres mil tatuadores entre aquí y Savannah.
– ¿Qué te han dicho sus padres?
– Fue duro preguntar directamente. Al parecer no sabían nada.
– Los chavales no suelen pedir permiso para tatuarse.
– Ya lo supongo -asintió Jeffrey-. Si Andy Rosen estuviera vivo, sería mi sospechoso número uno de la muerte de Schaffer. Es obvio que el chico estaba obsesionado con ella. -En su rostro se dibujó una expresión de amargura-. Espero que nunca tengas que ver ese cuadro.
– ¿Estás seguro que no se conocían?
– Eso dicen las amigas de ella -le explicó Jeffrey-. Según todas las residentes del colegio mayor, Schaffer estaba acostumbrada a que los chicos se colaran por ella. Era el pan nuestro de cada día, y ella ni se enteraba. Hablé con el profesor de arte. Incluso él se dio cuenta. Andy estaba en la luna pensando en Ellen, y ella no se daba cuenta.
– Era una chica atractiva.
Sara no recordaba gran cosa anterior al apuñalamiento de Sara, pero Ellen Schaffer era lo bastante guapa como para dejar huella.