El Grady era un hospital universitario, y la Universidad Emory, el alma máter de Sara, así como la Facultad Morehouse, proporcionaban una incesante provisión de internos. Las plazas de urgencias eran las más buscadas por los estudiantes, pues se decía que el Grady era el mejor lugar del país donde aprender medicina de urgencias. Quince años atrás, Sara había luchado con uñas y dientes para obtener un puesto en el equipo de pediatría, y había aprendido más en un año que muchos médicos durante toda una vida. Cuando se fue de Atlanta para regresar a Grant County, a Sara jamás se le pasó por la cabeza que volvería al Grady, sobre todo en esas circunstancias.
– Alguien viene -dijo el hombre que estaba junto a Sara. Todos los que estaban en la sala de espera (al menos treinta personas) levantaron los ojos hacia la enfermera, expectantes.
– ¿Señora Linton?
A Sara el corazón le dio un vuelco, y por una fracción de segundo pensó que su madre había llegado por fin. Se puso en pie, colocó una revista sobre la silla para que no se la quitaran, aunque, en las dos últimas horas, ella y el anciano que había a su lado se habían estado guardando el sitio mutuamente.
– ¿Ya ha salido del quirófano? -preguntó Sara, incapaz de contener el temblor de la voz.
El cirujano había calculado una intervención de al menos cuatro horas, estimación que a Sara le había parecido optimista.
– No -le dijo la enfermera, conduciendo a Sara al mostrador de enfermeras-. Tiene una llamada telefónica.
– ¿Son mis padres? -preguntó Sara, levantando la voz para hacerse oír.
El pasillo estaba abarrotado de gente; médicos y enfermeras pasaban zumbando con paso decidido mientras procuraban no verse superados por la progresiva cantidad de pacientes que inundaba el centro hospitalario.
– Dice que es agente de policía. -La enfermera le entregó el teléfono a Sara y le dijo-: Sea breve. No podemos permitir llamadas privadas en esta línea.
– Gracias.
Sara cogió el teléfono, reclinándose contra el mostrador, procurando no molestar.
– ¿Jeffrey? -preguntó.
– Hola -dijo él, con una voz en la que había la misma tensión que ella experimentaba. ¿Ya ha salido del quirófano?
– No -dijo Sara, recorriendo el pasillo con la mirada en dirección a la sala de cirugía.
Varias veces se le había ocurrido traspasar la puerta, intentar averiguar qué estaba pasando, pero un vigilante apostado en la puerta del quirófano parecía tomarse su trabajo muy en serio.
– ¿Sara?
– Estoy aquí.
– ¿Qué pasa con el bebé? -preguntó Jeffrey.
Sara sintió un nudo en la garganta. Se sentía incapaz de hablar de Tessa con él. No así.
– ¿Has averiguado algo? -inquirió.
– He hablado con Jill Rosen, la madre del suicida. No me ha dicho gran cosa. En el bosque encontramos una cadena, una especie de collar con una estrella de David, que pertenecía al chaval. -Como Sara no respondiera, añadió-: Andy, el suicida, o bien estaba en el bosque o alguien le quitó la cadena y se internó en el bosque.
Se obligó a hablar.
– ¿Qué te parece lo más probable?
– No lo sé -respondió-. Brad vio a Tessa recoger una bolsa de plástico blanca del suelo mientras subía la colina.
– Tenía algo en la mano -recordó Sara.
– ¿Hay alguna razón por la que recogiera basura?
Sara intentó pensar.
– ¿Por qué?
– Brad dijo que eso es lo que parecía estar haciendo en la colina. Encontró una bolsa y comenzó a meter basura dentro.
– Puede -dijo Sara, perpleja-. Antes se había quejado de la gente que ensuciaba. No lo sé.
– A lo mejor encontró algo en la colina y lo puso en una bolsa. Encontramos la estrella de David que pertenecía a la víctima, pero estaba en el interior del bosque.
– Si Tessa recogió algo, significaría que alguien nos miraba mientras estábamos junto al cadáver. ¿Cómo se llamaba? ¿Andy?
– Andy Rosen -le confirmó Jeffrey-. ¿Sigues pensando que hay algo raro?
Sara no sabía qué responder. Parecía que hacía una eternidad que había examinado a Rosen. Casi ni recordaba el aspecto que tenía el cuerpo.
– ¿Sara?
Ella le dijo la verdad.
– Ya no me acuerdo.
– Tenías razón cuando dijiste que lo había intentado antes. Su madre lo confirmó. Se rajó el brazo.
– Un intento anterior y una nota -dijo Sara, reflexionando que, aparte de lo que pudiera surgir en la autopsia, esos dos factores serían concluyentes a la hora de dictaminar suicidio-. Podemos hacerle un examen toxicológico. No habría saltado de ese puente sin luchar.
– Tenía un arañazo en la espalda.
– No se lo había hecho de manera violenta.
– Puedo hacer que Brock lo compruebe -le propuso. Dan Brock, el responsable de pompas fúnebres de la zona, había sido el forense del condado antes de que Sara aceptara el empleo-. Hasta ahora no he mencionado que haya nada sospechoso. Brock sabe guardar un secreto.
– Que le tome muestras de sangre, pero quiero hacer yo la autopsia -dijo Sara.
– ¿Crees que podrás?
– Si esto tiene alguna relación -comenzó-. Si quienquiera que le hizo eso a Tessa… -Sara no pudo acabar la frase, pero nunca hasta ahora había sentido necesidad de venganza. Por fin dijo-: Sí, podré hacerlo.
Jeffrey no parecía muy seguro, pero le informó:
– Estamos registrando el apartamento de Andy. Han encontrado una pipa en su cuarto. La madre dice que hace tiempo tuvo problemas con las drogas, pero el padre dice que lo dejó.
– Muy bien -afirmó Sara.
Sintió cómo montaba en cólera ante la idea de que su hermana se hubiera visto atrapada en el fuego cruzado de algo tan estúpido y absurdo como una transacción de drogas que había salido mal. El apuñalamiento de Tessa era el tipo de violencia que solía pasar por alto la gente que afirmaba que las drogas eran una diversión inofensiva.
– Estamos espolvoreando la habitación, intentando obtener huellas para pasarlas por el ordenador. Mañana hablaré con los padres. La madre me dio un par de nombres, pero ya se han trasladado de universidad o se han graduado.
Jeffrey hizo una pausa, y Sara se dio cuenta de que se sentía frustrado.
Las puertas de la sala de cirugía se abrieron de golpe, pero el paciente no era Tessa. Sara apretó los talones contra el mostrador de las enfermeras para que el equipo pudiera pasar. Una anciana de pelo rubio oscuro iba en la camilla, con los párpados vendados tras la operación.
– Y los padres, ¿cómo se han tomado la noticia? -preguntó Sara, pensando en los suyos.
– Bien, dadas las circunstancias. Jeffrey hizo una pausa-. La madre se derrumbó en el coche. Algo pasa entre ella y Lena. Pero no sé lo que es.
– ¿Como qué? -preguntó Sara, aunque Lena Adams era la última persona en el mundo que le importaba en ese momento.
– No lo sé -dijo él, y no era para sorprenderse. Sara le oyó tamborilear los dedos-. Rosen perdió el control en el coche. Simplemente lo perdió. -Dejó de tamborilear-. Su marido me llamó cuando se enteró. Lo trajeron directamente de la estación. -Hizo una pausa-. Los dos están destrozados. Estas cosas pueden ser muy duras. La gente suele…
– Jeffrey -le interrumpió Sara-. Te necesito… -De nuevo sintió un nudo en la garganta, como si las palabras la asfixiaran-. Te necesito aquí.
– Lo sé -dijo él en un tono de resignación-. No creo que pueda venir.
Sara se secó los ojos con el dorso de la mano. Uno de los médicos que pasaban levantó la vista hacia ella, pero enseguida la bajó hacia el gráfico que llevaba en las manos. Sintiéndose estúpida y observada por todo el mundo, intentó resistir las emociones que pugnaban por aflorar.
– Claro, lo entiendo -dijo por fin.
– No, Sara.
– Será mejor que cuelgue. Estoy hablando desde el mostrador de enfermería. Un tipo se ha pasado una hora al teléfono en la sala de espera. -Se rió, sólo para relajarse-. Hablaba en ruso, pero creo que era un traficante de drogas y estaba cerrando algún negocio.
– Sara -la interrumpió Jeffrey-, se trata de tu padre. Me ha pedido… me ha ordenado que no viniera.
– ¿Qué? -Sara pronunció la palabra tan fuerte que varias personas levantaron la vista de su trabajo.
– Estaba alterado. No lo sé. Me dijo que no fuera al hospital, que era un asunto familiar.
Sara bajó la voz.
– Él no tiene derecho a decidir…
– Sara, escúchame -dijo Jeffrey, con más serenidad en la voz de la que ella sentía-. Es tu padre. Tengo que respetar su decisión. -Hizo una pausa-. Y no es sólo tu padre. Cathy dijo lo mismo.
Se sintió idiota por repetirse, pero todo lo que consiguió articular fue:
– ¿Qué?
– Tienen razón -dijo Jeffrey-. Tessa no debería haber estado allí. No debería haberle permitido que…
– Soy yo quien la llevó a la escena del crimen -le recordó Sara, y la culpa que había experimentado en las últimas horas volvió a agitarse en su interior.
– Ahora están muy afectados. Y es comprensible. Jeffrey hizo una pausa, como si pensara cómo expresarse-. Necesitan tiempo.
– ¿Tiempo para ver qué pasa? -le preguntó-. Si Tessa se recupera, entonces te invitaremos a comer el domingo, y si no… -No pudo acabar la frase.
– Están enfadados. Así es como se sienten las personas cuando pasa algo semejante. Se sienten desamparados, y se enfadan con el primero que tienen cerca.
– Yo también estaba cerca -le recordó Sara.
– Sí, bueno…
Por un momento, Sara se sintió demasiado consternada para hablar. Al final preguntó:
– ¿Están enfadados conmigo?
Aunque sabía que tenían muchos motivos para estarlo. Sara era responsable de Tessa. Siempre lo había sido.
– Necesitan tiempo, Sara -dijo Jeffrey-. Tengo que dárselo. No voy a disgustarlos más.
Sara asintió, aunque él no pudo verlo.
– Quiero verte. Quiero estar ahí por ti y por Tessa.
Sara podía oír el dolor de la voz de Jeffrey, y sabía lo difícil que era todo eso para él. Sin embargo; no podía evitar sentirse traicionada por su ausencia. Era típico de Jeffrey no estar nunca cuando más lo necesitaba. Ahora estaba haciendo lo correcto, lo respetuoso, pero Sara no se sentía de humor para gestos nobles.
– ¿Sara?
– Muy bien -dijo ella-. Tienes razón.
– Me pasaré por casa y daré de comer a los perros, ¿entendido? Cuidaré de la casa. -Hizo otra pausa-. Cathy dijo que se pasarían por tu casa y te traerían algo de ropa.
– No necesito ropa -le dijo Sara, sintiendo que sus emociones volvían a encenderse. Sólo pudo susurrar-: Te necesito.