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La mujer no necesita que la enfermera haga de intérprete, sabe leer el papel y lo estudia lentamente, sujetándolo con el brazo extendido, tal como hacen las personas mayores que empiezan a perder vista de cerca. Lo dobla con cuidado. Su tiempo ha terminado. Conduce a los niños hasta la puerta. Da las gracias a la doctora. No sé qué podré conseguir de todo esto. Quizá pueda intentar comprar algunas de estas cosas. El padre sigue en la cárcel. Mi hijo.

Lista de los acusados. Acta de acusación. Harald se mantenía algo distante con una fría atención para separar lo que eran pruebas de la interpretación de esas pruebas. Indiciarias: ese día, esa tarde, viernes, 19 de enero de 1996, un hombre fue encontrado muerto en una casa que compartía con otros dos hombres. David Baker y Nkululeko Dladla, Khulu. Estos llegaron a casa a las siete y cuarto de la tarde y encontraron el cadáver de su amigo Cari Jespersen en el cuarto de estar. Tenía una herida de bala en la cabeza. Estaba tendido parcialmente sobre el sofá, como si (interpretación) le hubieran disparado por sorpresa y hubiera intentado levantarse. Llevaba sandalias de las que sujetan el dedo gordo con una tira, una de las cuales estaba retorcida y colgaba del pie, y bajo el albornoz estaba desnudo. Había unos vasos sobre un tambor africano junto al sofá. Uno de ellos contenía los restos de lo que parecía haber sido una mezcla conocida con el nombre de Bloody Mary: una lata vacía de zumo de tomate y una botella de vodka estaban sobre el televisor. Los otros vasos, por lo que parecía, no habían sido utilizados; había una botella de whisky cerrada y un cubo de hielo medio fundido sobre una bandeja situada en el suelo, junto al tambor. (Pruebas mezcladas con interpretaciones.) La habitación no se encontraba en un estado de desorden fuera de lo común; es una vivienda informal de soltero. (Interpretación.) La habitación estaba a oscuras, con la única excepción de la luz del equipo reproductor de discos compactos, que nadie había apagado después de que se acabara el disco. La puerta principal de la casa estaba cerrada, pero las cristaleras que comunicaban el cuarto de estar con el jardín permanecían abiertas, como lo estaban en verano, incluso cuando había ya oscurecido.

En el jardín -al que se hace referencia- hay una casita. Ésta está ocupada por Duncan Lindgard, un amigo mutuo del fallecido y de los dos hombres que lo descubrieron, y éstos corrieron a buscarlo tras descubrir el cadáver de Jespersen. El perro de Lindgard estaba dormido fuera de la casita y, aparentemente, no había nadie en ella. La policía llegó veinte minutos más tarde. Un hombre, un ayudante de fontanero llamado Petrus Ntuli, que ocupaba una edificación anexa a la propiedad a cambio de su trabajo en el jardín, fue interrogado y dijo que había visto a Lindgard salir a la terraza de la casa y dejar caer algo mientras cruzaba el jardín en dirección a la casita. Ntuli pensó en devolver aquello, fuera lo que fuere, pero no encontró nada. Llamó a Lindgard, pero éste había entrado en la casita. Ntuli no tenía reloj. No podía decir qué hora era, pero el sol estaba bajo. La policía registró el jardín y encontró un arma en un macizo de helechos. Baker y Dladla la identificaron de inmediato como el arma que guardaban en la casa como protección ante los ladrones; ninguno pudo recordar a cuál de los tres nombres estaba la licencia. La policía se dirigió a la casita. No hubo respuesta cuando llamaron a la puerta, pero Ntuli insistió en que Lindgard estaba dentro. La policía forzó la puerta de la cocina y se encontró con que Lindgard estaba en el dormitorio. Parecía aturdido. Dijo que había estado durmiendo. Preguntado si sabía que su amigo Cari Jespersen había sido atacado, palideció (interpretación) y preguntó: ¿está muerto?

A continuación protestó por la invasión de la casita por parte de la policía e insistió en que se le permitiera hacer varias llamadas telefónicas, una de las cuales dirigió a su abogado. El abogado, evidentemente, le aconsejó que no se resistiera a la detención y se reunió con él en la comisaría, donde las pruebas de las huellas dactilares no permitieron llegar a ninguna conclusión porque el macizo de helechos había sido regado recientemente y las huellas del arma estaban casi borradas por el barro.

Esto no es una historia de detectives.

Harald tiene que creer que el tipo de acontecimientos que ese género describe es real.

Ésta es la secuencia de actos a través de la cual ha llegado una acusación de asesinato. Cuando le cuenta a Claudia lo que le ha dicho el abogado, ella mueve la cabeza de un lado a otro a cada nuevo nivel de detalle y no le interrumpe. Él tiene la sensación de que espera a que termine para hacer algún comentario; sin embargo, al final, no dice nada. Del silencio de ella, él deduce que no ha dicho nada; no ha traído nada que pueda explicar lo ocurrido. Duncan salió de la casa de aquel hombre y dejó caer algo en el jardín en el camino de regreso a la casita. Se encontró un arma. Duncan dijo que estaba durmiendo y no había oído a sus amigos ni a la policía cuando llamaron a la puerta. Nada de esto revela nada más, da más explicación que la que obtuvieron cuando se vieron cara a cara en la barrera de la sala. Su breve abrazo mientras tenía el rostro vuelto hacia otro lado. Su respuesta a cualquier necesidad: nada. Harald ve, informado por la presencia de Claudia, que lo que ha contado, a él mismo y a ella también, es un simple acertijo: quién lo hizo.

La petición de libertad condicional hecha por el amigo abogado tan seguro de sí mismo había sido rechazada de nuevo.

Pero ¿por qué? ¿Por qué? Todo lo que se le ocurre a Claudia es el razonamiento, que por lo general se acepta sin cuestionar, que afirma que una persona que podría cometer otro crimen no puede quedar libre con la única garantía del dinero. ¡Duncan, un peligro para la sociedad! Por el amor de Dios, ¿por qué?

El fiscal ha recibido alguna información insinuando que podría desaparecer: escaparse.

¿Del país?

Ahora se encuentran en la categoría de los que consiguen escapar al castigo por dinero, porque pueden permitirse pagar la fianza y seguir libres. Él no sabía si ella entendía esta implicación de la negativa, para su hijo y para sí mismos.

¿De dónde venía esa idea?

La chica ha sido llamada para ser interrogada, parece que ha dicho que él estaba amenazándola con aceptar un trabajo que le han ofrecido en Singapur. No sé, para sacudírsela, parece. Ella dejó caer el comentario, tal vez intencionadamente. Quién puede adivinar qué estaba pasando entre ellos.

Si Claudia está insatisfecha con lo poco que Harald ha aclarado con esta explicación, ¿acaso ella habría podido conseguir algo más? Bueno, que lo intente entonces.

Un preso a la espera de juicio tiene derecho a recibir visitas. Es el turno de Claudia: me gustaría hablar con ese Julián Comosellame, antes de que vayamos.

Harald sabe que ambos sienten un rechazo irracional a establecer de nuevo contacto con el joven: no matéis al mensajero, la amenaza es el mensaje.

Claudia no es la única mujer con un hijo en la cárcel. Lo ha entendido esta tarde. Ya no es la que reparte el consuelo o sus placebos para los desastres de los demás, mientras ella está a salvo, intocable, en otra clase. Y no se trata de las justas leyes que han traído consigo esta forma de igualdad; es algo distinto. No hay nada sentimental en esto tampoco y, por ese motivo, no hablará de ello con nadie, ni siquiera con quien es el padre de un hijo que está en la cárcel; podría ser mal interpretado.

Claudia telefoneó al abogado para conseguir el número de teléfono del mensajero que se había presentado ante la puerta de seguridad del adosado y había entrado a la hora del café, después de la cena. Fue inflexible, Harald la oyó hablar cuando localizó al mensajero; le dijo que debía volver aquella tarde. Y no mañana. Ahora.

En esta ocasión, cuando abrió la puerta al mensajero, Harald le tendió la mano: Julián Verster. Claudia había apuntado el nombre.

¿Qué pensaba de ellos? La ocasión no tenía precedente al que atenerse; una ocasión social, una inquisición, una llamada: qué clase de hospitalidad es ésta, qué medidas son adecuadas, por ejemplo el té o las bebidas preparadas, la colocación de ceniceros y la disposición de una butaca cómoda marcan la naturaleza de otras ocasiones. Todo estaba en su lugar habitual en la habitación; lo que era, en sí mismo, inadecuado, incluso raro.

La actitud de ambos hacia él había cambiado, vencida por la necesidad. Veían en ese joven la posibilidad de obtener algunas respuestas, incluso podrían leer en su aspecto algo sobre el contexto en que pudo suceder lo sucedido. Todo el mundo lleva el uniforme de cómo se ve a sí mismo o de cómo se disfraza. Voluminosas zapatillas de deporte con complicados adornos, lengüetas altas y suelas gruesas, de las que llevan ahora tanto los ministros como los funcionarios y los estudiantes, y lleva también el propio Harald, en su tiempo libre; mejillas horadadas con las marcas tribales del acné adolescente, ojos separados, de un castaño perruno, oscurecidos por densas cejas que contradicen con autoridad las incertidumbres de una boca que inicia varios gestos antes de hablar. Un rostro que sugiere una personalidad sumisa y leal: el miembro ideal de una peña de amigos. En su trabajo, Harald está acostumbrado a observar estas cosas cuando se reúne con futuros socios.

– Siento haber interrumpido así tus planes para esta tarde, pero cuando viniste la otra noche nos quedamos… No sé… no pudimos decir gran cosa. Fue difícil asimilarlo todo. Como amigo de Duncan, supongo que te pasaría algo parecido: tuvo que ser duro para ti tener que venir a vernos. Nos damos cuenta.

El joven asiente con un gesto hacia abajo de la comisura de los labios que es, a su vez, su manera de tender una mano a Harald.

– Me sentí fatal por haberlo hecho tan mal: pero no se me ocurrió otra manera. Fatal. Y él me lo había pedido, me lo encargó.

Ahora estaban sentados formando un grupo cerrado. Claudia estaba vuelta hacia él, compartían el sofá, y Harald había acercado una butaca, para hablar.

– Por qué no nos llamó él.

Pero era una afirmación más que una pregunta.

– Harald…, es evidente.

– Estaba muy afectado, ya podéis imaginar.

– ¿Fue desde la comisaría?

– No, desde su casa; me localizó en el móvil y di media vuelta en mitad de la calle… él todavía estaba con la policía en la casita.

Las rodillas y las manos de Claudia se juntaron con fuerza, las manos sobre las rodillas.

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